«¿Por qué bebes sin medida y sin tino? Te hace daño, mijo. ¡Vienes, ay Dios, tan lacerado! ¿Otra caída?», así se compadecía Doña Minga, viejita como estaba, pero siempre tan llena del anhelo de reenconducir a su hijo por el buen camino.
«Usted no se precupe por mí, maíta. Ya soy un viejo y no me entraron consejos. Soy un caso perdido, ¿no lo ve?»
«Ante Dios eres un niño todavía, mijo», insistío Doña Minga. Había abierto las Santas Escrituras, en aras de un versículo inspirador que espetarle. Una mera gesticulación de sus manos porque ella no sabía leer. La Biblia fue como su talismán en días en que estaba casi centenaria. Habría querido morir con el libro santo apretado a su pecho.
Vivía en el Caserío Méndez Liciaga, vecina de Miguelito, adolescente bendito con palabra de santidad y profecía. El temor del Advenimiento del Mesías le dio reciedumbre física y su voz vibrante. Se lo ponía de ejemplo. La sabiduría de Doña Minga fue llorar a ese hijo tonto y encomendárselo a Dios. ¡Cómo le hubiera gustado que Marcos fuese como Miguelito, el adventista, uno con el gesto de bendecir al prójimo! Uno, dichoso de vivir, sin ese lamento absurdo de su hijo.
Mas, contrario caso, a los 50 años de edad, Marcos es testarudo. No prospera. En cierto modo, la desacredita con sus borracheras. Desde que vivieron en Pueblo Nuevo y murió el padre, él fue su motivo de desdichas.
Noche a noche, se dio a la bebida. Sobrio, quizás se vio con objetividad: «¡Qué cosa rara es la vida! Soy tan estúpido que no sé ni tomar. Lo mejor que aprendí fue el vicio y tomo y no sé si lo estoy. O estoy soñando que estoy ebrio; pero no se me quita esa obsesión. No se me quita! ¡Quiero morirme!»
«¿Por qué, Marquito, por qué?», preguntaba una y mil veces la madre, quien murió con más de un siglo a cuestas.
Ahora, ya que se mudó con ella al Caserío, la mitad de sus rutinas cotidianas las pasa en los bares de Millán. O en esquinas calientes.
Doña Minga lleva treinta años con temor de que alguna pindonga lo enferme o le quite el poco dinerito que él se consigue, «¿pero, Minguita, si a ese hijo tuyo no hay quien lo bese? ¡Que la boca le huele a catinga!»
A veces lo ven, ya cerquita del semáforo, después que sale de La Lechonera. Y siempre va dando tumbos por el camino. Ese es tramo que ella teme. Que por tolondro se caiga a media calle y venga un carro y lo espachurre.
«Levántate de ahí, Marco. Estás tirao», le dice uno que otro vecino que lo observa. Se cayó a media calle y no pudo levantarse.
«¡Déjame tranquilo! ¡Yo no valgo ná!», responde él. La respuesta es ya una frase de antología en el anecdotario del pueblo. Por esa confesión lo amará este Pepino. O tendrá que recordar a Marcos el borrachito.
El tufo de su ajume van dando esquinazos por las calles. Se va acercando al tramito del semáforo. Otra vez se detuvo en La Lechonera. Ya no traía ni diez centavos. No proseguirá con el codo empinado ni con la venia del vecino. Su boca pidió fiada una caneca; o un Palo Viejo, pero ya lo advirtieron: ¡Aquí no, Marcos! Si quieres, cómete un mofonguito.
El quería licor para morirse. Por causa de ese NO, se fue gritando:
«¡Maldita sea mi vida, coño! ¡Yo no valgo ná!»
Y como el grito suyo era sonoro, trueno de las noches en que ni llovía, se filtró como ondas, avanzando sobre el edificio azul del caserío. Bajó a la calle. Entró como un fantasma en herzios. El eco subió por la escalera de su piso. Adivinaba la puerta de Doña Minga, mas no la abriría. Ella la cerraba, apestillándola desde adentro, por temor a los robos. Se filtraba entonces a ras de piso.
Como todas la noches, él se derrumbó por narcolepsia y se quedó dormido al pie de la puerta como un perro. Doña Minga calculó que esta bien. Bien en el más penoso estado, tremendo forro que trajo. Durmió una horas de zorra que le correspondían, pero había llegado vivo.
Entonces Doña Minga oró, en acción de gracias, desde un silloncito que tenía en su sala. Ella sabe su salmo. Vieja estaba para orar de rodillas. Gracias, Dios mío. El hijo de mi desdicha está en la casa. Le preparó desayuno y, al rato, lo llamó quedamente.
Todavía no respondía. Advino tan hundido en su ego pre-social que Marcos sintió miedo de poder despertar.
«Come algo y levánte, mijo», decía Doña Minga, casi mimándolo.
A veces parecía que estaba muerto. O quería estarlo.
Una exhortación inusitada y delirante, la más cercana a este sentimiento de la madre que lo compadecía, Marcos la dejó para el elucidario pueblerino. ¡Acaba con la vida mía! Díselo a Dios».
«¿Por qué dices eso? Te habla tu maíta Minga. Soy yo. No tengas miedo».
«¡Dios, mátame!»
«No seas disparatero, mijo!»
«¡Usted, quien sea, quitéme esta vida mía!»
«¡Entra, bendito, ven pa 'tu casa!»
«¡No se preocupe! ¡Yo no valgo ná!»
8-12-1976 / El corazón del monstruo
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