Tuesday, August 06, 2013

CALLATE, CATALINA, PARA QUE EL REY NO TE ASESINE



Cállate, Catalina, para que el Rey no te asesine...

En Inglaterra ocasionó escándalo la existencia de una alimaña, que heredaría el trono y se hizo rey. Enrique, vulgar y regordete, tenía una mirada lujuriosa, y Arturo, su hermano, lo reprendía por ello. Con su mirada presagiaba la perdición de la moral inglesa; «eres cosa más temible que las amenazas de Francia y codicias mi mujer», le dijo Arturo. En cualquier encuentro al cruzar su pasillo, Catalina de Aragón tendría que huir nerviosamente. Temía, como Arturo,  ¡el deseo de Enrique por ella! 

El no da paz ni tregua. Susurraba entre dientes, confesiones a la sorda: ¡Serás mía!  
Aún casada con Arturo, en Londres, la española sabía que estaba al embocadero. El rey, sería capaz de todo y misma noche que murió su esposo unos hombres, enviados por Enrique, fueron por ella con el pretexto de que el soberano la tomaría bajo su protección. El invocó su cetro real. La hizo su esposa y España la cedió como una pieza de alquiler.


¿Y para qué dio anillos de pacto solemne? Enrique VIII la abandonó tan pronto pudo. De Gales a Irlanda, como de España a Inglaterra, se supo que Catalina, hija de los Reyes Católicos, pasó el resto de su vida prisionera. Aún más, aquellos ojos de él, ojos que traicionaron la hermandad y el lecho de Arturo, en las noches de Catalina se volvían como puñales, tras la previa ejecución de Ana Bolena, su segundo matrimonio. 

Las mujeres que iban a confesión lo querían preguntar a los sacerdotes y éstos las mandaban a callar y a pagar misas por haberlo hecho. 

Irvine, California, 1990 

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