Sunday, September 28, 2008

Indice / Cuaderno de amor a Haití



Indice / Cuaderno de amor a Haití



Tragedia haitiana

Les dejo mi diario

Este impulso salvaje que traemos

Cuando hables del Trabajo

Las frutas

Cuando brillabas y eras rey de la forja

La antilla despreciada

Saque de cuentas

El por qué

La historia de un atorrante loco

Hatuey y el Guabá

El primer torturador

Cuando la compasión es tan poca

Este era él

Ofrenda sangrienta

Sin simpatía humana

Los chupasangres

Esperan al asesino con amor

Homicidas y cómplices

11 de septiembre de 1789

Los invasores, 1898

Desacralización del origen

Despedida

Soldado hacia la guerra, 1791

Acto compasivo y revolucionario

Aristocracia iluminada, 1804

Respuesta en Navasse, 1891

Ultramontanos


Un demonio llamado Henri

El templo de la libertad

El desafortunado

Manifiesto emergente de los carbonarios

El trabajador

Moral de trabajo

A cortar cabezas, a quemar sus casas

El altar contaminado

El cimarrón de ojos de fuego

La traición

Rezo del negro con picota

Agradecimiento

En vísperas del Tratado de Ryswick, 1697

El Pacto Gondra

La sangre se hizo llanto y soledad

La que viene

Lamento luctuoso de un padre

Informe del saldo

Repport final / Traducción

The one who comes / Traducción

L' une que viens / Traducción

Calculez-le! / Traducción







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Blog de Carlos López Dzur / Narrativa / Estampas / Tantralia: Libro erótico / Kreole / Cuando brillabas y eras rey: En Librepensador / La frutas / Lamento de un nica común y corriente: El Librepensador/ Ogglie, el soplón / Billie Halladay / Cecilio Echeandía / Orange Juice / Los Giros Serpentinos: Entrevista a Carlos López Dzur / Libro de anarquistas / Carroña en los campos de Gestell / Las Partidas Sediciosas en SS del Pepino en 1898 /

Saturday, September 27, 2008

El primer héroe

A Rodrigo Font Román (1897-1918)

Se llamó Rodrigo Font y Román y continuará llamándose así en las páginas de la historia escrita con la sangre derramada en los campos de la vieja Europa... Obediciendo a los dictados de su conciencia y satisfaciendo anhelos de su alma, salió de sus nativas montañas, bravo muchacho, el joven arrogante, llevando en su mente un mundo de ilusiones y en su pecho el hervor de su juvenil fogosidad, de su valentía y de su exaltación libertaria... En la línea de fuego ocup Rodriguito su sitio de honor y peligro. El peleó con arrojo en varias acciones, saliendo unas veces ileso y otras, herido, pero llegó un momento supremo en el que habían que arrostrarse todos los peligros: Andrés Méndez Liciaga, Nuestro héroe, 1924

Cuando Sinforoso Vélez Arocho fue seleccionado como el primer recluta puertorriqueño del Ejército estadounidense que participaría en la Guerra de 1914, como la mencionaría Blanco Aurelio, éste ya era uno que discutía el tema. El quería ser un héroe. Anticipaba su ingreso y la victoria de Nuestra Nación en esa guerra de rivalidad entre potencias.

Su padre recibió una medalla de servicios en Cuba y se fue con la intervención del 1900 y, al final, como él mismo decía, el ejército intervencionista que lo reclutara le dio una patada por el trasero. «Fueron diez años sin ver a mi familia» y haciendo lo que él sabía hacer, que nunca fue matar. Pero el hijo, Blanco Aurelio, se exhibió como voluntarioso. Es lo que dijo su suegra para consolar a la hija, su esposa, cuando se fue a la guerra, como un mambrú de aldea. Por no seguir consejos ni de su mismo padre, dejó a mujer e hijos y partió a los campos de batalla con el grupo de pepinianos que encabezó Sinforoso. Fue a finales de 1918.

Los héroes son tercos. Pasan muchos trabajos y sufrimientos que la terquedad les ocasiona. Cuando su padre [Blanco Ortiz Vélez del Río], regresó a Pepino de su servicio en Cuba, no tuvo ningún recibimiento. Vino sin deseos de ver a nadie, excepto a su mujer y su único hijo, que se casó con Laura Alicea Prat, tal como le había dicho.

Blanco, hijo, hic est, el terco chiquito, se atrevió en previa ocasión ir a buscarlo en La Habana. Un abogado de Nebraska, Charles E. Magoon, fue designado Gobernor de la Isla de Cuba en ese entonces, bajo los auspicios de la Constitución, con autoridad absoluta y el respaldo de la Armada estadounidense. Aunque Magoon dijo que su afán no era colonizar a Cuba, otra cosa pensaba Blanco, padre, y la mayoría de los cubanos.

Entre 1900 y 1902, ya Ortiz Vélez del Río había aprendido mucho. En realidad, quería salir de Cuba, volver a Pepino y no lo dejaban. Lo metieron en camisa de once varas con el cuento de su recomendación de hombre adecuado, guía y consejero puertorriqueño de su reclutador, al servicio del Comandante Brodie. Este había dicho: «Los cubanos son completamente irresponsables, casi salvajes, y no tienen la más mínima idea de lo que es el buen gobierno». Blanco no estuvo de acuerdo. Cubano en el diccionario del encono colonial del anglófilo significaba: negro. Estaban ofendiendo a sus ancestros. Blanco, padre, si sentía orgulloso de su padre cubano.

Abundándole sobre ésto, el reclutador, un Teniente del Capitán Brackford, le dijo: «Es por ésto que permanecemos en Cuba: los enseñaremos a ser gente y amistosos; allá, hay muchos chinos mambises que aún hoy se pasan quemando. A la hora de crear instituciones, no confiamos en nadie, porque el odio político es tan grande que, como mensajeros de paz, no podemos realizar nuestro trabajo».

Lugo Viñas tradujo cuando estuvo Blanco y su hijo en Puerto Rico. «Dijo el muchacho, this young man, que él no es hombre de armas, sólo un campesino que no sabe sobre cosas de Estado». Esto mismo se lo espetaba a sí mismo el Terco Chiquto. Sólo que él si soñaba con espadas y carabinas. Es cosa de soñador utópico o de verse engañado, sí, tiene que serlo, que un militar extranjero y de rango, lo estremezca con elogios: «En última instancia, me lo llevo por amigo y por sincero. No todo el mundo, en este pueblo, donde hay partidas de asesinos e incendiarios, cabalga tan tranquilo, sea de noche o de día, y nos trae alimentos. Usted es valiente, don Blanco».

Tal como ha sido su experiencia y lo dijo delante de su hijo, el terco chiquito, el caso de Cuba son otras 40 / pesetas. La élite ibero-europea fue tan racista en Cuba, como lo era Pedro Ortiz Carire, el abuelo. Esto lleva al hueso de sus penas. Meditó, en cuanto a doña Eulalia, con nostalgia. El padre de ella, Prat el catalán, prefirió abandonarla y dejarla en estos montes de Pepino, porque sabía que anduvo enamorizcada del mulato Guillo el Jabato y tenía ideas extrañas sobre el dominio de España en el Caribe y en la isla. Una vez en Cuba, dijeron a su padre que la Enmienda Platt fue suscrita en la primera constitución cubana, desde el 1903. «Puede que de Cuba no nos vayamos nunca, si el cubano no aprende a gobernarse». Le hablaron de que sanearían la sociedad y que van a explicarle un proyecto de la antropología criminal en que trabajaría con los Comandantes Brodie y expertos de la Escuela Positivista Italiana de Cesare Lombroso. Recomendaron: Olvídate de si tu padre o tu abuela eran cubanos; vamos a fabricar en Cuba un Hombre Nuevo, una Cultura Nueva. Esto es: Nuevo Gobierno, Nuevo Servicio, Nuevas Lealtades.

A los militares de los Estados Unidos, ni antes ni después de rendir a los españoles que dominaban a Cuba, les agradó la enorme presencia de negros en el movimiento de independencia cubana. Dijeron que Maceo es como el tal Juancho Bascarán que sus tropas buscaron en la antillita borincana. Y, aún más, es como Cabán Rosa. Gente polarizante. Que pone al pobre contra el rico y al negro contra el blanco. Y don Blanco, el jibarito cidraleño, era distinto. No tiene miedo a nadie y, lo mejor, ya que carece de la cultura política para discernir todo lo que Lugo Viñas tradujo, en particular, la idea de que un patriota como Maceo es inconveniente, él sería reprogramable. La idea sería, dicha en cristiano: «Tú eres el jíbaro bueno. Dúctil. Hospitalario. Lo que queremos en Cuba, mas hallado en Puerto Rico, para sustituir a mambises como el Maceo cubano, es un modelo, un hombre como tú».

El Ejército invasor concluyó que Maceo representaba el peligro de una segunda revolución haitiana o una guerra de razas en Cuba. «Hasta donde yo entiendo la inmediata abolición de la esclavitud es asunto indispensable. Es lo único bueno que hizo España por Puerto Rico hace poco más de 25 años». Más tratándose de Cuba, pese a que dijera ésto, añadió: «De Cuba no sé, de Haití menos». Con ésto, dejó a los yankees tranquilos.

2.

Cuando Rodrigo Font Román, hijo de la rica familia de los Font Medina y los Romanes, llegó a Pepino a lucir sus galas de capitán del Ejército y su entrenamiento completado en el ROTC de la Universidad de Puerto Rico, Blanco Aurelio sintió más enojo que envidia. Había enterrado ya a su padre en 1915. Y Rodrigo se desespaseaba por el pueblo ese domingo en que él cabalgó desde Cidral, frustrado por muchos sueños truncos. Blanco, terco chiquito, como su padre lo llamara, se encontró, tristeando, en tránsito por el miserable pueblo, sin acueductos todavía. Las calles apisonadas con piedras. Si lloviera, los caminos serían charcas de excrementos. Verduzcas cagarrutas de vaca.

La Central cañera es la principal fuente de trabajo. Es sabroso el olor del bagazo. Todavía el farolero. Larrache en sus faenas. Santiago Luciano, el carretero; Juan Román, el panadero, quien llenara de olor a pan la Calle Miraflores; allá, la pobre Rafaela González, lavandera de la Calle Esperanza. Cercana está la casa del herrero. Félix Méndez, venezolano, casado con doña Sebastiana. Acullá, Blanco Aurelio vio la Oficina del Telégrafo Insular, detectó a Juana López Lugo, esposa de Alejandro Castro. Ella hacía sus milagros en clave, como si fuera una espírita que formara sus palabras con lo etéreo. En la Calle Aguadilla, vio la Herrería de Pesante.

Más adelante, a Rodrigo Font. El sí que es afortunado. Con poco menos que la edad de su padre, lo mandaron a estudiar a Río Piedras. Seguramente, cuando vaya a la guerra, será de los que manden. «¡Míralo! Se alaba con su porte. Viste su uniforme de galas. Se ve tan elegante. Las hijas de Luis Cardona, el tabaquero, esposo de Carmen Sosa, se derriten. «¡Miren al niño Rodrigo, tan guapote!» y les salen al encuentro porque va vestido de príncipe del trópico, aunque ahora bajo el Nuevo Imperio americano.

«¿Quién pudiera ir al barbero?» Que le pongan lociones y memjunjes lubricantes en la cara. El, sobre su caballo blanco, siendo joven, se siente tan viejo y demacrado. Quisiera bajar de su caballo y pagar por una afeitada de Bienvenido Sosa Hernández. Para oler como Rodrigo, no a tierra húmeda de las honduras de Mirabales. A la distancia, ya que sigue en su pausada cabalgada, observó el Almacén de Andres Emilio Cabrero, donde vendia frutas del pais. A don Andrés, los Vélez del Río vendieron de sus aguacatales y las mejores naranjas de su finca, grandes y hermosas.

Ahora tiene a Rodrigo Font tan cerca de los ojos. Hinca los ijares y observa a la señora Dolores Hernández González, hoy esposa de Cabrero y madre de Pilar y Josefa. Son tan lindas y elegantes. A ricos, con la estirpe de Font, los saludan de ese modo. A él, como si no existiera, como si no fuese un Ortiz, gallego y bien viajado como Urrutia Carire, Ortiz Franca y Ortiz Carire, su abuelo, los hubiesen saludado igual, en sus mejores tiempos. Son gente de la ya he empobrecido. Valen nada. Ahora ya hasta se han ido de este pueblo, miserable y presuntuoso.

Blanco Aurelio experimenta una pesadumbre muy intensa. Ya se resienten las miserias de estos tiempos. Ningún Vélez Prat se habría enterrado con tan pobres pompas, como él hizo con su padre. No había dinero. Sencillamente éso. El cajón de su féretro se hizo de maderas por don Aguedo, el Padre de los Pobres. Se compró en La Cuna de La Muerte, con una oración incluída del Templo Luz Divina. No es justa esta miseria. Ni para él ni para su padre, enterrado en la sombra, como si quien muriera fuera un delincuente.

No. No. Quien murió a su juicio fue el primer patriota que dio el Pueblo del Pepino. Primer patriota del régimen despectivamente descrito: Régimen Yankee. Cuando Blanco Aurelio fue a verle, en 1906, tenía hasta su oficina en La Habana. Leyó el cartelito: Mr. Ortiz, Special Projects. Despachaba papeles; él hacía las entregas de mensajería y en persona, a caballo o a pie, iba de campamento en campameno. Fue el ayudante personal, o mandadero del Comandante Brodie, y Blanco recibió al hijo, después de muchos malabares burocráticos. Terco Chiquito no fue tan listo y no sólo ante el padre se dejaba entrever.

«Véte a Pepino con estas noticias que te doy. Los negros no quieren a los presidentes ni tampoco los gringos que aquí se quedaron para cuidar a Cuba. Mira a ver qué aprendes de eso».

Y fue así que su padre se quedó en Cuba hasta los años de la Guerrita de 1912 en la Era de Roosevelt. Blanco Aurelio regresó a cumplir una promesa de casarse con Laura, hija de Dolores Prat y un Alicea prieto y cuando pudo cumplir con su promesa, escribió a su padre. A principios de 1912, en vez de escribir, regresó con el mensaje: «¿Por qué no le dices al gringo que me ofrezcan trabajo? Quiero trabajar para las bases».

Algunos preguntaron por el señor que en El Tendal repartía enlatados de salmón y banderines multifranjeados con la insignia yankee. Sí, su padre. El que se fue a Cuba. Manuel González Cubero todavía recordaba lo que Blanco, el Terco Grande, dijo a él siendo chiquillo y fueron muchas veces: «Me voy como si fuera un hijo abandonado, como aquí hay tantos».

Corrió el tiempo y lo preguntaron a Blanco Aurelio: «¿Qué pasó? ¿Víste a tu padre en Cuba y vio él al suyo [a Pedro Ortiz, alias el Gallego] , siendo que lo buscaba?»

Blanco Aurelio dijo: «¿Quién eres tú pa' preguntar eso? ¿Son insolencias? No tengo que darte explicaciones».

González Cubero reflexionó que los Ortiz, por ser tan blancos y gallegos, tenían que ser parejeros. Blanco Aurelio lo puso en su lugar porque, después de todo, González es un mulato preguntón. Tiene el pelo malo. Es un negro feo y quiere actuar como blanco. Es un negro inculto de la monada que se soltó. Con la respuesta quedó de una pieza y sorprendido. González juró que ya nunca volvería a preguntar por los Ortiz Vélez del Río. Es más. Ya no habrá para él la idea de que, por ser gente blanca y caritativa, puede alguno, viéndose como hijo abandonado, que se hagan pitiyankes, como la negrada de Pepino, casi en plenitud identificada con el socialismo de Cheo Padró Quiles, Santiago Iglesias y Jorge Celso Barbosa. «Buscamos una autoridad con cierto paternalismo. Nos gusta, como nos habla, la Proclama: Hijitos, venimos a protegerlos, a instruirlos».

Ahora bien, si lo que rumoraron en secreto en el Pueblo es cierto, Blanco Aurelio no es como su padre. González Cubero quiso expresar gratitud «y mire usted» con lo que saliera el albayalde. No van a decir a Don Andrés (Méndez Liciaga) lo que hizo para que lo publique en El Regional ni dirá que, a pocos años de la parejería del hijo, Blanco, padre, llegó, silenciosamente, tal como se fue. Diez años plazo el cidraleño regresó, el mismo que, con sus ventas en El Tendal, desafió al alcalde Rodríguez Cabrero y a Juan Tomás Cabán, el alzado de los comevacas del '98.

«No tengo por qué darte explicaciones», frase que, dicha así por Blanco Aurelio, ofendió a los artesanos y obreros que organizarían a Los Amantes del Progreso. Eso fue en 1906 y, aún arde. Duele.

«No me trate así. Voy a hacele saber a Padró Quiles que usted se siente crecido». Lo dijeron nomás por asustarlo. No para que nadie le queme.

Si hubiese sido con un gringo con quien hablara, de seguro sería, como su padre, tan humilde como el recadero. Lo mismo que, si hubiese sido con Oronoz Perochena con quien habla, Blanco Aurelio no diría ese «Tú» entrometido. Espetaría su Usted, lleno de pleitesía. Bajaría la cabeza. Hoy ya sabemos que, en su casa, su padre lo devalúa cuando lo llama Terco Chiquito.

«No me trate usted así. Sólo le digo que su padre era mi héroe. Sólo pregunté si llegó o si no vino. El me daba enlatados de salmoncillos y galleticas y el primer banderín que tuve de los Estados Unidos».

3.

Cuando Blanco Aurelio nació se hablaba todavía sobre la Depresión de 1893 y que la misma Norteamérica sufría el agudo déficit de la balanza de comercio. «Mi padre sí sabía más de ésto; yo no sé», reconocía el hijo. «A mí no me enseñó a leer Doña Eulalia y puede que a Doña Dolores no le cayera tan bien como mi padre. A Doña Lola yo le recordé a Pedro Ortiz, mi abuelo, a los Carire». Estaba casado con una hija de Doña Dolores / Lolita / y, en los mismos días que le dio una primogénita de cepa Prat y Vélez, se fue por una mujer de los González. Hizo un hijo fuera de la casa. Deshonró a Laura y a su madre. Y por eso también estuvo triste Blanco Ortiz Vélez del Río.

«Hijo mío, eso de burlarte de Laurita no te hizo más hombre y eso de irte a la Guerra del '14, no hay mérito, Mira que te lo digo a tí únicamente. No porque sea un unionista de los que odia a los Estados Unidos. Deja que otros imperios se coman su pan con su mierda. Ese enfrentamiento entre Austria-Hungría y Serbia, al que se une la Rusia no traerá nada bueno». Blanco Aurelio recuerda que, cuando su padre dijo ésto, fue en agosto. Rusia se consideraba la protectora de los países eslavos. Austria-Hungría quería consolidar una posición de dominio en los Balcanes y por eso declaró la Guerra a Rusia. Estas cosas la aprendió su padre, después de dar diez años de servicio al Ejército. No que él aprendiera de muchos libros, apenas miraba los periódicos. Oía consejos, aprendía del que sabe. Pero él era listo. «Blanco, muchacho terco, tú sólo sabes de ñames y yautías». Y estuvo el terco chiquito, en resentimiento callado, porque así lo devaluaba su padre. Era la sombra del suyo. De aquel Pedro español, gallego majadero.

«Pero tú, Blanco Aurelio, me matas cuando quieres ser militar. Llenarte pecho de medallas y el hombro de galones; mira que deseas ser un serafín para el gringo». Entonces, agarró una medalla de servicios que le dieron en Cuba y la tiró entre espesuras del monte, después que él hijo la miró con fascinación».

«Esto no vale nada», dijo el padre. Al parecer, estuvo bajando los humos a su hijo.

Su pensamiento estaba en Cuba cuando tiró la medalla de servicios. Como primera reacción, los ojos de Blanco Aurelio volaron hacia la dirección a donde pudo haber caído, después corrió irrefrenablemente a dar rescate aquel recuerdo que su padre tiró cuán lejos pudo, «porque es una mierda».

«Ven acá, cabeciduro», le gritó el padre. Su mente estaba en Cuba, sin embargo, no viéndolo cómo corría monte abajo por salvar aquel recuerdo en forma de medalla. En 1912, las élites cubanas, dizque libertadoras, dizque martianas y maceístas, recurrieron a aguijonear y provocar a las masas de origen africano para que acudieran a la violencia. Después, pudieron justificar su uso excesivo de fuerza militar y la masacre de más de 6,000 miembros del Partido Independiente de Color.

«Tú no sabes lo que es la guerra, pila de mierda».

4.

Ya para finales del año 1918 empezaron a llegar los militares pepinianos del Tributo de Sangre. Fue poco después del Terremoto que partió la Iglesia Católica en dos cantos y que, además, dañó la Alcaldía de Rivera Negrony y la Escuela Whittier de primeros grados en el Pueblo de Pepino. De la poca soldadesca que llegó triunfante, aunque muy tristes tras el Armisticio y el pavor del pueblo por otra sismo potencial como aquel, uno fue Sinforoso Vélez Arocho, entrenado en el Campamento Las Casas y otro Blanco Aurelio Ortiz, quien desde Santurce, saldría hacia el Frente Europeo. Este se excusó con la familia. La Ley de Marzo de 1917 hizo el Servicio Militar Obligatorio. Se salió con la suya después de todo.

El quería irse. Y, con Sinforoso, de Salto, ante Joaquín Oronoz Rodón, presidente de la Junta Local del Servicio Militar Obligatorio, se personó. «No me obliga nadie. Vengo al enlistamiento», dijo. Allí estaban ya los que serían oficiales: Un Cardé-Peruyero, Delfín Bernal, el futuro Teniente Getulio Echeandía, el Licenciado Cheo Rivera Morales, uno que otro.

Tendría la excusa ideal si su padre viviera. El sólo se engaña si creyera que no va. Lo han reclutado. Si su padre hubiese sabido que esa ley sería aprobada, no lo permite. Se rebelaría. Le insiste en que no vaya. Hablaría con los generales que conociera en Cuba. Hubiera dicho a su hijo: «Niégate. Eso de ser héroe es vanidad y la vanidad huele a ratón podrido», le dijo. A muerte.

De quienes también llegaron, en silla de ruedas, supo de Juanito Ponce. Fueron unos cuantos más, o más bien, entre los tullidos. Calcularon que no fueron muy pocos los pepinianos en el reclutamiento. Y Sinforoso Vélez Arocho fue el primero en todo Puerto Rico. «Hizo historia para gloria de Pepino». En la Junta Militar de Pepino, en la que estaban Oronoz y Cebollero, se dijo. «El Army no quiere leña». Y, a fin de cuenta, Ortiz Vélez se contó entre el cupo de unos 148 pepinianos que se fueron a enfrentarse con la muerte, lejos de su lar nativo.

No hubo, por supuesto, quien a Blanco Aurelio diera su bienvenida heroica. Fue la misma situación que cuando Ortiz Vélez de Río decidió su regreso de Cuba. Prácticamente, que ignorasen a su padre, lo entiende. El desertó. Jodió y jodió hasta que le dieron el licenciamiento, sin un peso de agradecimiento. Dijo que a matar no fue. No era tal trato. El fue empleado civil con el ejército. Eso era todo. Un serviceman al que confiaron tareas especiales, porque dijeron: «Es un hombre de campo. Que entiende la conducta de otra gente al verla. Un hombre de confianza. Buen jinete. Honrado y práctico. Un hombre bueno».

Aún así, no lo aclamó nadie, aunque dijo que en la Provincia de Oriente (Cuba), a donde fue enviado en los años de Magoon, él conoció a ex-esclavos africanos y los vio, organizándose para formar su partido. No dijo: Son criminales. El no lo dijo y eran lo que querían que afirmara. Eso debió ser importante que se sepa: «Eso, pensé yo, que es bueno que el ex-mambí participe. Organice su partido y que hacerlo no los hace criminales, sólo porque son negros». Conoció al cimarrón de Las Villas, Esteban Montejo, y a revolucionarios descontentos con el blanco, herederos de los elitismos. Estrada Palma, el primer presidente en teoría, mejor quiso que la República fuese para los gringos. La independencia se hipotecó en 1902 con el General Wood y la ocupación a la que Blanco Ortiz dio servicios, de 1900 al 1902. «Aquella maldita Enmienda Platt dividió la República» y él fue suficientemente honesto: «Creo en la Cuba Libre, porque en Pepino lo quiso el boticario Forest; aquí parece que el que peleara, no ha peleado por lo mismo».

Los Ortices saben lo que Cuba ha sufrido. Pamela Ortiz dio recados de Nepomuceno Ortiz para Prat sobre los estallidos revolucionarios, más graves que el de 1850 y 1851, cuando Narciso López entró por el pueblito portuario de Cárdenas y se materializó la amenaza de la anexión. Y ya que hablarse sobre tales cosas es diálogo de sordos, no lo quiso de tal modo Blanco Ortiz Vélez del Río y lo dijo cuando tal cosa oyó. Entonces respondió: «Eso ha de ser terrible; me espanto». No se metía en su concha como otros en la familia, como su hijo quien había que tratar con cautela por ser un pájaro de cuenta, demasiado avergonzado por nacer empobrecido, no ya de aquellos Prat originarios. Blanco Aurelio, pobrecito, colocó su ambición en el acto heroico, o en guillarse en fuga hacia una guerra necia, conspirada en acorde a causas imperiales, no del pueblo.. Burda persona de piñón fijo; terco quien no aprende de la experiencia ajena ni tiene algún sentido de la historia. «Para la milicia eres tonto, hijo. No da ninguna importancia a un hombre cargar una carabina al hombro».

En los años sucesivos, desde oficinillas de militares yankees, Ortiz Vélez del Río evaluó el proceso: «Según lo veo, la república aquí en Cuba será para los yankees y para colonos blancos; se la quitaron ya a los negros». Su mente se remontaba desde Cuba a la negrada de los Juarbe, a los Alers, a los Galarza, a los Font, a los Alberty. En 1912, las matanzas en Cuba que se hicieron contra la gente de Massó y Evaristo Estenoz, y ya no las quiso ver, hizo que se pusiera más que politizado odioso. «Estar en Pepino sería mucho más bueno». Si en algo batalló, como nunca, fue para que le dieran el permiso de largarse, no pensiones ni sueldos ni medallas.

En vano fue que Ortiz Vélez del Río lo explicara a su hijo: «Cuba está peor que Puerto Rico, rumbo a la dictadura y el vicio». Por Cuba se moría de pena, antes de morirse de una buena vez, con unas ganas de escribir al General Samuel Young a su despacho de Washington y decirle: No quiero estar aquí un segundo más. Ordene usted mi regreso a San Sebastián, mi Pepino.

Una misa se ofició por Rodrigo. Es un cadáver [de 22 años de edad], acomodado en su féretro de lujo. La madera es de cuajaní más fuerte que el cedro. Lo cubre una bandera y una insignia de la Tercera División del General Bradley y el Noveno Batallón de Artillería («Machine Guns»). En la batalla de Chateau Thierry, librada cerca del río Marne, en Remis (Francia) el 15 de junio de 1918, Rodriguito encontró la muerte. Se reunieron los Font Medina para enterrarlo. Agustín Font, recién graduado de abogado y casado con Rosa María, fue a decir su adiós eterno. Habló por la familia y por la presencia de las chupacirios, que mantienen la iglesia vibrante pese a que un temblor pretendió que la haría ciscos.

Los Alcaldes Rivera Negrony y Rabell Cabrero se abrazaron con la familia en luto. Cabrero está triste porque en Nueva York también murió El Caballero de la Raza, el poeta aguadillano De Diego. Pero se está frente a la Iglesia y, cuando su reconstrucción se termine, van a colocar un Gallo porque, como dijeron los poetas desde Gautier Benítez a De Diego, «el gallo aleja los demonios malvados». Y los planes son: toda una enserta de Te Deum.

Al parecer, el atrio de la Iglesia se llenó de juventud, adolescentes de la cepa Font-Echeandía, hijos seguramente de Evarista Echeandía Vélez. Identificó a Emilio, Hipólito, Evaristo y Concha. Por allá, con los viejos cincuentones Teresita Medina y su esposo Cheo Aldea, de Bahomamey. Por un rincón, se asomó Agustín Font, el tabaquero de la Calle Hostos. Y los que más le lloran los Romanes: Cruz y Julia Román Soto, Angel Román Rivera y los Román Román. Y esperan a Getulio con su grado de Primer Teniente y un discurso que Oronoz Rodón tiene, con los mejor de una épica elegíaca. No murió el terco chiquito; quien murió fue un FONT en mayúsculas de gracia y heroísmo.

No que se invitara a Blanco Aurelio. Se personó por su cuenta. Se asomó como si fuera una tímida rata. Es que supo que el Gobernador Arthur Yaguer fue citado en la prensa. Mandó unas condolescencias. «Quien ha muerto es un capitán». No es cualquier fulano. Hasta la niñita, Diana Yaguer, la de la mano santa, dijo el nombre, no el de Sinforoso, jíbaro de Saltos; no. Un Font, como decir un Teddy Roosevelt.

«¿Y yo? ¿Quién o qué soy?», pregunta el terco chiquito. Incapaz de un dulce condumio de heroísmo. Carne de cañón es lo que es. «Dígase bendito porque ha sobrevivido», le dijo su madre viejita. «No se lamente usted tanto, mijito». El mismo se forja su imagen de perrengue. Se encoleriza a solas, fomenta su inmediato pesimismo. Cree que a él siempre le dan morcilla y lo desprecian. Que no gafa en el mundo. Que no es suerte que ha tenido quedar vivo, pues bien que regresó, pero sin una perra en el bolsillo. No trajo otro botín que los recuerdos. Cadáveres. Ruinas. Estallidos. Peores olores a quemado y lloriqueos que las que percibiera su padre cuando los comevacas y tiznaos quemaron el Pueblo y las haciendas. En la guerra que Blanco Aurelio viera oyó cómo gimen los varones de güevos y le tiemblan las piernas aún a los bravucones.

El padre que le dijo: «Las guerras y las medallas no son nada», murió tres años antes de que Blanco Aurelio se lanzara a la cresomanía. Quería ser héroe y tener uniforme como el de Rodrigo Font. Y ahora, seguro que si lo viera, ya no lo envidiaría tanto. Está tan impotente ante la gloria. Su vida se fue en un periquete. Su comisión de capitán es el fantasma que mudarán a Arlington, después del novenario y unas misas y unas mediaciones. Y unos discursos de Oronoz Rodón, Salvador Gayá y el Alcalde.

Blanco Aurelio fue a espiar ese sepelio. En vida, nunca se cruzaron palabras. Ni se saludaron. Si se vieron, en suficientes veces, no fue para saberse compueblanos. Uno es rústico, campesino, otro urbano, desinhibido, vivaracho y sofisticado. Rodrigo fue blanquito. Un niño bien del Pueblo. Adinerado. De los que hablan inglés desde primaria, o de quienes viajan para un lado y para el otro. Un niño sin complejos, seguro de sí mismo; quizás, como Blanco, padre, en su carácter. Listo y desenvuelto. Sólo que uno, como Rodrigo, no ha trabajado igual, ya que lo tuvo todo. Como tal no conoció ni hambre ni cansancio. Blanco, padre, sí rompió los lomos. Era más que un capitán en sus adentros.

Por el contrario, Blanco Aurelio no tiene esa esencia de los Vélez del Río y Prat. La escasez lo tiene asustado. Del hilo de miseria no ha cortado la hebra y cree que el que vino de Cuba, aún su propio padre, lo humillará por eso. «En diez años, carajo, no has logrado nada por tí mismo». Como grupo familiar, ya no salen a comprar ni mucho menos de pingos. «No sacaste a pasear a doña Lola; hija Prat y Prat, la catalana». ¡Qué vergüenza! Eso sí: Blanco Aurelio vestirá de blanco, inmaculamente bien lavado y almidonada la camisa. Brillosos los botines y levantado el cuello sobre el bruto caballo. Su mejor es la heroína, que le lava, le plancha, lo mantiene bonito, aunque él se sienta miserable por dentro.

Es bueno que sepa el pueblo, aunque sea por verlo, que él vistió el uniforme de militar americano. Que cuando se fue, como otros, se le dieron despedidas. La Cruz Roja les entregaba obsequios, algún detalle. Los oradores los llamaban patriotas. Ahora que vino, nada. No hay agasajo público, sólo el semiluto de alma que su padre presagiara años antes, cuando le dijo: «No vayas»..

Irse a la aventura, a revienta cinchas, así hizo su padre y él, no trajo atención para sus personas. Tal vez fue falta de kairós, de momento oportuno. Aquí están de regreso. Y a encerrarse en el campo, en la espesura, sin luz electrificada. A vivir de una luz de quinqué, medio soñando. A partir de este momento, Terco chiquito reanudará una vida de peón en el campo. Su padre ha muerto.

Viendo este sepelio de Rodrigo, entenderá algún día lo que su padre dijera acerca de la guerra: «Obedecer al que dice mata, eso es la guerra. ¿Heroísmo? Esas son otras 40. Héroe es quien descarga la consciencia, enseña el cobre y aprende».

23-02-2002 /

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Friday, September 26, 2008

El patriota americano


... flor de otros días, quimeras ilusorias
de poco arraigo, que los vendavales
que de tiempo en tiempo,
azotan a las almas,
trastocan ilusiones en verdades;
no siempre está de frente el arcoiris:
Francisco Alberty Orona (poeta pepiniano), Añoranzas


A Blanco Ortiz Vélez del Río

En los días de la Guerra de 1898 y de las quemas y robos por los tiznaos, Blanco Ortiz Vélez del Río, vecino de Cidral, surtía a los oficiales del ejército invasor. Un grupo de milicianos yankees tomó unas habitaciones en el Hotel Juliá, y Manuel González Cubero dijo que don Blanco los proveyó con frutos de su finca. Vio, siendo niño, que ese señor anduvo con el tropel extranjero y recordó a un tal Lugo Viñas, el intérprete. El niño González, por excepción, a Blanco lo recuerda cariñosamente, rememorándolo, como héroe. «Me dio miedo que se dijera que iban de matarlo».

Estos hombres altos, caras pálidas, sudosos en el trópico, es decir, los invasores yankees, le parecieron buenos. «Así uno piensa cuando es niño. Todo el mundo es bueno». Y Blanco Ortiz, como su nombre, parecía uno más del tropel. Lo supuso hasta un gringo del batallón que había aprendido el español. O que Blanco, si fuera gringo, imitaba a la perfección el vestir, el gusto y el comportamento campesino.

Cuando González Cubero creció se fue desengañando. Blanco Ortiz Vélez del Río era un jíbaro del culo de Pepino, esto es, el casi despoblado Mirabales y, quizás del sector menos apestoso, el barrio Cidral de Echeandía Medina, donde éste tenía otro pedazo de finca, sembrada de frutas y cafetos. González apenas lo conocía, pero se fascinó con la imagen de Blanco, rodeado de las tropas del Capitán Bradford. Para quienes, con una o dos mulas cargadas, traía sendos sacos de mangos, aguacates, naranjas y, en ocasiones, tubérculos. Blanco se atrevía a vender o conseguir lo que los gringos desearan de alimento, o cosas que necesitaran, y el Alcalde español, antes de su renuncia pública, lo había prohibido. '
Que con los yankees no se hicieran negocios importunos. El líder guerrillero Cabán Rosa lo conminó, por otro lado. Una noche lo paró y le dijo. Si volvía a vender a los invasores, seguro su nombre [Blanco Ortiz] sonará en una décima. «Van a matarlo; yo mismo hago su componte o lo ordeno».

«Vendo porque debo comer y no soy de los que roban. Ahora ellos, en El Tendal o en el hotelillo, son mi clientela», respondió Ortiz.

«Puede que haya que mandar a quemarte pa' que entiendas. Son invasores de tu país, ¿ entiendes?»

«El país ni me compra ni me presta. No me da de comer y yo tengos mi familia que necesita el dinero que me saco».

A Blanco Ortiz se le asignaban sus tareas en el campamento. González lo vi que repartía unas latitas de salmón entre los vecinos que llegaban a El Tendal. Distribuyó el día que tomaron oficialmente el edificio municiapal un banderín multifranjeado, la insignia de los yankees y se justificó ante vecinos pobres y curiosos de que hiciera ésto. «No me gusta dar banderas para que no se malinterprete por qué lo hago». Quizás dar víveres del arsenal americano lo ofendía de otrro modo. No había necesidad de mendigar cuando no había guerras ni quemas en el campo.
¿Unas latitas de salmón? ¿Jaleas de maní? Y él, que doblaba el lomo sacando yuca, ñame, malangos de la rica tierra. Alimentos que de cualquier peninsular, moquiento y jincho, forjaban el equivalente de un negro musculoso y nutrido. «Comer lo que las manos siembran y se producir con sacrificio, eñangotado al borde de los riscos, picota en mano, así me sabe sabroso».

«Vengan y miren este alimento bueno: plátanos, vianda del campo», gritaba a los soldados. Ese día hubo novedad. Sintió el desinterés repentino por su persona.

«No andes con gringos que te van a matar en el camino», le dijeron por cariño, instándole a que no descargara su vianda. Acusaban a los invasores de disparar contra un niño por el área de El Tendal. González Cubero mismo reaccionó con miedo. «Pídele al capitán un rifle, un máuser», le dijo otro vecino. Caso omiso al consejo, aunque cierta desazón empezó con la mala propaganda. Circularon rumores de que los invasores eran asesinos. Y él averiguó la verdad y la comunicó al pueblo. Un balazo accidental, durante la limpieza de un rifle, mató al chiquillo. Fue un estúpido descuido del soldado inexperto. Blanco Ortiz se comunicó con los oficiales del ejército: Pa' que no suceda de nuevo, pa' que no haya represalias, pa' que sirva de control, cerquen el área del campamento; no permitan que pasen intrusos, menos cuando son tan chicos e inquietos. Como Manuel González, por ejemplo, que por todo pregunta y todo lo toca y quita de donde está.

En las noches, por ingerir en exceso el alcohol de alambiques locales, El Tendal se volvía muy ruidoso. Mucha de la tropelía aullaba como lobos en celo. Unos pocos soldados salían del campamento a buscar la compañía de putarras. Compañía, decían ellos. Total eran rough riders, no ciertamente soldados. Blanco Ortiz sabía que las fornicaciones son más asesinas que la guerra misma y, a señales dijo a los capitanes: «Que no se atrevan a tocar a mujer, ni del campo ni el pueblo; porque, válgame Dios, la gente que creen ustedes tan buena, tan sumisa, es capaz de matarlos a pedradas y de quemarlos vivos».

Y, por decir las cosas como son, respetaban a Blanco, quien sabía las artes de la mímica de enojos. Decía más con la mirada que articulándose con palabras. La oficialidad de aquellas tropas, incluyendo a Lugo Viñas, admiró este consejo. Lugo lo puso en sus términos y al otro día informí a Blanco: «Dicen que usted es necesario en Cuba, donde la anarquía es mayor y no acaba. Que usted sirve para todo. Como estratega y consejero. Que usted habla con los actos».

No es que Blanco Ortiz fuese obediente, irracionalmente dúctil, moralmente inconmovible. No que pretendiera saber en torno a muchas cosas, menos de las concernentes a la milicia. Es sólo un campesino y, sobre todo, hombre de principios. Es vecino afable y bueno. Valiente, según lo han observado, pues, ni a Cabán Rosa ni a Arocena tiene miedo. «Yo, contrario a los gallegos Ortiz Carire y Franca, lo pienso para cargar un arma de fuego; y por noble que es respetaré el machete y lo traigo conmigo».

Fue distinto a su padre. Que lo trató, como si hubiera nacido de una bestia. Un hombre de trabajo se formó, desde niñuelo, y sabía todo lo que es posible que se sepa por el quehacer de las manos. «La gente ociosa poco aprende que sirva para algo». El tallaba la corteza de los cocos y hacía pocillos. Fue cabestrero. Cargaba café y sabía de recogerlo y de su acabe. Cuidaba a los caballos. Curaba a sus animales como el mejor veterinario. Doña Eulalia lo enseñó a leer, a firmar su nombre muy claro, a ser legible en todo y hacer cuentas, aunque usara los dedos. «Físicamente fue como su padre, alto y bien fornido, labios finos, ojos de azul intenso, pelo castaño», lo describió Dolores Prat de Mirabales. «Moralmente, más grande», decía Dolores.

En Cuba, cuando se lo llevaron, la inmensa China se había comprometido a proteger su integridad territorial, esquina por esquina. Se hablaba sobre las «Puertas Abiertas» del comercio en el Asia y sobre la doctrina de John Hay para esa parte del mundo. Todavía en Cuba, se informó, que Blanco Ortiz seguía con sus ojos y oídos muy abiertos. Aprende, se adapta, crece intelectualmente.

«Mi padre es muy inteligente. Merecía una pensión del ejército», dijo su hijo, quien también fue militar en la Primera Guerra. Supo que, al regresar, que olvidaron y desmerecieron a su padre, lo mismo que a él, «esos yankees, esos yankees mentirosos, que sólo me usaron, como si fuera mercenario».

Casi todo el que llegó a los EE.UU., durante aquellos tiempos, fue judío o católico. Amtes de morir, Blanco Ortiz, el hijo de El Cubano, aprendió con satisfacción de Doña Eulalia y sus gustos políticos, una última lección. Que hace falta que se honre la idea de que todo puede ser nuevo y posible, siendo honestamente humano. Es posible la Nueva Sociedad, la Nueva Inmigración, el Nuevo Progreso, o bien, un Nuevo Pensamiento... A Norteamérica, o digamos, Nueva York, llegaron italianos, autrohúngaros, rusos y polacos. Y, Blanco Ortiz, sabe Dios cómo se hizo a entender que dijo: «Lo ünico que me falta por ver es a los chinos». Conste: La Polaca de Camuy, anduvo con un chino, de aquellos que quemaba, junto con Bascarán y guerrilleros de La Corcovada, lo que tenía la paja seca de los odios. Se olvidó que pudo haber visto un chino en esos días. Sólo que no se lo encontró de frente. Era un Boxer, newyorkino. Un nacionalista enojado por las Puertas Abiertas del chantaje y las guerras del opio.

Bastó con lo que Blanco Ortiz preanunciara cuando habla de sí como un jíbaro a quien Dios mostró todas las razas y nacionalidades: Tiene amigos italianos y corsos, lo mismo en Lares que en Pepino; algunos han trabajado como peones en su hacienda, o los conoció recién llegados con la ilusión de instalarse en los montes y sembrar como en su tierra. Los vio cómo son y dijo: «Inmigrantes que trabajan afanosamente sin las jactancias de mi padre». Informó que, entre su parentela, están los Luiggi y los Brignoni. Cabalgó por las Fincas de Bottari y conoció a La Polaca, quizás mitad rusa, «o qué se yo que diantres». Precisó que su nombre fue Lodze y Kirguis, no Luce La Gitana... No. Es casi inimaginable lo que Blanco Ortiz informó a la inteligencia militar que se hospedó en el hotelucho de don Juan Juliá. No que se pensara hacer daño a los extranjeros en Pepino. Simplemente, le dijeron: «Habláme de la gente buena de tu pueblo». Todos eran buenos, incluyendo a los hambrientos que se alzaron. «Yo sólo he conocido a los buenos. Aquí no hay gente mala, Capitán» y LugoViñas tradujo.

Entonces, lo mandaban a buscar, como si fuera un sabio. Siempre Lugo Viñas tendría que hacerse presente como intérprete. «Tú habla. Dí lo que piensas». Querían darse una idea de lo que supo aquel jíbaro que les mostró cómo se cortan las panas; cómo se guisan, se hierven y se comen los ñames y las malangas. Guisó unas habichuelas blancas, con trocitos de pana, y aquello fue como locura, cuando hizo pailas de arroz blanco. Se relamían los dedos. Del arroz se comían hasta el pegao, porque todo es delicioso con panas y bacalao. Los gringos, por su mano y sazón, probaron de una olla de arroz con gandules antes de la Navidad.

Después que pararon las quemas e hicieron unos recuentos para desalojar el Campamento del Tendal e irse del pueblo, se llevaron a Blanco Ortiz, sostén de los suyos y padre de un hijo, al que puso su nombre.

Pedro Echeandía Medina, vecino suyo, cuando se fue lo echó de menos. Blanco Ortiz fue quien les dijo a los yankees que le quemaron en Cidral. «No es gente de aquí», le dijo, porque los bandidos sociales vienen de La Corcovada, de Añasco y Camuy... Que éste fue otras más de las víctimas de un odio creciente: la polarización del pobre con el rico, agitada por políticos funestos. A él mismo lo hostigan. «Por servirles en buen plan, me llaman pitiyankee». Sin embargo, él se sentía un conservador revolucionario. Un hereje ortodoxo dentro de la sociedad cuajada en el régimen viejo, equívoco, no siempre justo, que España sostuvo. El vivió los años del Componte y testificó a los negros esclavos y sus lamentos.

En 1898, intercedió por Baldomero Brignoni cuando le asaltaron su tienda, «gente alboratada por Cachaco» y la razón fue «ser extranjero y tener su negocito. El es pobre y yo tengo más que él, de alguna manera. Soy fuerte porque tengo manos que siembran, manos que cortan fruto y me levanto al ordeño de mis cabras, en la madrugada; si no madrugo, sufro y me duele el alma».

Al aceptar la oferta de irse a Cuba, Blanco arguyó que no sentía ningún amor por España; ese imperio se acabó y tuvo su turno. Venga otro más justo. Su padre español lo abandonó. Quizás le agradeció que lo enseñara a trabajar más duramente que al esclavo. Se ha responsabilizado por ayudar a muchos, más en ese año de la guerra y el hambreamiento por los almacenistas y sus cobranzas. Avisó que lo que más le agradaría, si algo hay que saber, es si su padre ha muerto o está vivo. Precisamente, su padre regresó a Cuba, «de donde no debió haber salido». Decirle unas cuantas verdades a la cara, si es posible.


El quiere ver a Cuba Libre, como Rius Rivera y Forest, boticario que se fue de Pepino. En su casa, todavía vive doña Lola: quien habla sobre Cuba, tierra donde se fueron sus abuelos, tierra de promesas, según anunció Pamela Ortiz Franca, Pedro Ortiz, el fornicario, y don Nepo La Pasca. «Tierra de negros buenos que llaman cimarrones».

Una vez se nombró al primero de los alcaldes en la transición al régimen norteamericano, a Blanco se lo llevaron consigo. «A la Misión Cubana». Cumpliremos tu sueño. «Saber si vive todavía El Cubano». Y se referían al gallego sobre quien se había explayado. Se lo trajeron a la memoria con ésto de servir al nuevo régimen. Su padre llegó de Cuba al Pepino, con una media-hermana, e inició una vida fornicaria en los campos. «No era malo, pero tenía esa costumbre. Ser mujeriego». Donde ponía su mirada nacía un retollo. Un designado feto. Estuvo poblando por su cuenta los barrios. Pedro S. Ortiz Carire, nacido en La Coruña, en 1831, su padre.

Lugo Viña tradujo este vivísimo cuadro: «Con razón don Blanco es tan apuesto. Es hijo de un gallego». Y prosiguió el relato: Pedro el blanco es el opuesto complementario o la sombra Pedro Potro, negro y mandingo. Tradujo que se buscó un remedio con los dos. A Pedro el blanco le amarraron las ganas, a punta de pistola y lo casó Paché Vélez y Manuel Prat con Monserrate Vélez del Río.

Media hermana de Pedro fue Pamela Ortiz Franca, casada en agosto de 1852, en Pepino, con Casildo Vélez del Río (1808-1877). Uno de los hijos, quizás el primero, el más viejo de El Cubano fue sabido por el sonado estupro, cometido con Felícita de Lugo, de Altosano, y nació el 4 de mayo de 1851.

«A todos mis hermanos, sean bastardos o no, yo los prucuro. Los quiero. Les llevo viandas... yo no guardo rencores. Soy un revendón viandero... A Pedro, mi padre, lo confundían con Pedro el Negro, por la fama...porque, en cierto tiempo, competían por saber... ¿cuál es más deseado? el más fértil... Al parecer, mi padre tuvo 9 hijos, que son prácticamente la cepa de muchos de los Ortizes de Pozas, Mirabales y Guacio, y usted sabe Pedro negro, sabe Dios cuántos tiene, pero ninguno es bueno, o se ha criado. Lo dejaron solo».



2.

Blanco Aurelio, como si fuera una maldición echada a su familia, también se fue a Cuba a buscar a su padre Blanco Ortiz, así como éste dijo, soy hijo de El Cubano Ortiz Carire, su hijo fue a buscarlo. La diferencia fue que Blanco Ortiz buscaba a un padre bueno. Lo llamó el primer patriota americano. Negó que fuese anexionista, como él, pero: Quiero saber dónde la entierra. Dónde vive o trabaja. Lo extrañaban.

«No se hable más. Venga a Cuba, allá se están pelando por el poder de gobernar los blancos y los negros».

Blanco, padre, en la despedida con su Blanco Aurelio, habló como si fuese el Presidente McKinley. En sus discursos desde 1901, antes del magnicidio, discursó: «Que el Dominio Comercial del mundo, para que pueda cumplirse, necesita patriotas, no aves de paso». Esto fue suficiente aliciente para Blanco.

«Hija, me voy a Cuba por el progreso».

Una metáfora colonial tan poderosa, birds of passage, convenció a Ortiz Velez, hijo de El Cubano, y se sintió patriótico, ya que el País del Norte abría una senda en el Caribe y en Filipinas para forjar «territorios libres, con igual participación en la Unión Americana». De Cuba se haría primero una república progresista, a la que enviaría mucho hierro y acero de Pittsburg.

«Voy porque me dijeron eso».

También Barbosa y Santiago Iglesias lo creyeron. Discursaron sobre our increasing surplus como si la riqueza de Norteamérica ya estuviese en sus manos, con tan sólo pedirla. Si Cuba quería ser parte de la demanda de mercados extrajeros, Blanco Ortiz lo vería con sus ojos. En la tarea es importante la confianza / Truism / y le han dicho a un hombre sencilla: Tú eres la confianza; tú eres parte de eso.

«Debido a que eres servicial, buen jinete, amistoso, no temes a nadie, y te ganas a la gente, vamos a formar en tí al patriota americano».


Indice / El pueblo en sombras

( * } Este relato está basado en una entrevista de historia oral emprendida en San Sebastián del Pepino, realiza con Manuel González Cubero, residente en Pueblo Nuevo, testigo de la Invasión Norteamericana en 1898 y quien conoció a Blanco Ortiz y su labor durante esos meses en El Tendal. El conoció, más tarde, a su hijo, quien fue reclutado al servicio militar durante la Primera Guerra Mundial.
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Chila Cubero


Sé que te pones viejo
y quiero verte como ayer cuando eras niño,
cuando eras un chiquitín que llevaba flores de calles
y roto tu calzón en las rodillas,
no como estás ahora, florido de edificios
y oloroso a baños de hojas medicinales:

César G. Torres Rodríguez (1912-1994), Conversación íntima


El Caserío, residencial público construído en 1956, terminó llamándose Andrés Méndez Liciaga. De veras, bautizo realmente merecido; pero fue un proyecto del Alcalde Fey Méndez. Se hizo porque el huracán Santa Clara azotó sin piedad y se quedó sin techo, sin hogares, medio pueblo. «A fuego, viento huracanado y lluvias, Dios castiga al Pepino», decía un residente como Miguelito, Voz de Trueno, jovencito dotado por los dones del Advenimiento en el Séptimo Día.

Llegó a ser un gran pastor. El encarnaba la virtud juvenil, la decencia y el temor a Dios, en ese caserío que, a diez años de fundado o construído, daba vergüenza. ¡Por sucio, despintado, habitado por la morraya; era un pueblo de chusma, alcohólicos, tecatos, hasta dijeron que lo peor de Pueblo Nuevo y los campos, se juntó allí! La renta de alquiler era tan baja. Fue vivienda para el pobre y la gente en desgracia. Y allí, sea como sea, a Miguelito el espíritu lo levantó como profeta. Allí, allí en «ese caserío de mierda», ese cagao Canaán de edificios repetidos, iguales, azulinos y grises, Dios dio su testimonio humano.

Sin embargo, allí se formó él, comiéndose la Biblia, los libros de la Hermana Elena G. de White, diplomándose de los cursillos por correo de La Voz de la Esperanza! En esa área predicaba, visitaba enfermos, reprendía, si era necesario, a chicos descarriados, ruidosos, que daban sus primeros pasos con el pasto. La Santa Greefa. En el Caserío cundió la marihuana. O la vendían.

Entre la gente que sí visitaba estaba Carmen Colón, la adventista, y cerca de ella, vivía Chila Cubero y casi en la esquina, en una planta alta, del mismo Caserío, la mamá de Marco el Loco, que era otra santa, analfabeta, pero, más dulce que el caramelo. La amargura en su hogar era su hijo. Abriéndose sus pasos, en medio de esos dos tormentos, Chila Cubero, alcohólica y escandalosa, prima hermana de Nito, y Marco, aquel desventurado, borrachín que a su madre decía: «¡Mátame, Dios, que yo no valgo ná!», iba Miguelito, siempre deseoso de no hallárselos, porque es gente deprimente, burlona, gente que lastima cuando distingue a los santos.

Miguelito, si a alguien tenía un poco de miedo, era a Chila. La Camarona del Caserío. A toda la parentela de don Funda, le llamaron así, los camarones... Camaronas eran Cuca y Felicia, lindas, pero camaronas, camarón eran Rogelio, Papiro y El Puma. Y Chila, la Camarona Negra. Sacó la mala raja, la genética, que a Goyo, al fin y al cabo, le gustaba, porque hay gusto para todo. Y el gusto del Del Valle, oveja descarriada, son las voluptuosas nalgas; el culo prieto, y la zumbona alegría que las Cubero han tenido desde esa babilonia de bohíos, el viejo Stalingrado y Tablastilla de Marcelo La Daga.

Con Marco el Loco, el reparo de Miguelito es otro. No le gusta que venga y lo rete a que lo parto un rayo que él saque de sus oraciones. «Tú díle a Dios, a tí que te oye, santo muchacho, díle que me envíe un tiro, que me rompa en pedazos». ¡En que trances, por el maldito alcohol que beben los pecadores, se encuentra Miguelito, casi a diario, cuando va para su casa, o cuando visita a Carmen Jiménez, viuda de Otilio Colón, o cuando a ratos va y ora, con temblor y vibratos de su garganta elocuente, desde temprano en los viernes y hasta las 6:00 de los sábados! Incluye, en sus rezos fervorosos, a la anciana que sufre, a Doña Minga, y al hijo incorregible, Marco el Loco, quien no siguió consejos y ha llegado a viejo, en la bebida, dando tumbos por las calles y pidiendo la muerte! «¡Dios, mátame! Yo no valgo ná».

Para Miguelito, el caso de Chila Cubero es más trágico. Aún más escandaloso. Para también se la salpica en sus oraciones. Un hombre de oración es el Pastor del Caserío, Miguelito Voz de Trueno
.


Indice / El pueblo en sombras
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Marco el Loco /

El loco Cancel

Universal morals are objective. They are not based on opinions of the author or anyone else. Universal morals are not created or determined by anyone. Feelings and emotions, on the other hand, cannot be considered as standards, absolutes, or morals: Frank R. Wallace


Ya dieron la queja al director escolar de la Escuela Narciso Rabell Cabrero. El Loco Cancel está más que arrebatado. Se efectuó inclusive una reunión con padres y maestros.

«Es necesario que ésto no vuelva a repetirse».

A Alfredo, por su culpa, lo observan con las caras largas. Es un momento incómodo.

«Entiendo que la calle es libre, pero, ¿es posible que no se acerque más a estos predios?»

Su hermano, el profesor Cancel, enseña en el plantel. Es buen hombre, intachable y si bien hoy le llenaron la cara de vergüenza, no es culpa suya. Lo que hizo Esteban, como a sus vicios, él no lo justifica. A él mismo lo avergüenza. Se abrió la bragueta delante de unos niños, sacó el pene de un pantalón meado. Vino a ligarse a las colegialas, pero con su traje que huele a rayos. La chaqueta raída, sucia. La corbata grasienta.

Una niña del plantel se atrevió a gritar: «¡Báñate!»

El entendió que le dijeron apestoso. Esto fue más terrible que si lo hubieran regañado por borracho. ¿Qué clase de mujercitas da Pepino hoy que no saben que él, aún bebido, no quiere ser grosero? Un poquito de ilusión en su pecho es lo que lo mantiene vivo, con ganas de mirar a sus alrededores y ver las cosas lindas del mundo. Las muchachitas, por ejemplo. Gráciles, formándose con bellos cuerpos, caritas tersas, haldearcillos sensuales, que inspiran, por lo tanto, que él les diga sus piropos.

Dios bendiga ese andarcito sandunguero,
ay, trigüeña, porque me inspiras, te quiero...


Tiempo atrás nadie se habría quejado de él. Se tenía cierto respeto por su padre. Don Julio Fagundo dio 32 años a la docencia en el pueblo. Antes trabajó en Salinas, Rincón y Mayagüez. Hace cinco años que murió. Junto a Tomasita Henríquez, su amada esposa, crió catorce hijos. Todos son personas ejemplares, algunos profesionales... pero éste, sí, Estéban, en quien tantas esperanzas se tuvo, tiene la cabeza a las once. Se ha vuelto cuaco, cabeza de toro que es. Tan bien que iba, bien comportado, cuando de la Iglesia Católica fue monaguillo. ¡Hasta dijeron que era santo! Fue Sacristán Mayor y don Julio y Tomasita, con alguna ilusión, pregonaron que Pepino va a dar un nuevo sacerdote. «Que no vengan de España, aquí podemos cosecharlos».

Queda ese lugar tan santo para escrutar a las almas sin desprecio. ¡La Iglesia!

Dentro de sí, don Julio Fagundo Cancel tenía la fe, porque él sufrió mucho. Con el sueldo de un maestro, ¿cómo hacer? Muchas bocas en su casa dependen de unos bajos salarios. Unos funcionarios con menos educación que él, desde los años '20, se empotraron en un sistema injusto. Burócratas, inspectores escolares, superintendentes, gente que de pedagogía y métodos, de amor a la enseñanza sabía un comino, entraron al sistema de enseñanza pública por la puerta ancha, con promociones y privilegios, con mejores sueldos. A veces sin octavo grado. El, Julio Fagundo, desde 1919, tenía un Bachillerato. Era brillante, indiscutiblemente un maestro preparado.

Sí, pero era negro.

Aunque, desde niño, Estéban dio indicios sicóticos, verbalizó ante su padre sus alucinaciones con tánganas angélicas, diablazos que pelean con el sistema que Dios propuso para el mundo, teofonías que lo inclinaron a la iglesia, Don Julio lo ubicaba en la tierra, en lo que existe, la realidad de lo dado. Dijo: «Mo utilices tu imaginación para negar el mundo; la realidad existe independientemente de nuestros deseos; no confíes más en lo que oyes que en lo que puedas tocar con tus manos; no confundas la decencia con las poses del beatón o el místico; decencia es el aseo, la dignidad con que te miras a tí mismo, ser honesto en hecho y en palabras».

«Aplícate en tus estudios», le dijo, «haz como tu hermano», añadió refiriéndose a Alfredo.

Sin embargo, se dedicó a perseguir las voces que le hablaban desde los tabucos. «Lo que fuere, sonará y, con espíritu de Dios en mí, hasta nos oirán los sordos».

Se integró a la Iglesia, conoció los misales y, por la vía de una sotana, quiso explicar el miedo, la visión de los dioses, los contenidos de lo pesadillescos. Dijo que Dios le hablaba. Que en visión vio a Moisés bajando del Monte Sinaí y oyó de su propia boca la lectura de las Tablas de la Ley. Y mezclando berzas con capachos, explicó al Padre Aponte su deseo de negar la carne y apartarse del pecado.

Y Don Julio, incrédulo, dijo: «No creo que mi hijo sea santo».

Y menos santo creyó al Cura Aponte, quien le metió por los ojos el sacerdocio porque éstos alcanzan más poder que los alcaldes y conservan el habla esencial (que es «Dios hablando por la boca de los justos») y el ver comprehensor de la poesía, la apófansis trascendental, aún en lo simple de ser-ahí que se ve, se toca, se desenmascara, presentándose tal como es y no interpretado por los incrédulos de la Palabra de Dios.

«Usted está insinuando que su hijo es un demente, don Julio», le dijo el Dr. Franco.

«Lo he observado. Conozco los niños como la palma de mi mano y él no es normal. Duro es decirlo».

«Déle entonces una oportunidad a Dios para que trabaje en su alma, si es que su alma está confundida por causa del pecado original. Dios transforma la piedra bruta en un diamante por la obra del Espíritu».

Y, entonces, don Julio calló.

También el Dr. Muñiz tomó cariño al mozancón de Estéban porque, como Sacristán Mayor, parecía entregado en carne y en espíritu y honraba así a la iglesia, en días de prueba y desconsuelo.

... por ejemplo, cuando Alicia, la hija del Doctor Franco, murió en el templo, degollada al pie del Altar por un cuadro caído, resbalado, y entonces Cucán y el Cura Aponte, se acusaron enojándose, dispuestos a abrir sendas cloacas de pecado.

Y, por ese amor de la grey católica, Esteban fue a un seminario. En San Juan estuvo, poco antes, porque cayó en «atrición mística, en dolor por el mundo», pero, al fin se repuso.

«Tenía razón, don Julio», dijeron los feligreses que oraban por aquel que tuvo hasta prestigio de santo.

«Es que ya está jovenzuelo. Es la etapa rebelde e insegura de los jóvenes».

Había bebido. Llegó a la Misa borracho.

«¿Qué enferma al hombre?», preguntó antes de morir don Julio. Fueron a verle muchos de la Iglesia el día en que Estéban regresó a Pepino, abandonando el seminario.

«¡El pecado! ¡El pecado!»

No. No. Movía su rostro, con desaprobación, el viejo maestro.

Dijo que victimizó a su hijo no otra cosa que la mente que ha dejado de crecer por estar atrapada en invenciones creadas, sin base real. «Yo le dije que confiara en realidades verdaderas. No en fantasmas. Que descreyeta a quienes sembrara ese deseo de cargar con unas culpas que no existen. Aponte lo fascinó con el pecado original y con idolatrar a hombres en la cúspide del éxito, sin haberse juzgado cómo llegaron a dónde están; a veces victoriosos por el fraude, la racionalización del sinsentido y medios deshonestos».

«No hable así, don Julio. Es duro con su hijo».

«Con él no. No es con él».

Viéndose libre de aquella atadura del servicio en los altares externos, lejos ya del Padre Aponte, a quien llamara la Sotana del Diablo, alborotaba los cafetines de Millán. Se metía en los cuartitos de los mataderos. «Amor con dinero se paga», le dijo.

«Mira si crió cuervos el curita», se reía Matos del muchacho.

Con los años, ya muerto Don Julio, el gran maestro, Cancel el Loco está más arrebatado. Lleva quince años o más ligando las nenas en la Rabell Cabrero. En la Plaza de Recreo predica ya los piropos, no los salmos. Siempre con elegancia, aunque lo púdico apenas sobrevive en la dignidad de lo trajeado. El pudor es la epidermis del alma, pero el alma la trae ya desbraguetada. Es mejor dejarlo solo. Siempre piensa en la hermosura de las niñas y en los poemas que a ellas que hay que decir para halagarlas.

Son las doce del mediodía. Va rumbo a la escuela.

Le dijeron que ni se asome. Que si vuelve a mostrar el pudendo se le va arrestar por faltas a la moral. Se hará sin miramientos.

Huele su traje a sudor viejo, alcohol rancio. Ya trae los calzones cagados. El ni cuenta se da. Quiere echar bendiciones. En su mente sólo cuenta el evangelio. Ha visto a Dios en una trigüeña que tiende un andarcito sandunguero.


12-11-2005 / El Loco Cancel / 41.

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Thursday, September 25, 2008

Sopanda

A Cosme Santiago Acevedo

Survival is man's fundamental physical need. And self-esteem is man's fundamental psychological need. Mental health depends on a loyalty to honesty:
Frank R. Wallace

¿Habrá ido a la escuela Sopanda? No. Dicen que, desde niño, fue tonto y mejor que no fuese. Ocupará un asiento en el salón que más provechoso sería para otro cognitivamente dotado. A él habrá que colgarlo. Ese niño se juzgó académicamente como uno carente de futuro. Tenerlo en la escuela sería una pérdida de tiempo. Un gasto. Además se burlarán de él. Es cojo, negro, incómodo. Estorbará la disciplina. Será una distracción en clases. El es inconfundible.

Niños, como él, requieren de escuelas con programas especiales.

Bueno, hagamos un borrón de lo que no se hizo. Sopanda sigue siendo sopanda. Anda por ahí.

Se le quiere.

Quien lo observa, aproximándose afectivamente a él, verificará que cada vez está más malcriado. Refunfuña. Amenaza. Hace gestos obscenos. Su vocabulario es profano. Lo bueno es que hay, no siempre, pero hay, quien ha querido ayudarlo. El pueblo ya le ríe las gracias. Si mendiga, algo se ofrecerá para que siga velloneando. Han ido a su casa a saber con quién y cómo vive.

Siempre se ha sabido que es pobre. Y que tiene muchos pies para tan pocos zapatos. Sin embargo, Sopanda prefiere andar descalzo. El se cree, si no el chófer, él en sí mismo una pieza del auto. Con un juguete viejo, inventó su volante. Su carrocería defectuosa, con el poco de imaginación con que alucine, será equipo de lujo. Por de pronto, falló la suspensión. Sopandea. Falta una correa que lo sostenga parejo o una viga que pueda reforzar y nivelar la caja de su carruaje óseo. A él no lo podrán echar a un lado, escardarlo y echar al yonque. Es mucho rajadiablo y ser simbionte para que en el pueblo se le diga un estorbo. Hay en el Pueblo muchos como él, vainazas, bobos, perezosos y, como él, se valen. Se dan a querer en la generalidad trascendental del clamor público. Todo el mundo quiere un lugar. Culpa no tienen por haber nacido.

Créanlo o no. Desde que se inventó un auto imaginario, a Sopanda se lo puede encontrar en Mayagüez o San Juan y donde quiera es él mismo. Al volante lo gira, toma sus curvas, se estaciona. El se ha inventado el drama. Maneja así, descalzo y con la llanta desinflada, por las calles de los pueblos.

Quizás con esa tontería, con sus ridiculeces, ganó la simpatía. Se hizo viejo con la edad mental del retraso.

En realidad, yo, espíritu colectivo, Das Man / el Don Nadie no quiero juzgarlo. De algún modo, lo quiero. Lo tolero. No puedo escarbar sus pensamientos. No sé dilucidar a fondos sus emociones. Como todos, lo convertí en personaje; pero, algo ya sé acerca de Sopanda: la primacía de sus emociones sobre lo real. Cuando lo veo manejando lo invisible, o dirigiendo el tránsito, sé que pide el control de su vida. Herramientas de control en sus propias manos.

Obviamente, ya que han pasado los años, Sopanda está bellaco. Ya necesita sus puñetas, o una novia. Por sus gestos, señas de mano o miraditas de rajadiablo, adivino que él libra su batalla para comerse algo. Habla demasiado torpemente para que se sepa si insulta o se interesa en el diálogo. Más que piropos aprendió groserías; habla explícita de una emoción que grita sus rescoldos. Sabe algo que a veces olvidamos. ¡Hasta el más tonto quiere ser amado, admitido, respetado! Y él, más que ignorante: es feo, caretón, rechoncho. Es un ser, sistemáticamente devaluado. Es un ser de Tiké, determinado en la necesidad, pese a su fuerza.

No quisiera él que ninguno usurpe el valor de lo que desea, piensa, siente, imagina o requiere. Sopanda quiere más de la vida que lo que ha recibido. Mucho más. Injusto es que si algo ha recibido, la lástima lo inspira. No hay que decírselo de este modo. Lo intuye, lo vaticina, lo presiente. El es místico en el feo sentido de los que carecen de realidades integradas y son incapaces de discernir entre realidad y mito, hecho escueto y ficción elaborada, verdad y mentira.

Sabe que los desprecios más perfectamente consumados no se dicen con palabras. Y él no tiene el control. No maneja si no un carro de embuste. No puede asegurar a nadie que lo espera el futuro. La única manera de quedar querido, en medio de la estructura de interpretación de su mundo, es mintiendo. Ser un personaje. Darse a querer y él percibirlo es que se acepten sus roles deficientes, reírle las gracias como hasta el momento se ha hecho.

Es mejor decirle, Oye Sopanda, que saber su nombre y que él empiece a enjuiciar sus apellidos, su familia, su pobreza, el maldito momento en que lo echaron al mundo. No deseará esa memoria. El no dirá, por ser cierto, mi situación es buena, ha tenido un valor aunque lo desconozco, tengo el control.

Sopanda no es tan estúpido como uno cree. Razonar es un mecanismo de sobrevivencia, aunque él no tenga mecanismo tal plenamente adiestrado. En La Plaza, echando el plante, bien bañado, se le van los ojitos por las niñas. Ha dicho que se enamorado.

«¿Qué puede hacer él ahora», me pregunto.

Yo, el espíritu colectivo, lo he visto en su lento, pero progresivo aprendizaje. ¿Qué? ¿Acaso no tiene ojos para ver las hermosas adolescentes de la escuela? ¡Escuelas que él no ha pisado, o quizás sí, por otras razones (que no son conocimiento)! Comentaron, entonces, que Sopanda se quiso casar con La Boba. Que se pelea con Wilson el Loco por La Vaca. Y no es cierto. Quisiera más. «No más que eso mereces», dijeron. El quisiera ser libre de cualquier control de grupo; pero lo hicieron sentirse culpable de su atrevimiento, su emoción y su anhelo.

«¿Cómo que enamorado? ¿Quién va a querer a un cojo, feo y tonto?»

«Si te casas con La Boba, Món te da trabajo», le dijeron.

Por tal razón, se animó.

El, que es una vainaza, tendrǐa familia y viviría productivamente de un trabajo. Le llamarían señor. Tendría un estatus. «¿Trabajo? Esta no es la mini-Alcadía de Piro, mijo».

«¿Pa' qué tú sirves, Sopanda, si eres un santo petardo?»

En su aventura locaria, fracasado ese intento reinvindicatorio, adoptó el personaje de un chofer o de un guardia de tránsito. Ya no es quien maneja un carro imaginario ni el que frena, sopandeando. Está en la calle. En una realidad muy pueblerina y concreta y, según él, desempeñando un trabajo. Esto no lo imagina. Dirije el tránsito.

Las muchachas van a verlo. Se atreverán a cercarse, como él a los carros. Dar un chispo de su pícaro coqueteo.

«¿Me vas a dar un tíquet, Sopanda?», le preguntó una muchacha.

«Te digo después que te voy a dar», contestó. («¡El bicho!», farfullá entre dientes). El no sabe escribir ni es muy aguzado, pero, linda o fea, que no venga ninguna a burlarse de él.

El no se habrá parado jamás ante un pizarrón verde ni habrá escrito con tiza su nombre; pero los ojos grandes que tiene han aprendido a mirar las colegialas y él puede relamerse de gusto, pero no tenerlas. Sabrá que de ellas sacará una sonrisa de lástima. O quizás una carcajada cuando crea él que divierte. El quisiera ser visto como alguien diferente. Dentro de un automóvil, a más nuevo y lujoso, mejor. Al menos, le hubiese gustado ser chófer, dueño de un auto. Si cojear es su destino, él lo sabe: ¡es mejor ocultarse, moverse en un auto, no tener que caminar!

Yo, el espíritu colectivo del Don Nadie que lo mira, sé que él piensa que cojear es una falta de plenitud. Es anormal. Cojear estigmatiza. Condena. Se es menos hombre, se vale menos. Y él no es tan tonto. Lo sabe, está en el fastidio de ese sentimiento. Está mortificado y por eso ha dado el paso lógico mental ante esa carencia. Sopanda es rebelde. Ya adulto, ambicioso y amargo, no es un niño inocente que no fue a la escuela, que no sabe otra cosa que interferir con el tránsito.

Ayer lo ví, uniformado de azul. Un sueño / fake-reality vivenciado.

¡Si pudiera ganar aún más autoridad, si al fin pudiera él ser aceptado, si la gente admitiera, sin lugar a dudas: Sopanda, eres productivo. Tienes empleo, ¿cuánto te pagan? Tendrá él que echar muchos pitasos para que se le respete. O ponerse en medio de la calle, atajar con su cuerpo la marcha de los coches. ¿Cree él que de veras organiza ese flujo o está ridiculeando? ¿Qué tal si levantara multas? ¿Qué tal si lo desobedecen?

¿Es verdadero un policía armado si es un revólver de goma lo que mete en la baqueta en su costado? Por más loco que lo crean, por más aceptación cariñosa que busque de la gente, por más autoridad que quiera para sí, en aras de tener auto-estima y certidumbre, él sabe que su vida es un embuste traicionero. Jamás ha querido ser un pordiosero. La limosna es poco cuando la ambición es grande. La caridad insulta cuando el dolor es injusto. Nunca admitirá que siendo así, ser sopandeado, se paga y se atenúa su sufrimiento.

Si alguno le pasara un auto por encima, él quiere que se le pague como nuevo. Se va cansando del sopapo existenciario y de ser sopista para la limosna de los días. Ya, con símbolos de sus egodistonías, lo cantó claro: quiero aceptación y coche nuevo; quiero autoridad y mis deseos saciados. Los rebeldes piden ésto como mínimo.

¿A quién decir que es de tal forma como él siente?

«A tí, Mon Román, ladrón. Mira que no me díste trabajo».

Contra el Alcalde de La Pava, aprendió a echar diabladas. Sopanda se ha politizado. Repite lo que escuchara en las radioemisoras. Los políticos no sirven para otra cosas que robar y el chanchullo. Lo dijo Piri Márquez, siendo de La Pava.

Y, después que la queja llegara a la Alcaldía, se le citó a rendir cuentas. Van a neutralizarlo.

«¡Sopanda, ayer mismo mi esposa y yo pensábamos en tí! ¡Tenemos un regalito por ahí porque supimos que cumplíste años!», le dijo el Alcalde.

«¡No, yo no cumplí años!», aclaró.

«Lo que importa es que, cariñosamente, te recordamos. Sabemos que nos ayudas con el tránsito de la municipalidad; pero, si me dijeron que haces campaña en contra mía».

Le trajeron un sobre con el sello oficial del municipio. Hay $25 dentro.

Al fin se va contento. Callará por otro rato.

Mas Sopanda tiene una sorpresa preparada. En una ocasión dio resultado. Va tirarse de un carro. Reflexiona, en silencio, quién puede ser la víctima del golpe. Su plan es fingir un accidente tras pedir que lo lleven a su casa porque está cansado. Quien sabe si, con esta ganancia fraudulenta, se retire de ser guardia sin sueldo. Van a cuidarlo, médicamente atendido. Dirá que él resbaló por causa de un frenazo. Que la puerta no había cerrado bien. Que él se estuvo durmiendo. Que salió del vehículo y cayó al pavimento. Que le duelen los huesos. Que ha sido un accidente. Que ojalá se hubiera muerto para no sufrir tanto... «Van a pagarme como nuevo», sonríe mientras maneja ese coche irreal que se inventó desde niño.

El va delante el volante. Ahora no hay peligro.


18 de noviembre de 2005 / Sopanda / 27.

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Wednesday, September 24, 2008

El fantasma de Mingo



San Sebastián, yo quise ser algo para tí
para ponerte en el más alto pedestal,
pero sé que esa esperanza yo perdí
como se pierde una lágrima en el mar:
José A. Cardona Soto (poeta), A San Sebastián


A Domingo Liciaga
(1882-1914)


«Aquí falta don Mingo, el hijo de Idelfonso», así decía Padró Quiles el Negro. «El se murió durante una marcha, sorda, no oída hasta hoy que nos reunimos. Murió demasiado joven; pero con grandes sueños». Padró Quiles y Liborio Rivera, en 1917, organizaron a los primeros militantes socialistas. Y Domingo fue quien más quiso que se viera ese día en que la gente del pueblito perdía el miedo.

El Alcalde Rivera Negrony, el hacendado, quien estuvo haciendo la barriada Pueblo Nuevo, lo veía bajar por la Loma, buscándolos a ellos. «A mí sí me gustaría que nos pongamos a tono con la idea. Yo no lo digo a nadie; pero yo conozco el socialismo verdadero, el de las Escuelas laicas de Gabarró, que es lo más moderno y tengo algunas gacetas que publicaron Soledad Gustavo y Federico Urales en Madrid».

Ahora Domingo Liciaga es sólo el fantasma que otros han temido. Se murió hace unos años. Dicen que fue de gripe española, microbios en alguna carta o paquete de la gente que escribira desde España. O fue la influenza que sacude con sus faldas una vieja Gitana que llegara a las ferias. Una que leyó las barajas del Tarot y conversó seguido sobre problemas mundiales, la matanza de anarquistas en Chicago, la Internacional o las guerras en Europa, como es ésta en que los EE.UU. ha de meterse. Seguramente, que ella a Mingo lo mató con sus apasionadas emociones porque así mueren los poetas y los músicos. Son sensibles, se emocionan cuando oyen que la vieja La Polaca declamaba, con esa convicción y fuerza de una bakunista o un valenciano de las federaciones ácratas. A Domingo ella le enseñó sus baúles: él hojeó los ejemplares de la La Revista Blanca y editoriales de Juan Serrano y Oteyza. Han dicho que, previendo su muerte, se apoderó de uno esos baúles de la vieja, se encerró en ellos a leer, lo tomó de ataúd y se volvió un fantasma.

Cuando se persiguen los fantasmas, llegan los reconocidos espiritualistas. Los poderosos como Don Lion y Guilimbo. Los farsantes que sólo meten miedo. Los piadosos como Aguedo Vargas y Baldomera. Y allí, en medio del olor a cuero de la zapatería de Antonio Nuñez, empezaron a platicar de un socialismo que tenía más de coraje que de pensamientos.

«Aquí falta don Mingo Liciaga, el gran conocedor de la trágica Procesión del Corpus que pasó por la Calle Cambios Nuevos en Barcelona». Una bomba fue echada al paso de la Procesión y, porque hubo víctimas, se atribuyó el acto a criminales anarquistas. «Aquí falta Mingo para que explique, ¿qué piensa en verdad el socialista del asunto de La Mano Negra, ese invento de odio fabricado por la Guardia Civil de Andalucía y la represiva mano de Juan Antonio Hernández Arvizu? ... pepiniano nativo, quien desde audiencias judiciales, tan apañadas, en Jerez de la Frontera, enviaba a campesinos inocentes a los presidios del Africa.

«¿Y qué del proceso llamado de Montjuich del que hablan los Prat de Mirabales? Y ¿qué de Ferrer i Guardia, francmasón en sus orígenes, anarquista y socialista verdadero?»

Un día se asomó don Narciso, quien era del Partido de la Unión. Vio a aquellos hombres tristes: la cara de Alejo Cabán o Juan Abad, por ejemplo, y les dijo: «Así no se puede hacer un partido socialista». Y le explicaron que Oronoz Rodón y Gayá Domenech ya anunciaron que el servicio militar va a ser obligatorio. Que en la Guerra del 1914 los EE.UU de Norteamérica. darán su temerario paso hacia adelante. Va a involucrarse porque el peligro es rojo. Ya tienen su nombre y apellido: Red Scare y la neutralidad ya no procede.

La Vanguardia, el periódico que administra Juan B. Angulo Meléndez, como vocero de la Unión de Puerto Rico, anunció el cuarto empréstito «Por la Libertad», «¿y de dónde este pueblito va a sacar $22,000 o $34,000 para dar donativos? ¿Quién hay, además de La Central y los bancos, que tenga activos que generen ingresos? Por algo es que nos asociamos, si lo que tenemos por ahora es sólo gripe española e influenza y entierros».


Don Narciso, antes que Padró Quiles, propuso que se hiciera una banda cantarina, con bombos e instrumentos de viento. Anunció que Francisca Angulo le enviaron unas cornetas. Son para Juan Angulo y como el músico fue Domingo, Pepino tendría una banda musical en estos tiempos aciagos y depresivos.

«Lo que yo vine a decirle, Cheo Padró, es que no dividan el Pueblo con ideas socialistas. Usted por años me sonsacó a Domingo y a él lo necesité para la orquesta, no para ese grupillo que forman, o han formado. ¿Y para qué? Ya hay demasiados politiqueros... Ustedes saben que este pueblo sufre desde el año de las quemas del '98, se quema a cada rato y que aquí Yare Yare, el asesino sueldo del cacique de Añasco, ocasiona su miedo. Ha dicho que va por Saturnino Robles, lo matará y a su paso traerá más caos y violencia y sólo hay tres policías en el Pueblo… ¿No ven que la guerra real ya viene en ciernes?... ¡Yo no he querido ser un mal Alcalde ni tampoco Riverita! Vamos a olvidarnos de ésto, de su socialismo. Quitemos, por lo menos, esas ideas a Don Mingo. Es gente que queremos».

De este modo que haya música en el Pueblo. «Es que este pueblo siempre arde en llamas. Este es una villa de huracanes y de incendios».

Don Victor Primo, cuando llegó de España, dijo: «Malas noticias les tengo al Pueblo de Pepino. Manuel Liciaga, el doctor, no volverá. Se quedará en Barcelona. Fue el mismo Neco Elpidio quien me dijo. No lo esperen». Con el tiempo, precisamente, poco antes de la época en que se fundaba a Pueblo Nuevo, él se sintió como todos los que hoy observara. Hombres tristes que escaparon del fuego; hombres arrepentidos de acudir a la violencia, hombres que quieren ideas para organizarse, pues, están estremecidos y espantados del Desastre de 1898 y los han colocado a todos en mismo caldero al que van a arrinar nuevas brasas. Hay que tomar un respiro, después de las quemas y los robos.

«Vamos por de pronto a formar una banda de músicos», había insistido Narciso, «porque estamos, como pueblo, tensos y divididos».

2.

En 1882, en el Pueblo había una división tan grande como este abismo que Victor Primo observó y que don Narciso ha reverificado. Esta fue la razón por la que Manuel Elpidio Liciaga se fue a España y dijo «que se hunda el mundo antes, pero a Pepino no regreso». Había elecciones para diputados y los alcaldes locales, José María Caballero y Luis García representaban a la clase de los más ricos comerciantes y nuevos terretenentes, casi todos vascos, antiguos esclavistas, anti-republicanos y anti-obreros. Habían sido isabelistas durante el régimen del General Serrano y, después, en la tradición de la antigua dinastía sabayona, se abrogaron la licencia secreta del Papa, para fungir como católicos masiones. Dizque compaginan la religión y el ocultismo.

Eran herméticos los Laurnaga Sagardía (ahí el caso de Francisquito, antes de su regreso a España), Pedro Arocena, Juan Rodón, José y Brauilio Caballero Ayala. No faltaba Oronoz ni los Mantilla Yparraguirre. Pepino había dejado de ser de los obreros, artesanos y pequeños propietarios, la mayoría canarios que doblaban el lomo; pero que empobrecían. Los afueristas llegaron y traen dinero de Lares y Aguadilla. Pepino no escuchará voces locales. Los Alcaldes han de ser los que mandan y serán como una logia, con su grupito selecto de amigos y parientes. El voto no valdría si lo invocara una Constitución de radicales. A Manuel Epifanio le robaron los votos. Lo desacreditaron.

Vale, desde la muerte de Prim, la secreta alianza de masones, católicos en el siquitrillaje. Por fin acabaría el carlismo desangrante; pero, con ellos también el circo de los republicanos. Ya casi no queda ninguno que recuerde lo que fue el Casino de San Sebastián: la primera gran institucuión del elitismo, en menos de estos vascos que han arribado para hacer el trabajo de Masones Católicos, en un pueblo que prefiere a reyes extranjeros. Da lo mismo. La verdadera reina es la «Iglesia y el Gallo».

¡Cómo se alegraron en el Casino cuando en Madrid, específicamente en la Calle del Turco, abatieron en 1870, en un atentado en Navidad y en anonimia, a Juan Prim. El Casino hizo su primer baile de galas y se personaron los pudientes del campo, esclavistas de hueso colorado, y comerciantes de Aguadilla y de Lares. Allí estuvo Juan Carbonell Amell, Clemente Hernández, Pablo A. Luiggi, Agustín Battley Amell, Domingo Santoni y Francisco Juliá.

Esto lo había vaticinado Manuel Elpidio Juarbe y ese Liciaga, pobre, que fue Domingo, el hijo de Idelfonso.

«Se reunirán y hará escarnio». Cumplida profecía. En el Casino de San Sebastián festejaron que la prosperidad del café ya está a las puertas con la alianza de familias Sagardías, Laurnaga y Zagarramurdi; y el día es feliz, Juan Prim ya ha sido callado para siempre; se revolcó en su sangre. Desde hoy en España y en Pepino muere el peligro de la república unitaria, así como años antes otra republiquita se abortó en Lares. También ha de morir la república federal, y la fórmula indefinida. Se ha despreciado a Espartero, el Achacoso, a la Infanta María Luisa. Ahora se tiene lo ideal: a P. A. Sagasta y Ruiz Zorrilla. «A este pueblo no le gusta vivir en los extremos. Al español que sea decente y católico, le gustaba ese pasado. Somos civilizados, cautelosos, vigilantes y es mejor como es ahora. Muerto el perro de los pronunciamientos y el carlismo, se acabará la rabia. Cada vez que haya un problema, busquemos una dulce melodía».

Pascasio Moreno fue la nota discordante. Creyó que él podía dividir el Casino / el casino que llamaron la Nueva Vasconia / porque allí estaba Laurnaga y su grupito, los Arocena, los Oronoz y Rodones, los Caballero, los Aldea Berenger y los García Mantilla. Y como Amadeo de Saboya ante el cadáver de Prim, exclamó: «No entiendo nada; éssto es una jaula de locos». El formó su grupito.

«¿No gobernaste con Ramón Lugo? ¿No fuíste Alcalde ya?», preguntaron a Pascasio.

«No. Yo renuncio», así como Amadeo, mientras lloraba la reina María Victoria, porque «si ahora renunciáis, pasaréis ante España como el peor de los mediocres». Trágica gracia fue este figurín de la Casa de Saboya: Ninguno de sus súbditos le vio méritos ni concedió la menor oportunidad para que gobernara. Hubo seis ministerios en dos años que duró su reinado y lo mismo sucedía en Pepino, desde que abolió la esclavitud durante la Administración del Alcalde Irizarry.

«Usted no sabe que no se puede gobernar sin el Casino».

«No. Recuerde que Saboya tenía la Corte entera y los votos y quiso unir lo que no se armoniza, ya que son como el aceite y el vinagre, y se tuvo que ir». Y citó del discurso que Saboya, al lado su reina. Renunciaba por causa de «todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación», siendo españoles. «Todos invocan el dulce nombre de la patria; todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible… hallar remedio para tamaños males»

3.

«Aquí falta don Mingo, el hijo de Idelfonso», así decía Padró Quiles el Negro. El pensamiento de Liciaga tenía una música de banda marcial y porvenir. Tenía sus propias notas entre aquellos socialistas que Padró Quiles al fin organizó, junto a su hermano Ramón y Liborio Rivera, en 1917.

Cuando Victor Primo conoció a Domingo y fue años antes le dijo, sin saber que tan cercana estaba la muerte: «A don Manuel Epifanio Liciaga le habría gustado oírte. Tú eres la esencia nueva de los Liciaga Juarbe. Eres de los músicos y políticos de Pozas».

Pudiera haberse referido a don Cecilio (n. 1854), a Edelmira, su hija, a doña Ramona, a su madre; o a la cepa, que, en sus comienzos, fue tan poderosa en el sector hacendatario, la del ex-Alcalde Manuel María y Juan José Liciaga, su hermano.

«Usted es una persona de talento. Todos son con tal que sean Liciaga».

Los sucesos de las partidas incendiarias y del hambre en los campos tenía el obreraje asustado. Algunos se avergonzaron de su coraje sin rumbo. Lo más consciente del Pepino iba yéndose del pueblo. «Se huyó, como se dice, hasta Juan Tomás (Cabán Rosa) con el rabo entre las patas para que Rabell no lo metiera otra vez preso», comentan los incrédulos..

Cheo Padró Quiles dijo: «Usted no tiene fe en mí, Don Narciso. Eso se entiende. Pero ya es mucho tiempo. Sea con Mingo, o sin él, organizaremos a los artesanos. Hablaremos en favor del campesino. Haremos el Pueblo Nuevo, no sólo construyendo más calles, o poblando; formaremos el pueblo nuevo en el contexto de principios». Tanto Rabell como Martínez González ripostaron: «Ustedes no están aptos. Ustedes no son tribunos. No formarán oradores de la talla de Castelar o Práxedes Sagasta. Y es mejor que no lo hagan revolucioncitas ni se les meta viento. Ahora gobierna un Aguila, madre de todo poder y progreso. Con Cuba y sus mambises se limpió el trasero... Todavía hay peligros rojos, don Cheo, y Pepino no está preparado para nada bueno, no para otra cosa que el pistolerismo».

«¡Que pesimismo, carajo!», dijo Liborio.

«A Domingo lo jalaron para que no se les uniera; eso no va conmigo», insistió Padró.

«¡Qué mala suerte!»
Ya era el 1917, según una nota en las Actas del Partido. Mingo fantasmeaba por las calles fuera del baúl de una gitana. Hasta el mismo Rabell Cabrero y Víctor Primo regresaron. Habrían oído sus voces. Y le dieron esta grave rememoración: Hoy se cumple el aniversario tercero. Murió Mingo Liciaga. Como ya le habían dicho: Si fundaran el Partido y la escuela laica ya no será con él. El pueblo está de luto.

«¡Es mejor que dejen eso!»

«Ya nos lo dijo, don Narciso. Ahora sin Mingo, vamos a echar pa'lante este proyecto».

Las calles del poblado tienen un Mingo el farolero, pero del farol de la consciencia socialista es Don Mingo Liceaga, el hijo de Idelfonso. Obrero. Director de la Banda Musical. Amigo de una Gitana, estudiosa de Bakunin, Pi Margall y La Revista Social y libertaria.

«Aquí falta don Mingo, el hijo de Idelfonso, falta el poeta y la alegría», dijo Cheo Padró cuando pidió que se guardara un minuto de silencio.

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El fantasma de Mingo / 40.
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