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Por LEONARDO SCAMPINI
Si alguien puede compartir con Gardel el podio y el misterio que implica cantar cada día mejor, ésa es Edith Piaf. Venida al mundo en medio del mayor desamparo y siendo ella misma campo de prueba para la tragedia, pudo haberse derrumbado como tantos que en condiciones más favorables y ante el mínimo raspón, plantan bandera. Pero a Edith le hervía la sangre, y lo poco que la naturaleza le había dado - su voz y la audacia- le bastó para atrapar al mundo y volverse inolvidable.
SIN ANESTESIA: Line Marsa era el nombre artístico de Anetta Maillard, una cantante callejera y de cafés que acabó sus días por una sobredosis de cocaína. Mucho antes, el 19 de diciembre de 1915, había parido una niña en las aceras de París, auxiliada por dos policías. Incapaz de hacerse cargo de la pequeña, dos meses después la dejó en manos de la abuela Emma.
El padre de la niña era Louis Alphonse Gassion, acróbata de circo y un contorsionista capaz de girar su cabeza ciento ochenta grados. Tuvo que partir a la guerra reclutado por el ejército francés y para conseguir licencias adicionales, contrajo matrimonio con Anetta antes de irse.
Ella tenía diecisiete años y él treinta y uno. Cuando en una de sus licencias fue a conocer a la hija que había nacido de la historia de amor con Anetta, encontró una niña desnutrida, sucia y sedada por el vino que su abuela Emma agregaba a las mamaderas. Como tenía que volver al frente de batalla, sacó a la niña de allí y la llevó con su madre, cocinera de un burdel donde también se hospedaba.
A los tres años, la pequeña quedó ciega debido a una rara inflamación de la córnea. Se curó sola, sin que ningún especialista pudiera dar un diagnóstico adecuado. El hecho sucedió inmediatamente después de que la dueña del prostíbulo organizara un peregrinaje con sus pupilas para rezarle a Santa Teresa de Lisieux, lo que hizo aparecer al hecho como un verdadero milagro.
CALLES: Edith Giovanna Gassion casi no concurrió a la escuela. En 1923 su padre la recogió del burdel y la llevó con él a una vida nómade, recorriendo Bélgica y el norte de Francia en ferias anuales en las que desarrollaba pruebas acrobáticas. Edith pasaba el sombrero, y más tarde realizó pequeños números de canto. En 1930 Louis Alphonse se estableció en un hotel con una compañera permanente y un año después tuvieron una hija a la que bautizaron Denise. Fue entonces que Edith supo que era el momento de tomar un camino propio. Consiguió trabajo en una fábrica de botas militares y se estableció en una pensión destartalada. Barnizar botas el día entero era una atadura estéril por lo que decidió entonces aprovechar las habilidades vocales que había aprendido con el padre y comenzó a cantar en las calles. Su voz le aportó más dinero que la fábrica.
Durante esos años conoció a un tal Louis Dupont. Se enamoró de él, lo llevó a vivir a su cuarto de pensión y tuvieron una hija a la que llamaron Marcelle. Con ella en brazos, cantó en las calles para conseguir el dinero que su compañero no obtenía, lo que aparejó desavenencias entre ellos y el fin del romance. Marcelle murió en 1935, a causa de una meningitis, y sin fondos para costear el entierro, Edith fue socorrida por algunos amigos. Le faltaron diez francos, sin embargo, y debió prostituirse para conseguirlos.
Su breve pasaje por un cabaret, donde además de cantar debía hacer tareas de cocina, la sumergió aún más en el submundo parisino y la llevo a enamorarse por segunda vez de un rufián que la hacía trabajar para él. Combatió la depresión de sus fracasos amorosos manteniendo relaciones con distintos hombres al mismo tiempo y poniendo su garganta a trabajar: “Para mi cantar es una evasión, es otro mundo. No estoy más sobre la tierra». Pero buscó un cambio: se mudo de las calles de barrio a Champs Elysées. Entre los miles de personas que paraban a escucharla, un hombre llamado Louis Leplée la citó para una audición en el cabaret que regenteaba.
Edith pasó la prueba y firmó un contrato por el cual ganaría cuarenta francos por noche, además de dejar en manos de Leplée lo que hoy se llamaría producción artística. Fue él quien la rebautizó Piaf (palabra que en el argot parisino significa «gorrión»), le enseñó a cantar con acompañamiento de piano, la inició en la gestualidad en escena e hizo hincapié en que las canciones se integraran en un conjunto armónico que marcara el perfil de la intérprete.
En abril de 1936 Leplée fue encontrado muerto en su apartamento. Por su cercanía con él y sus vínculos con el bajo mundo, Edith se convirtió en la primera sospechosa. A pesar de tener una coartada perfecta, debió soportar duros interrogatorios, además de que la prensa –salvo excepciones- la hiciera responsable del asesinato antes del dictamen judicial y de que en una actuación, realizada en el café Odette, el público la recibiera con silbidos y abucheos. Aconsejada por los amigos se marchó de París, dedicándose a presentarse en pequeñas salas de provincia y de Bélgica.
Primero llegó a la ciudad portuaria de Brest, donde se entregó a sesiones orgiásticas de sexo y alcohol con una larga lista de marineros. Se presentaba alcoholizada a los ensayos, lo que llevó al dueño del local a pedir a su representante que se la llevara de allí. A pesar de las lecciones de conducta que éste trataba de imponerle, también en Bruselas la cantante transgredió los rígidos códigos sociales, acosando a un músico con serenatas en su casa. Su representante la abandonó.
ÉXITO: Raymond Asso, en texto, y Marguerite Monnot, en música, era un exitoso dúo de compositores que escribían canciones para Marie Dubas, una de las intérpretes más populares de entonces. Cuando Asso conoció a la Piaf perdió la cabeza, al punto de romper la vieja y productiva sociedad con Monnot. También impuso sus reglas: nada de salidas nocturnas, nada de alcohol ni antiguas amistades de los bajos fondos.
Para escribir los textos del nuevo repertorio, Asso buscó en el pasado de Edith la materia prima, y así es que la canción «Browning» aventura hipótesis sobre el asesinato de Louis Leplée, y “Elle fréquentait la rue Pigalle” cuenta la historia de una mujer inmersa en un ambiente de delincuencia y prostitución. El compositor consiguió, además, que se la incluyera en un programa del music-hall ABC de 1937, que grabara más canciones para Polydor y sus discos fueran enormes éxitos de ventas.
Cuando Asso fue llamado a las filas del ejército en 1939, la cantante retomó el alcohol y la cacería de hombres. Así conoció a Paul Meurisse, a quien llevó al mismo cuarto de hotel donde vivía con Raymond Asso. Cuando éste volvió de la guerra, se encontró con una situación que selló el fin de la pareja.
En mayo de 1940, mientras las tropas alemanas se dirigían a Francia atravesando Bélgica, se montó un espectáculo de gala organizado por la Cruz Roja donde participaría Maurice Chevallier. También estaba invitada Edith, quien decidió escribir especialmente la letra de una canción. Se la llevó a Marguerite Monnot para que le pusiera música, y la noche del estreno, congeló al público sensibilizado por la guerra. La batería marcó un ritmo de marcha y ella comenzó a cantar: «¿Dónde están todos mis compañeros que una mañana partieron para marchar a la guerra? ¿Dónde están los que cantaban ‘volveremos, no hay de que preocuparse’? Los tambores y los clarines acompañaban sus canciones al alba clara». (Où sont-ils tous mes copains).
Cuando los nazis llegaron a París el 14 de junio del mismo año, muchos músicos huyeron de la ciudad pero Edith se quedó. Ello la obligó a presentarse ante las nuevas autoridades para obtener su permiso de trabajo, y mostrar sus canciones para una previa autorización antes de interpretarlas. Así como el caso Leplé dejó sembrada la duda sobre su inocencia (el homicidio nunca llegó a ser resuelto), la libertad con la que Edith se movió bajo la ocupación nazi, alimentó la idea de su colaboracionismo. Sin embargo, no fue la única artista que se quedó y pudo desenvolverse sin represalias. Uno de ellos fue Django Reinhardt, cuya doble condición de gitano y de intérprete de jazz (música considerada degenerada por el aparato cultural nazi) le hubiera ganado la prohibición en Alemania; en el París ocupado, sin embargo, actuaba continuamente en La Cigale.
Durante esos años el apartamento de Edith era un antro libertino y de resistencia. Con frecuencia sus amigos se quedaban a dormir, evitando el toque de queda, y se celebraban reuniones en las que se evaluaban posibles vías de escape al exterior para los perseguidos por el régimen. De hecho, ella puso en juego sus contactos para ayudar a dos compositores judíos, Michel Emer y Norbert Glanzberg, al primero facilitando su fuga, al segundo ocultándolo y dándole apoyo económico. También llevó a cabo un arriesgado plan junto a su secretaria Andrée Biggard, que era activista de la Resistencia.
Las fuerzas de ocupación insistían en que realizara una gira por los campamentos de prisioneros franceses en Alemania. Ella aceptó la invitación y aprovechó para realizar una serie de conciertos entre Munich y Berlín. Luego de actuar en los campamentos, se ganó la confianza de los vigilantes y les pidió fotografiarse con los comandantes y prisioneros. Al regresar a París, Andrée Biggard llevó las fotos obtenidas a sus compañeros de la Resistencia para ampliarlas y confeccionar pasaportes falsos. En la siguiente visita a los campos de prisioneros franceses, Edith llegó con regalos: coñac y medias de seda para los soldados, y latas de conserva para los prisioneros, dentro de las cuales se ocultaban los pasaportes. Si alguno de ellos conseguía escapar, los documentos falsos les servirían para retornar a su tierra.
RENACIMIENTO; Además de una voz privilegiada y de amplio registro, Edith demostró, desde sus comienzos, una amplitud para poblar su repertorio con canciones de varios autores y géneros. Durante los años de la guerra su música acogió resonancias del jazz -con la introducción de saxos- y sonidos cercanos al blues. En títulos como Y’en a un de trop (1940) y pasando por J’ai dansé avec l’amour (1942), dio además muestras de su despertar como escritora de textos, pero nunca había sugerido la música que podría acompañarlos. Cuando por primera vez una tonada se instaló en su mente, fue el complemento exacto de una letra que anunciaba, luego de los años de muerte y horror, que la vida comenzaba a verse con otros colores: «cuando él me toma en sus brazos/ y me habla bien bajo/ yo veo la vida en rosa/ me dice palabras de amor/ palabras de todos los días / y me produce alguna cosa.»
La vie en rose, acaso la primera canción pop, recorrió el mundo con su animoso espíritu y su invitación a la celebración. Edith tenía un espíritu similar: en la postguerra renació en planes y se lanzó a beber de todas las fuentes para aplacar su insaciable necesidad de afecto.
«Canto al amor –declaró- , tengo necesidad de estar enamorada. Para mí la canción y el amor es todo uno. Soy una enamorada, no puedo vivir sin amor, me es imposible. Me sucede que pido mucha entrega a un hombre. Los recorro con suma velocidad». Y agregó: «Muchas veces puse a alguien sobre un pedestal. Cuando me doy cuenta que quedó abajo, me voy. No puedo quedarme con un ser que no es el que yo creía».
Durante la guerra pasaron por su vida el actor Henri Vidal, el productor Henri Contet y el cantante Yvon-Jean Claude, entre un número de hombres nada comparable a los que, casi compulsivamente, llegaron de aquí en más y que en su mayoría estaban íntimamente vinculados a su nuevo papel de descubridora de talentos.
El primero fue Ives Montand, quien de telonero de la Piaf llegó al estrellato cinematográfico. Le siguió Jean-Louis Jaubert, director de la banda Compagnons de la chanson y Charles Aznavour, a quien sólo pudo promover como artista y convertir en amante ocasional. Luego vendría el amor de su vida, Marcel Cerdan, y finalmente una larga lista: los ciclistas André Pousse y Toto Gérardin el cantante Eddie Constantine, el cantautor Jacques Pills, los cantantes Félix Martin y Georges Moustaki (otro de sus descubrimientos), el pintor Douglas Davies, Charles Dumont y Théo Sarapo
En la faz profesional, inició una gira internacional que la llevó a Grecia, Suiza y Estados Unidos. Las ovaciones se sucedían aunque en el Playhouse de Broadway sólo obtuvo tímidos aplausos de un público que no toleró que la estrella francesa no cantara en inglés. Estuvo a punto de hacer las valijas, cuando su agente le alcanzó un periódico que incluía una crítica positiva de su actuación y entonces, mediante contrato en el Versailles de Manhattan, decidió quedarse. Para la primera función de una serie de ocho -que terminaron siendo veintiuna- Edith realizó un esfuerzo mayor del habitual, tomando lecciones diarias de inglés y enviando a traducir dos de sus canciones.
En esos días inició su historia de amor con el boxeador francés Marcel Cerdan, quien por breve tiempo fue campeón mundial de los medio medianos y dos años después encontró la muerte, cuando el avión en el que viajaba a Nueva York para encontrarse con Edith se estrelló en las islas Azores.
UNA SOMBRA: «“Él y yo éramos verdaderos, reales –aseveró la Piaf-. Ha sido maravilloso. Evidentemente la suerte ha querido que durara sólo dos años y medio, pero estoy segura que si hubiera vivido, hubiera durado toda la vida». Para ahogar los malos recuerdos, la cantante sucumbió a los muchos amantes y a las abundantes presentaciones.
En veinte días tuvo dos accidentes automovilísticos, el último de los cuales le costó fracturas en un brazo y varias costillas. Para aplacar los intensos dolores recurrió a la morfina, quedando a un paso de la adicción, que también padeció. A mediados de los ‘50 encaró una cura de desintoxicación que le permitió presentarse en el Olympia y extender el contrato original de uno a tres meses. El apoyo de su público la animó a iniciar su gira más larga por América (once meses), recorriendo Nueva York, Río de Janeiro y Buenos Aires.
En 1959, mientras realizaba una presentación en el Hotel Waldorf Astoria, se tambaleó, cayó de rodillas y escupió sangre sobre el escenario. Una ambulancia la llevó al hospital. La operación duró cuatro horas: Edith tenía el estómago perforado por el consumo de opio, barbitúricos y alcohol. Al poco tiempo debió realizarse una segunda operación cuyo costo la llevó a la quiebra.
Contra la opinión de los médicos, dio ocho conciertos seguidos hasta reunir el dinero para su regreso a Francia. En la tercera intervención quirúrgica, a causa de una pancreatitis, le descubren un cáncer que le tenía tomado todo el cuerpo. Luego de meses de recuperación, aislamiento y más de un año sin pisar los escenarios, Edith renació desde sus cenizas: «Más dificultades tengo, más me armo -dijo en una entrevista-. Las dificultades no me hacen retroceder sino ir para adelante. (...) Adoro recomenzar. Cuando todos dicen ‘Esta vez, es imposible’, mi alegría es la de probar que sí es posible».
Su necesidad de amor recaló en un joven veinte años menor que ella, llamado Théo Sarapo, con quien contrajo matrimonio. Para vivir su postrera felicidad, llenó su cuerpo de elevadas dosis de cortisona. Había que ganarle al cáncer y estar en condiciones para la boda. Había que actuar en el Olympia y morir actuando. Tal vez por eso, una noche de febrero de 1963 –ocho meses antes de su muerte- el público igual aplaudió a esa mujer que se apagaba, a esa pequeña mujer cuya voz, pese al tesón, se quebraba y salía de tono, escapándose de su control.
Fuentes:
-Edith Piaf. En mi canta la voz de muchos, de Matthias Henke (Vergara, Argentina, 2000).
-Histoire de Piaf, de Monique Lange (Ramsay Editions, París, 1979).
-Entrevista en revista Marie Claire (junio de 1962).
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