Sé que te pones viejo
y quiero verte como ayer cuando eras niño,
cuando eras un chiquitín que llevaba flores de calles
y roto tu calzón en las rodillas,
no como estás ahora, florido de edificios
y oloroso a baños de hojas medicinales:
César G. Torres Rodríguez (1912-1994), Conversación íntima
El Caserío, residencial público construído en 1956, terminó llamándose Andrés Méndez Liciaga. De veras, bautizo realmente merecido; pero fue un proyecto del Alcalde Fey Méndez. Se hizo porque el huracán Santa Clara azotó sin piedad y se quedó sin techo, sin hogares, medio pueblo. «A fuego, viento huracanado y lluvias, Dios castiga al Pepino», decía un residente como Miguelito, Voz de Trueno, jovencito dotado por los dones del Advenimiento en el Séptimo Día.
Llegó a ser un gran pastor. El encarnaba la virtud juvenil, la decencia y el temor a Dios, en ese caserío que, a diez años de fundado o construído, daba vergüenza. ¡Por sucio, despintado, habitado por la morraya; era un pueblo de chusma, alcohólicos, tecatos, hasta dijeron que lo peor de Pueblo Nuevo y los campos, se juntó allí! La renta de alquiler era tan baja. Fue vivienda para el pobre y la gente en desgracia. Y allí, sea como sea, a Miguelito el espíritu lo levantó como profeta. Allí, allí en «ese caserío de mierda», ese cagao Canaán de edificios repetidos, iguales, azulinos y grises, Dios dio su testimonio humano.
Sin embargo, allí se formó él, comiéndose la Biblia, los libros de la Hermana Elena G. de White, diplomándose de los cursillos por correo de La Voz de la Esperanza! En esa área predicaba, visitaba enfermos, reprendía, si era necesario, a chicos descarriados, ruidosos, que daban sus primeros pasos con el pasto. La Santa Greefa.
En el Caserío cundió la marihuana. O la vendían.
Entre la gente que sí visitaba estaba cada adventista, y cerca de ella, vivía Gina del Rosario, emparentada con Cuberos de Pueblo Nuev y casi en la esquina, en una planta alta, del mismo Caserío, la mamá de Marco el Loco, que era otra santa, analfabeta, pero, más dulce que el caramelo. La amargura en su hogar era su hijo. Abriéndose sus pasos, en medio de esos dos tormentos, Doña Gina, alcohólica y escandalosa, y Marco, aquel desventurado, borrachín que a su madre decía: «¡Mátame, Dios, que yo no valgo ná!», iba Miguelito, siempre deseoso de no hallárselos, porque es gente deprimente, burlona, gente que lastima cuando distingue a los santos.
Miguelito, si a persona tenía un poco de miedo, era a Gina. Con toda la parentela de don Funda, cautela... Camaronas eran Cuca y Felicia, lindas, pero camaronas, camarón eran Rogelio, Papiro y El Puma. Con Marco el Loco, el reparo de Miguelito es otro. No le gusta que venga y lo rete a que lo parto un rayo que él saque de sus oraciones.
«Tú díle a Dios, a tí que te oye, santo muchacho, díle que me envíe un tiro, que me rompa en pedazos».
Incluye, en sus rezos fervorosos, a la anciana que sufre, a Doña Minga, y al hijo incorregible, Marco el Loco, quien no siguió consejos y ha llegado a viejo, en la bebida, dando tumbos por las calles y pidiendo la muerte!
«¡Dios, mátame! Yo no valgo ná».
Para Miguelito, el caso de Gina es más trágico. Y la salpica en sus oraciones. Un hombre de oración es el Pastor del Caserío, Miguelito Voz de Trueno.
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