Wednesday, February 13, 2008

¡Aquí viene Oppenheimer!

«Northeners came to view slavery as the very antithesis of the good society, as well as a threat to their own fundamental values and interests»: Eric Foner

Víste de blanco quien es más negro que las mismas tinieblas. Es más que una moda en el pueblo. Hay quien se pregunta por qué. Vestir de blanco da status. Observan a Oppenheimer. Seis pies al menos de estatura. Ciento ochenta libras acomodadas en su altura. Su carne maciza se entalla al inmaculado traje, de níveo lino, con que se adereza una vez que sale de la Central La Plata y le sonríe a la gente con dentadura de oro. Tiene la boca reluciente, mucho sol de oro con que anuncia que es hombre bueno y trabaja muy duro. Es un hombre que sabe y cita a Henry Clay y James Monroe. Habla mucho sobre el Norte. Valores fundamentales. Una buena sociedad idealizada, donde el color de la piel es lo de menos.


Los negros no se deben ir al Africa. No deben ser devueltos. Es un error. No es justo que los manden a Liberia. Sin embargo, el ideal de Clay y Monroe es que se larguen. Se vayan al lugar de su ancestral procedencia. Oppenheimer guarda un héroe en la cabeza: el negro libre y rico. Uno será como James Forten. Uno de Baltimore. Uno que él mismo, si se esfuerza, puede llegar a ser.

En ocasiones, cuando Cheo Padró, el socialista, da sus discursos en el pueblo, él va y lo oye. Después, de regreso a La Plata, los comenta y les dice a los ingenieros: «¡Padró, ese aprendiz de comunista, no me gusta!»

Hay gente que en el Pepino de los Treintas ya lo percibe por su espíritu de contrariedad. Le dicen:

«¡Carajo, nada que sea negro a tí te gusta! y Cheo por tí saca la cara».

«No es él a quien necesito que me eduque», dice Oppenheimer. Comienza una insolícita justificación que raya en la jactancia. Que gana buen dinero y que le sobra para tener muchas cortejas. Cree ser afortunado. Vive en los rumbos de Piedras Blancas. Sus amistades, con la cuales ensaya la poca amabilidad que algunos creen que tiene, se concentra en los alrededores de la Farmacia Echeandía.

Con el paso de los años, su actitud comenzó a cambiar. El tema de sus conversaciones dejó de ser la identidad de negro y sus ideales de éxito personal. Sin duda, se entretuvo con el orgullo de satisfacer mujeres en la cama por los litorales, donde hizo rumbos. Se volvió muy gritón y se autoanunciaba, con voz estentórea, por cualquier lugar donde pretendía su asomo.

«¡Aquí viene Oppenheimer!»

A partir del día que perdió su trabajo, se convirtió en el terror del pueblo. Atacaba a la gente sin motivo. No soportaba una alusión a su vida de don Juan. Supo que contrajo una sífilis y la frustración se tradujo en odio por el sexo femenino. Sin trabajo, descuidó el esmero que celaba para sus blancos vestidos.

Los vecinos ya lo consideraban uno más entre los «locos» y «pordioseros» del Pueblo. Sólo que él no sabía mendigar. Era un loco violento. Echaba bofetadas a quien él interpretara que lo miró con malos ojos y golpeaba muy duro. El pirotécnico Augusto Torres fue uno de ellos. Quedó tendido en el suelo en una tiendecita que ocupaba el terreno, donde se construyó el Teatro Gloria. Aquella noche Augusto charlaba con amigos y le escucharon, sin preocuparse mucho, cuando gritó, desde lo lejos:

«¡Aquí viene Oppenheimer!»

Ninguno esperó que con un flashlight, sin mediar aviso, Oppenheimer diera aquel golpe que puso a Augusto a ver las estrellitas de los sesos.

En aquellos años del decenio del ’30, Pepino no contaba con más de tres o cuatro policías y, en vano era decirles, que Oppenheimer ya no era el mismo. Ya no hablaría sus temas del Norte progresista americano ni haría sus críticas contra Henry Clay. Su cerebro se había deteriorado. De hecho se le dificultaba reconocer a los hermanos Padró Quiles, de quienes llegó a dar elogios como negros buenos y que todo el mundo quiere. De Pueblo Nuevo, Oppenheimer recuerda a Lola La Colorá y, allá en los congales, han de estar los policías, ligándosela, como él antes de la sífilis que contrajo y lo apartó de los centros de entretenimiento.

«¡Ahí viene Oppenheimer!», ahora es el pueblo quien lo dice. Vendrá a golpear a alguien y cometer un robo. El paga la mercancía, pero en billetes de miedo. El toma lo que quiere cuando entra a un negocio. Impone el pánico. Hay comerciantes que se esconden debajo de las fanegas, bajo sus mostradores, o salen por las puertas traseras antes que él entre a sus establecimientos. Cuando el negro forma sus garatas, alzando la voz y poniéndose bravo, hay que darle dinero. Es la única manera de calmarlo porque, si no se hace, no se va. Asusta la clientela. Desata líos. Reparte puñetazos.

Toribio Hernández tiene una tienda de mercancías frente a la Iglesia Católica, o más bien, en los predios de la Plaza del Mercado. Se fue a ver una novia que vivía en el barrio Pozas, mas olvidó llevarse su revólver Smith & Wesson 32. Acaba de acordarse que, en la tienda está su hermano Horacio, de 15 años de edad, y que le advirtieron que Oppenheimer va en camino hacia la Plaza del Mercado. Toribio quiere desandar la ruta y posponer el viaje a Pozas. Oppenheimer, según dice, es ya un loco peligroso y tan joven encargado de su tienda, como es su hermano, puede que sea víctima fácil del tunante.

Toribio no llegó a tiempo. Horacio se estremeció de pies a cabeza cuando el negro gritó: «¡Aquí llegó Oppenheimer!»; pero, una hora antes, con curiosidad de muchacho, el adolescente se entretuvo con la fascinación del arma descubierta, guardada en un armario. A solas, aprovechó la soledad y se llenó la mano con ella, se imaginó portándola en la cadera como un vaquero del Oeste. Se figuró, en su fantasía, como el valiente Marshall Dillon que quitaría fantasmas criminales de su paso. Horacio se aproximó a un taburete de la tienda, donde colocó el Smith & Wesson, pues, por el entusiasmo de tenerlo entre sus manos, no lo había guardado. Precisamente, por la cercanía del arma a sus rodillas, desde el lugar en que estaba sentado, cuando oyó:

«¡Aquí llegó Oppenheimer!»

sin pensarlo, casi por instinto, recogió el arma del taburete e imitó la voz de quien amenazaba:


«Aquí està Bueyón» [Bueyon, su sobrenombre], gritó Horacio, apuntándole.


La reacción fue inesperada. Al negro se le puso el rostro blanco. Lo estaban apuntando con un arma por primera vez, por lo que, entonces, salió como una bala del negocio. Tan histérico y aterrorizado estuvo por verse encañonado que no reparó en el jovenzuelo, sino que gritaba por la calle en su corrida que alguien lo quería matar.

Santo remedio. Jamás volvió a entrar al negocio de los Hernández.

Los comerciantes vecinos supieron del incidente. Roque Vélez López, Ney Hernández, Pablo Quiles, los gemelos Maso y Manolo Rosa, el viejito José Gonzalez [Chavito], en fin, gente que testificaron las tropelías del loco y la hazaña vivida que lo apartó de los alrededores.

Desde entonces, al verse a Horacio Hernández y recordar al energúmeno, zurrado de miedo, lo saludan diciéndole: «Ahi llegó quien le puso vergüenza a Oppenheimer».

* Este cuento se basa en una historia aportada por Horacio Hernández Campán y de la que él mismo escribió un relato recordando el incidente y al pepiniano Oppenheimer, loco violento del decenio de 1930.

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