Thursday, February 14, 2008

Elsa, la pata


A Elsa Torres Rivera, M. D. (f. circa 2002)

Hija de Don José Torres y doña Milita, buena cepa, Elsa sufría por otros.

Decidió que estudiaría medicina. Se quemaría las pestañas, desafiándose a sí misma, pues hay aceite en su lámpara. Un sentido de misión piadosa, vocación de ciencia, dones escrutadores.

Tuvo por alma a Psique, curiosidad y belleza. Delgada, de 5.5" de estatura. Tiene su cara redonda, ojos orientales y labios finos, no bembos, que a muchos cautivaron de España a Puerto Rico.

Con senos túrgidos y grandes, en ese pecho, amplio regazo, latió la nocion de que las quimeras no existen. En materia de amores, no irá a buscar un monstruo mitológico. Ni el princezuelo azul de las cursilerías ni al cuaco americano que la pudra en dinero y confores. Mejor que ni se casa. Un tipejo colmillú dijo, tiempo antes, que Elsa es fea y, porque ella no es bobolonga ni sumisa, agregó que es pedante.

No hay esquemas [así quiere pensarlo] para las ilusorias y temerarias incongruencias, sólo unas tareas que cumplir. Ella las cumple. Las ha cumplido con dolor. Regresó de España con un título bien merecido. Venció a incrédulos facultativos españoles, neofalangistas que a las negras las observan con recelo, por prejuzgarlas estúpidas.

«Saben mover las nalgas. Huelen a sexo, ¿qué otra cosa?»

Se impuso, al fin, ante los fachos más pedantes del franquismo, su vocación apasionada, su intelecto superior para la ciencia.

En el Hospital de Distrito de Aguadilla, ella hizo su internado. Ya es ginecóloga… y, al parecer, se ha enamorado, aunque no vino a Puerto Rico por eso.

Su moral es natural y el mundo que la rodea, todavía es incomprensivo, chauvinista, prohibidor. Miran a lo externo. Una flor de castaño rojo está en su frente, como una marca, Caín / Eva / que sudan su pecado y los hombres mediocres lo comentan.

«Esa mujer es guevúa. Elsa es pata».

Tendría su encanto cuando se llevó para su primer amorío a una recién casada (Caqui Berríos, chaparrita de color de rosa, a quien llamó «Bonita mía»); encantadora tendría que ser quien otro segundo amor lésbico lo obtuvo con una mujer más madurita, ya parida con par de hijos.

«Soy así; ya puede que no cambie», perjuró.

Es una rescatista nata, como lo fue su madre, quien dijo que los dead-end kids / titerería y orfandad, sí, existen, pero bien que no los habría si fuesen más numerosos los seres altruístas. Esto lo acepta y lo lleva en el alma como el grato aprendizaje de sus primeros años.

«La vocacion de curar me viene de maita», dijo.

En unos cuarteles largos, en las esquinas de la Calle Guajataca y los caminos de salida que van para Hoyamala, desde mediados del '20, en Pepino, los desnutridos y remendados aterrizaban por un caldo de gallina, o por café y pan. En la tarde, se les sirvió su plato de viandas. Al enfermo, al recetar, lo que doña Milita dio fueron cucharaditas de aceite de bacalao. Al haraposo, entre esa gente pobre de las dos Hoyamalas, su donativo sería ropa y zapatos.

«Si, sin ese ejemplo de Maíta, ni yo sería médico ni Aníbal, boticario».

Elsa llevaba ya 30 años de carrera cuando volvió a los estudios. Esta vez en Puerto Rico. Nueva especialidad, radio-anestesista. Además de su práctica, la Dra. Torres Rivera teorizó, enseñó medicina y supo quiénes, en su pueblo natal y en Aguadilla, más que médicos fueron matasanos, intrusos en este sacerdocio.

Con títulos y reválidas compradas a la Junta Examinadora, el rico se burló del pobre y del enfermo. Esto la enfadó muchas veces. No es justicia para quien ha estudiado tanto. Se graduó con honores. Se explica, en parte, su desencanto con los truhanes.

Mayoritariamente, dijo ella, a la profesión lo que hoy llega «son hombres, lambiscones y arribistas».

«Isis va en aras de Osiris mutilado, pero, ¿quiénes van por la mujer, la parturienta en dolor, la mórbida, tres veces explotada en la sociología, quién que la saque del infierno, o los oprobios, con plena responsabilidad y rectitud?»

Mas bien, las maltratan en vida. Les dan golpes.

Elsa sabe amar, cosa difícil, ‘como Maita amaba’. Desearía que la amaran, no por frías demandas ni por lástima. Ni por conveniencia ni agresión coercitiva. Su amor, si es que es uránico, escorpiónico, serpentino como los flujos sanguíneos, algún día entregara su misterio. Ojalá sea pronto. De las honduras de ese amor tan venéreo, tan órfico-venusino, de las séptimas esferas del Infierno de Dante, que el celo de la bella Afrodita se transforme en compensación. Que sea grato cuando ella despierte. Como Esculapio, Elsa vive en aras de recobrar, no sólo el conocimiento que faltara, algo más alto anhela, la Sabiduría.

«Aprender más del arte de curar y del verdadero corazón y la rosa es lo que quiero».

«Búscate un hombre», le dijo su corteja. Está un poco enojada porque Elsa le ha pegado.

Alguna angustia, o frustraciones, la trigueña se las quita de sí con las cervezas. Otras veces con sexo. Es como una yegua que se chorrea de gusto, chocho con chocho, ombligo con ombligo. Con otra maricona, cachapea y orogenitaliza. Se imagina que es un varón centaurizado; pero, dentro de si, se preserva su ente humanizado, compasivo, que comprende al enfermo, a su pareja, a su mundo. Amar es ya un ejercicio más dificil. No es sólo sexo.

Ha vivido y vencido entre varones que compiten, pero que, desde un culto materno, aún parecen que están alejados del secularismo. Son dogmáticos. Ha nacido en un pueblo que es vitrina mimética de vicios y desastres. Es pepiniana.

La tierra que vio nacer a María Juana Beníquez, pianista virtuosa, también negra no le gusta; vio que María Juana sufrió por las calles del desprecio una vez se vio descompensada, cleptomaníaca e ida de sí misma porque, en justicia, a los dolientes de corazón no los proteje nadie. No se les acerca quien los comprenda y los apoye. Al visionario lo apartan.

Elsa recuerda qué realenga y miserablemente vivió la Dra. Marcianita Echeandía; se prefirió llamarla vieja loca. En este pueblo, a las energías creativas del pobre, o del rico, las desarticulan, las desarmonizan. A estos sujetos, a quienes son más brillantes, les aplican el ostracismo y, el destino de atruísmo de los corazones generosos, se dispersa en pobreza si son ricos; o con burlas de la novelería, si son pobres. La peor pobreza es verse solo / sola.

Se ha asustado de pronto.

Llevan seis años juntas; pero una víctima de sus golpes se ha quejado: «Te voy a dejar, Elsa. Te vas a quedar sola», la amenazó su corteja.

Alguien ya le dijo, al mudarse a Guaynabo: «No hagas eso. Te has vuelto maltrante. Son muchas pelas a la pobre de Esther, quien te ha querido por años».

De 1957 a 1974, por lo menos. La conoció, como enfermera, en Aguadilla y se la trajo consigo.

Elsa enfrentó por primera vez los celos.

La nueva anestesióloga, respetada nacionalmente por sus diagnósticos precisos, cambió. Protegería ese amor. Dejaría de beber tanto y de tundirla con palizas como se hizo costumbre.

Cuando todo parecía que iría bien y mejor organizada estaba su vida, vino el diagnóstico de cáncer.

«No sé si ésto es la muerte, Esther», le dijo. «Perdóname las pelas que te he dado. Siempre habrá una que no olvido. Heraclés flechó mi seno. La maldición se mudó hasta mí».

Su pensamiento fue al pasado más reciente necesariamente. No se lo dijo todo.

«También yo he sufrido y no me quejo», anticipó para ella.

No fue una muchacha del montón. Su inteligencia fue interrogadora. Un alto nivel de serotonina le dio memoria de elefante. Quiso olvidarse de algo. Es imposible. Fue cómplice. Acto indigno lo que hizo con un medio-hermano que, en colectivo, maldijo a toda la familia. Está al pendiente. Piensa en lo sucedido y en cómo se va cumpliendo todo como una profecía.

La mujer siente el dolor con más agudeza que los hombres. Psique pregunta por lo monstruoso, la morbidez, la enfermedad. Eros dice que entre la crueldad y el afán de perfeccion espiritual las distancias son cortas. Nunca ha temido perder la razón o el equilibrio, pero Elsa bebe mucho. Y lo sabe, no se lo justifica. Lo sufre. Mas su mente sigue lúcida, decenio tras decenio. Y todo lo recuerda. A veces piensa que tuvo carencias afectivas en la infancia, porque su madre fue de TODOS y ella habría querido, momentos más intimos, secretos particulares entre ambas.

Tiene la certeza de que dominará esta situación.

«Ha sido mucho mi egoísmo», lamentó Elsa.

Aunque no tiene un trapo rojo por lengua ni ganas de quejarse, la doctora Torres Rivera ha evaluado que el mundo todavía está acosado por dos pasiones imperiosas: la Virtud (que sugiere, házte eterna, soporta, calla, no devuelvas los golpe, sufre) y la Líbido, que preanuncia los placeres de la carne, delicias a veces inmorales y que se callan. No se comunica el placer, de todo a todo, pues, el poder tiene para ofender a propios y extraños. La dicha venérea estigmatiza, irreconcilia. Ronchas levanta. Callejones tiene para que se cumpla, con carcajada o violencia, la experimentación con la psiquis.

El amor es un derecho natural. Es el por qué del misterio por el que hemos nacido. El amor organiza el caos y, sentirlo como Elsa, es reorganizar su mundo y el de otros. No hay criterio ético que a ella diga: Ama de este modo; no hay otro modelo.

Cuando bebe, cerveza tras cerveza, lo confiesa:

«Nada es mas bello que la mujer desnuda. Su rosa, su lirio abierto. Su pezones hinchados. Y pegarle la boca a sus senos y mamar en su raja, la viscosidad, el sabor lactoso, la acritud…. Subirse a ella, como se encima, se adhire el macho, lleno de comezones».

Ella lambisquea, succiona, mete los dedos. Explora vulvarmente como experta, besa y ama por la energía erótica que regula y recula sus hormonas para que el amor surja del Caos. Ama por lo mismo que ama el varón: razón de hormonas: oxitocinas, química de la testosterona, erotismos de la serotonina, sustancias sedantes y antidepresivas. Fraternización bioquímica que inunda la sintáxis recursiva, el lenguaje.

Se ha despertado de un sueno. La golpean. Y es gente neptuniana, criaturas de mar. Dicen que no salga de cierto lugar. Que no vuelva a su casa. En su casa, no existe ni el dolor ni el karma. Hay una cruz cardinal que su madre adoraba porque significaba la Puerta Final. Saliendo por ella, no se vuelve al mundo del sufrimiento para reencarnadas almas en pena.

Ahora ve los rostros, entes que visten de púrpura y parecen toreros y rejoneadores a caballo en la Gran Fiesta del Vigía de Oriente y sus emperadores. Quisiera ver a quien descansa sobre un trono y, por desgracia, es Franco.

Esto carece de sentido. Elsa desconoce que sueña. Se ha metido en otras lógicas del alma y, al final, los detalles oniricos mientan a España. Toros. Establos de caballos. Espacios abiertos de Domecq y Andalucia. Ha visto una mujer que se cubre el rostro con un mantón. Ha de ser ella, se imagina. Lo descifra gracias a dificiles asociaciones. Elsa no quiere estar allá.

¡Volver es lo que quiero, volver!

Piensa que está muy lejos de su tierra y de su autoctonía. Desespera. Su misión ha querido que sea en el pedacito de Caribe en que ha nacido... Ahora, por fortuna, se suma otro destello. Un detalle le revela el Campo de Tiro, un mojón del camino permite que ella lea «Bahomamey: 2 kms.» En la todfavía confusa secuencia, observa a unos hombres. Arqueros. Como indios o moros, o griegos o neptunianos, disparan flechas y a ella le duele el busto, porque también amarra un arco a sí. La correa cruza donde tuvo un seno como si fuese una amazona, con el pecho cortado.

«Despierta», implora Esther. Besa con delicadeza su busto, pero, en el pesadillesco tramo de este inconsciente exaltado, ya Elsa no es Diana, la Cazadora ni siquiera es totalmente hembra. Es una centauresa. Su cuerpo es mitad yegua y el rostro, un motivo arabesco… Quiere entender si ha regresado. Otros detalles la hacen consciente de un dolor en sus senos.


«¿Qué pasa con mis senos?»


Siente que la rearropan con una frazada. Interpreta la sensación de que penetra en una cueva. Es la vulva de Esther que la protege. Allí se quiere amparar, con miedo al mundo, hasta que le abran esa puerta, con la Cruz Cardinal, dibujada por los sacerdotes de la Mar, conocedores del misterio de Neptuno…

«Abran esa maldita puerta», grito Elsa. Oye gritos internos.

«No. Desmembrarán a Osiris. No lo veas», alguien le advierte.

Y no sabe de quién es la voz y ni desde dónde se lo dice.

La luna se volvió roja sobre el barrio Bahomamey. Una emoción de hastío se vuelve muy viva.


«Abre esa maldita puerta», grita Elsa.


Un nuevo viso del pasado se asoma. Rememora. Su hermanita, amante de Tommy, se había encerrado en el auto.


Es muy linda, pero no cree en los espirales del karma. Tendrá un bebe en días de mucho vicio y violencia entre los hombres. Se ha dejado seducir por centauro de la canalla salvaje.


Alguien abrió al fin. Esther la desarropó y la sensación fue grata. También juntaron los sexos. En el sueño se sintió mitad caballo, de la cintura hacia abajo; pero redescubrió sus pechos. A medida que Esther se los besaba, la doctora, fuera de sí, como si no tuviese un cuerpo, decía más incoherencias…

... Volvamos al Aeropuerto, no tardará en que veamos la otra Puerta Abierta, y pediremos que se nos abra, mujer... Vamos volando… olvídate de Tommy. A él le corresponde navegar, a gatas hasta El Barandillo, pero tú y yo volaremos… se están matando los centauros, en España y Tesalia, en Pozas y en Juncal, en Bahomamey y Guacio… pero Quirón es bueno, abre puertas que estuvieron cerradas, abre el amparo… él nos daría la vida si pudiera, no merece la agonía, pero nos daría la vida y la paz, su amor infinito por el género humano…

Ahora, con el placer de volar, sentía las secreciones…

Por la misma razón, en España, se enamoró. Alla voló por primera vez. Aprendió a beber vino, a darse a la bohemia, a combatir el estrés con voluntad de su sangre, a manejar ciclos de sueño al asomarse la noche. Y un dia, con una bruja, aprendió a volar y descubrió el pequeño falo de la amiga, y como se agigantó al contacto con el aire y la altura, porque volaron de Tesalia a Madrid, de Sevilla a Barcelona… y una escoba estaba bajo la pelvis de ambas. Una escoba para las dos.

Hoy fue una sensación distinta.

Al amanecer, Elsa bajó de la cama. Buscó la escoba que no existe. Una Puerta Cerrada que no existe. Osiris con el cuerpo desmembrado y no existe. Tommy que no existe; duele calladamente porque ha muerto. La familia Rivera-Bourdón se va haciendo pedazos, paulatinamente.

Elsa estó triste. Y ya sabe por qué.

Tiene ya la serotonina en sus raseros y, con cierto pavor, ya controlado, la sospecha del cáncer. Duele uno de sus senos. No es que lo sueñe. Y el sueño trajo a Tommy a su memoria.

Y ahora la tristeza es más que triste. Es culpa.

Para comenzar el día besó a su amada, Esther, la enfermerita y, en vez de ir a su consultorio, notarizó su testamento. Todo como herencia sería para Esther, pero un carabalú se formó en su casa. Un egoísmo dualístico espera que reparta con los suyos.

«No se casó esta pata».

Esther no vivirá en desamparo ni en miseria moral por ser lesbiana.

El dolor moral de todos que alguna vez provocó Doña Milita ya no será en vano, aunque ya no se trate de su hermano.

«Querrámonos más que antes, ¿me lo prometes?», propuso a su corteja.

A Esther no le dijo la razón. La muerte de la doctora y el obsequio de su herencia, en pocos años, vino por sorpresa.

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