Ahora tenemos un problema adicional. El piensa que yo soy un vecino malo.
Mi vecino ya no me saluda ni en esas poquísimas ocasiones en que podemos coincidir en la llegada a casa. Será a eso de las 8:00 de la mañana... «Quiero dormir y no puedo», alegaría. Y, según él, la culpa la tiene la viejita de los tamales. No pasan diez minutos de que llegamos, cada uno a lo suyo después de los turnos nocturnos de nuestro trabajo y el deseo común de echarnos a la cama, cuando la viejita alborota el área. Ella vende tamales a domicilio. Golpea con un cucharón la verja de metal que separa nuestras casas y, cuando sobre el portal de mi entrada da los agudos golpecillos al hilo, la atmósfera se llena de tañidos que parecen los del campanario.
El tiene un perro bochichonso. Casi siempre lo tiene dentro de la casa; pero si su puerta se abre sale a ladrar desesperadamente por todo su patio. No tolera la presencia de nadie que no sea su dueño. El perro acostumbra saltar por una ventana porque ha convertido su afición, una vez la olfatea a distancia, ofrecer sus más fuertes ladridos a la anciana.
«Tamales, tamalitos!», es el pregón de ella, quien me dijo ha cumplido ya la edad de los 70 años. Ninguno de sus hijos, casados, con hogar propio, da por ella un cinco. Ni le ayudan con la renta ni sus medicamentos. Ni con sus alimentos ni con sus vestidos raídos. Vive sola y morirá sola, según dijo.
Si ella no se levantara, desde las 5:00 de la madrugada, a preparar tamales, cocerlos, envolverlos en las hojas de mazorca, y salir a venderlos, empujando un carrito de carga, con sus calderos de tamales hervidos, no podría sustentarse. «De ésto como, pago los servicios de luz y agua. No tengo sábado ni domingo. Hay que trabajar, día a día, sin descanso. Trabajar a morir».
Le compro cinco o seis tamales. Que regalo. No los pruebo; pero nunca falta a quien de veras le gusten y los doy. Total: Viene cada tercer día y hasta me los deja fiados, por una endija del enrejado del balcón. Sabe que duermo de día y que trabajo de noche.
En la misma situación está el vecino. Su mujer, antes de que se separaran, por discusiones diarias y celos, compraba sus tamales por docenas. Daría detalles de cómo ella habituó a la tamalera a que visite su casa y la tenga en su lista de clientela. No viene al caso que diga cómo es la mujer que abandonara a mi vecino. «Buena para nada», incapaz de prepararle a su marido como mínimo dos huevos fritos para que se le una directamente al desayuno. La señora tenía buen apetito por otro tipo de huevos y, al parecer, en la noche, a mi vecino lo hizo cornudo.
El pregón de los tamales se hizo realmente insoportable desde que la vecina se fue y le han puesto casa, después del abandono y unos golpes del legítimo marido. Ahora comprendo las visitas policíacas que se sucedieron varias veces. El cornudo es golpeador y tiene en mente, para tranquilidad de su alma y acabar cierto martirio, echar de nuestros predios a la tamalera que golpea en la verja y rejas de mi balcón.
El tiene un perro bochichonso. Casi siempre lo tiene dentro de la casa; pero si su puerta se abre sale a ladrar desesperadamente por todo su patio. No tolera la presencia de nadie que no sea su dueño. El perro acostumbra saltar por una ventana porque ha convertido su afición, una vez la olfatea a distancia, ofrecer sus más fuertes ladridos a la anciana.
«Tamales, tamalitos!», es el pregón de ella, quien me dijo ha cumplido ya la edad de los 70 años. Ninguno de sus hijos, casados, con hogar propio, da por ella un cinco. Ni le ayudan con la renta ni sus medicamentos. Ni con sus alimentos ni con sus vestidos raídos. Vive sola y morirá sola, según dijo.
Si ella no se levantara, desde las 5:00 de la madrugada, a preparar tamales, cocerlos, envolverlos en las hojas de mazorca, y salir a venderlos, empujando un carrito de carga, con sus calderos de tamales hervidos, no podría sustentarse. «De ésto como, pago los servicios de luz y agua. No tengo sábado ni domingo. Hay que trabajar, día a día, sin descanso. Trabajar a morir».
Le compro cinco o seis tamales. Que regalo. No los pruebo; pero nunca falta a quien de veras le gusten y los doy. Total: Viene cada tercer día y hasta me los deja fiados, por una endija del enrejado del balcón. Sabe que duermo de día y que trabajo de noche.
En la misma situación está el vecino. Su mujer, antes de que se separaran, por discusiones diarias y celos, compraba sus tamales por docenas. Daría detalles de cómo ella habituó a la tamalera a que visite su casa y la tenga en su lista de clientela. No viene al caso que diga cómo es la mujer que abandonara a mi vecino. «Buena para nada», incapaz de prepararle a su marido como mínimo dos huevos fritos para que se le una directamente al desayuno. La señora tenía buen apetito por otro tipo de huevos y, al parecer, en la noche, a mi vecino lo hizo cornudo.
El pregón de los tamales se hizo realmente insoportable desde que la vecina se fue y le han puesto casa, después del abandono y unos golpes del legítimo marido. Ahora comprendo las visitas policíacas que se sucedieron varias veces. El cornudo es golpeador y tiene en mente, para tranquilidad de su alma y acabar cierto martirio, echar de nuestros predios a la tamalera que golpea en la verja y rejas de mi balcón.
Para evitarlo, pidiendo mi colaboración de buen vecino, el fulano me ha pedido que firme una queja, orden de restricción, a su presencia. «Porque no nos deja dormir esa maldita vieja». Ella alborota al perro.
Yo me negué, pese a que le dije que sí lo comprendo. «Hable con ella», fue a lo que insté. «Ella entenderá que usted duerme de día. Ni tiene que pegarle ni tiene que acusarla, porque, sabe usted, es extranjera, su paisana, y teme que la deporten, si la hallan vendiendo tamales sin un permiso de Salud Pública».
El no quiso oír razones. De hecho, está feliz con la posibilidad de que puedan deportarla. Que ella pase hambre, se vea sola, heroicamente sin descanso, no es asunto de él. Sus diez o más horas de sueño son más importantes.
Me ha mirado con rabia. Sólo me dijo: «Usted es un malvecino. Espero que no me dirija la palabra ni aunque viese que mi casa, o la suya, se está quemando»
04-03-2006
Yo me negué, pese a que le dije que sí lo comprendo. «Hable con ella», fue a lo que insté. «Ella entenderá que usted duerme de día. Ni tiene que pegarle ni tiene que acusarla, porque, sabe usted, es extranjera, su paisana, y teme que la deporten, si la hallan vendiendo tamales sin un permiso de Salud Pública».
El no quiso oír razones. De hecho, está feliz con la posibilidad de que puedan deportarla. Que ella pase hambre, se vea sola, heroicamente sin descanso, no es asunto de él. Sus diez o más horas de sueño son más importantes.
Me ha mirado con rabia. Sólo me dijo: «Usted es un malvecino. Espero que no me dirija la palabra ni aunque viese que mi casa, o la suya, se está quemando»
04-03-2006
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