El medita sobre el día en que dejó sus ataduras. Se distanció de amigos que no permitían que creciera su sonrisa. El asma de sus pulmones y la macilentitud de espíritu se las llevó a la escuela por años hasta que una maestra, quien le observó, sin lástima, preguntó: «¿Qué puedo hacer por tí para despabilarte ? Te queda un año en la preparatoria y saldrás tan pasivo y débil como entraste. Eres inteligente. ¿por qué pues defensivo y opaco?»
Nada de lo descrito fue para sentirse orgulloso. La Diabla, como decían a tal maestra, lo confronta. Quería verlo adolorido, expuesta ante sí su baja estima y por eso puso sus dedos en las llagas.
«Si usted es la mujer de Satán, pídale que me ofrezca el poder de ser malo y de tener amigos que me obedezan y respeten como soy». Mucha de su modorra y opacidad humana, de cierto que a él le venía de no tener amigos. «Obediencia quizás la tengas de unos pocos, pero respeto de nadie... ¿Qué tipo de amigos son los que quieres tú, siendo que ni tus gustos sabemos? Aseguro que no entiendes exactamente lo que pides. ¿Por qué se ha de obedecer a un tonto?» Tuvo que admitir que por irresoluto, no ha meditado lo que pide. No supo en qué consiste soñar. En efecto, la maestra propuso: «Haré que te conozcan cuatro amigos. Son los que más abundan y los más tentadores. Vas a aprender de ellos, o alejarlos de tí para siempre. Son mis cuatro amigos diablos, los que me ayudan a educar a los niños que no crecen ni superan sus miedos».
El primer amigo que con el Bobo hizo migas era más o menos como él, sólo que ansioso, obsesivo, y a veces ante la proximidad de estallidos de coraje o desazón, se inventaba el escape. Se ponía divertido, más que cariñoso, seductor y cachondo. Entonces, la brillaban los ojos y parecía una gata de lujo, mimadora y mimada por todos. Descubrió que, a veces en sus lujurias repentinas, se amaba más a sí mismo que a otros. El Bobo aprendió a amarse, aunque Narciso no lo amó suficiente. Lo dejaba aburrido y andar junto a él era como sentirse un fantasma.
Por Narciso conoció a quien no tiene fe, pero tampoco miedo. Uno que las cantaba claras, porque era apasionado. Todo lo quería de inmediato. Su lema fue: «Es hoy. Ahora o nunca», y siempre en el hoy de su cama tenía sexo, no besos ni arrumacos como Narciso. Su segundo, Juan, olía a mujer, a semen, a instinto, a urgencia vitales de la carne. Así fue también el tercero de los inseparables amigos del Bobo, a quien se fue retirando ese nombre, porque de bobo nada tendrá quien anda con Juan y Narciso y el hedónico Sancho el Gordo, que siempre provee vino y cervezas a barriles. Y en escuela, a la sorda, vende toques de mota y tachas. «El te consigue de todo».
Y El Bobo contaba los días para que acabe el curso. No lo dejan en paz los tres amigos. Siempre hay una nenorra que ofrecía bretes y el Bobo ya no era flaquito ni penoso; comenzó a echar barba y hablar con la certeza, jariosa y caprichosa, de los hombrecitos. La mala palabra, el maldecir y olvidar, lo aprendió con el cuarto demonio. Este se grabó en el brazo el tatuaje «Futilidad: Cabrón, si te ví, no te conozco». Para el Bobo fue fácil separarlo de su vida. El fue el pesimista del grupo. El aguafiestas. El que siembra duda y desasosiegos. El Futi fue más egoísta que Juan y Narciso juntos.
Y llegó el día. Fin de clases. Nadie se acuerda de que su apodo fue El Bobo en la Preparatoria. Se graduó como el «amigo de La Diabla», término que tenía más de distinción que de menosprecio. Y él fue elegido victorioso. Rompió las ataduras de su inicial insignificancia y vivirá en libertad. Lo aseguran. Ahora ya nadie elige por él sus amigos. Ahora el mejor amigo de sí mismo es él y sabe que los diablos son vencidos por los diablos mismos.
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