Como judezno de una familia tradicional, Jacobito vivió con su lealtad a preceptos. A cada mitzvot, dijo: «Bendito sea». El deja que las normas a las que menciona como Halajot dispongan el curso de su vida. El es feliz con sus barbas, su Torah y devociones y con los niños de Harlem, sea cual sea la raza, juega y les habla. Ahora son niños inquietos, energía del Caribe puertorriqueño, les cuida del bandidaje.
Una mañana en el invierno de 1950 un carro arrolló a la pareja: Jacobito y el niño que lo sigue a todos lados. Aunque la prensa, ya desmiente que fue por tal causa que ésto haya sucedido: un ataque cardíaco inesperado hizo que el chofer perdiera el control del volante. El auto fue a estrellarse contra ellos, subió a un murito donde se habían sentado.
Jacobo dialogaba con el niño, curioso de la sinagoga a la que entraba, sorprendido ingenuamente de su sombrero, sus barbas, su abrigo largo y negro. Los periódicos vespertinos, después del accidente, describieron que el niño quedó hecho jalea, con los sesos dispersos. El rabino Jacobito perdió una pierna y la mitad del brazo derecho.
Casi dos meses han pasado desde aquel noviembre en Harlem. Un diario vespertino infornó que, en aquellos días, el rabino estuvo con vecinos, casi todos judíos, polacos y puertorriqueños; la comunidad habló de abusos a partir del atentado que perpetraron Oscar Collazo y Griselio Torresola, dos nacionalistas que intentaron asesinar al Presidente.
Si aquí, en Harlem, el evento acaecido en Blair House estremece y levanta sus ronchas, ¿cuán presionados estarán los que viven en Washington? La intensidad persecutoria rebasa zonas metropolitanos, Estados, regiones y sectores de vecinos. Los partidarios de Truman cita ante la prensa a «inmigrantes malos, infiltrados por el comunismo». El apellido del rabino Jacobito es uno. Todavía hospitalizado y ocasiona revuelo su pasado: Su padre era de izquierda. Con una pierna y una mano menos, azorado por lo que se le está leyendo, se plantea que, después de todo, el karma existe y no es un invento de los que no quieren afrontar la responsabilidad de su existencia, tal como ésta se presenta y se forja. Tal como la que heredan, torva y trunca, mal hecha y sin opciones. Ha muerto un niño que aún no sabía echar la culpa a nadie ni imaginarse que la responsabilidad es de otro, o de un Dios con la Balanza rígida y sin misericordia.
Ahora examina otras creencias, majshavá sobre vidas pasadas y enemigos que, al parecer, no son desconocidos. El niño tiene en su parentela a los Collazo. Y no le parece casualidad, ahora lo destaca el diario, que Donald Birdzell, policía capitalino, murió ante la Casa Blair y el asesino tiene ese apellido, Collazo. El dedo de uno de ellos se engatilló con ira. Disparó una pistola Walther P38. Y el chofer, quien fingió que una cardiopatía lo hizo perder consciencia del volante, es de apellido Birdzell.
Insinúan que hay gato encerrado. Enemigos. El Congreso ya adoptó el Acta de Seguridad Interna para registrar comunistas en cada estado y fichar cada nombre de inmigrante sospechoso. «Jacobito es uno», porque, es cierto, toda su cepa está llena de rojillos, y por eso quien no fue víctima sumada al Holocausto, han sido estos cautivos socialistas, o polacos aguerridos en la Resistencia. Un esbirro de los Birdzell, quien estuvo presente en la junta comunitaria, atestiguó que el rabino condenó el atropello que está la comunidad boricua de Harlem, donde viven los Collazo y otras familias de Jayuya, Puerto Rico. Y Birdzell, el chofer mentiroso, sin un rasguño, sin evidencia clínica de sufrir lo que dice que sufre.
«¿Quién me explicará las extrañas coincidencias?», se pregunta el rabino. Quiere sostenerse de una creencia por primera vez que el rito no explica. No se explica que hayan querido matarle.
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