Friday, September 25, 2009

Los hombres se apendejan



Hay en este pueblito de imbéciles, como lo describe La Sabrosita, un sujetillo amriconado, quiso decir místico, que no le hace caso. Y ella es una hermosura. Con un guiño imperceptible, tira a todos los hombres a sus pies. A todos, menos a éste, que algo, algo, algo sabrá del pleno alerta, más allá de positivos y halagüeños pensamientos varoniles, sobre el crecimiento de la consciencia.

Desde adolescente, o casi niña, La Sabrosita sabe del poder de sus nalgas. Un movimiento picarón de cabeza, un pelo de su púbis, jala más que una carreta. Sabe que con su dulzura quita el ceño corajudo. Abre con las sonrisas como en una caja fuerte, sin necesidad de claves secretas. «A pelar el dientico, nomás», medita La Sabrosita, que hasta la fecha no ha necesitado Leyes Místicas para gobernar la vida ni seducir a los hombres.

Y es que tiene un rostro angelical. Una silueta de esas idealizadas por los Góticos; pero ninguno crea que es pálida, carente de sangre caliente. Es una jodienda tropical, con pelo oscuro y ojos azulinos. Su estatura permite espigadeces, moviminetos, contoneos. Es cálida, cachondona, con masa suficiente para unos ricos tamales, Es, además, inteligente, segura de sí misma, discretamente inquisitiva; pero no es confianzuda, ni en lo mínimo jactanciosa. No necesita decir que está sabrosa, tetudita, hecha a la medida de los dioses. No tiene ese culote de las que se nalguean y van a los teleshows a proclamar que son putas, o comparables a otras. Nada de complejos de más o de menos. Ella no requiere que invoquen ante sí creación de realidades. Es una realidad forjada seductora y no parece que exista el más allá cuando se autoevidencia como Espíritu manifiesto de una Ley del Todo y una ley de la Parte Original, esplendorosa que satisface a todos el que la ve, aunque no la toque.

En el pueblo, a su disgusto, los varones se concentran en el galanteo. La rondan, se visten, se perfuman. Se examinan la verga, por si acaso. Se vitaminan para si el momento llegara, que hagan, o puedan, o lo intenten sus prodigios con los espermatangios y la erección sostenida. No le aprendieron ni su nombre porque parece alemán y, al pronunciarlo, hay que estar suficientemente concentrado para no pasar por tartamudo. «No importa. Conste que no es mi nombre un trabalenguas capcioso».

Con ella, cualquiera sean los estatus civiles o las jerarquías corporativas en la empresa, los varones quieren gastar hasta lo que no tienen. La miran por delante y por detrás, se lamen y relamen. Ella, si se da por enterada, no lo dice. Es evidente que la aburren y que su placer no está en que la lleven a la cama. Pero todas las funciones cerebrales de estos hombres, interesados y admirados por sus dotes, están programadas para la macharrería.

Todos se sienten ejecutivos, aunque sean unos viles empleadillos, viéndola que pasa con tareas delante de sus escritorios. Su gracia es que es bella, simpática, sabrosita; su desgracia es que no pasa inadvertida y, ante sí, como verdaderos lambiscones, vuelan todas las moscas, disminuídas todas de cualquier función inteligente y expresando al varón primitivo, programado evolutivamente para pensar, si es que se trata de pensar o de expresarlo, en las oportunidades para conseguir una pareja, echar un polvorete. Tener un plante que ocasione la envidia. Con decir que el conserje le chifla cuando ella pasa, siendo de las moscas que se espanta.

Inconscientemente, en ese pueblito de bellacos, al varón se le olvida hasta responder lo más simple: «¿Dónde vive usted exactamente?» Debido a que con labios de La Sabrosita se preguntó al fulano que no lo esperaba, éste tartamudeó. Se apendejó muy gacho. No supo, no recordó decirlo. Estaba ilusionado con un polvo porque se creyó, de pronto, el más apto Adonis para alguna pretendida cita. Un cena quizás. Y él... sí era el soltero, el de magnos escrotos, el que no haría un ridículo si pudiera encamarla y sortearse en un folleo con ella. Pero se apendejó y dio una respuesta tan mezquino, todo nervios, una caca.

Entonces La Sabrosita fue donde el más feo, ante quien ella importa dos carajos. Se quejó ante el místico mismo: «Los hombres se apendejan».

«Sí», dijo él. «Ante una mujer bella, hasta el más joven es lento. Están obsesos con la transferencia de sus genes y las oportunidades que se presentan para experimentar un orgasmo; así que evolutivamente, reaccionamos como simios y mandamos la inteligencia pal' carajo».

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