Como una mancha que no saldrá jamás de la trinchera es la cicatriz que él tiene en la cara. Es que su rostro y su cuerpo, hoy adolescente, es muy hermoso. Y de niño, el Otro lo envidiaba. Buscaba, con el menor pretexto de un juego infantil, tocarlo. Le gustaban las nalgas de él, pellizcarlas, amasarlas, deslizar sus dedos bajo su camiseta o su pantalón, para alcanzar la tersa piel de aquel muchachito de su envidia.
En el vecindario, por su orfandad, él era el más querido. La vieja, amable y quejosa que lo cuidaba en medio de las pobrezas de su comunidad, tuvo que cederlo a los juegos infantiles, compartirlo con todos los vecinos como si su belleza fuese para orgullo y alegría del colectivo. Es que lo buscaban, prometían protegerlo, darle cariñosa compañía, para que no esté solo y le compraban dulces. El recibía agradecido lo que obsequiaba cualquier familia pobre cuando accedía ir a sus casas. Por esplendor se tuvo su presencia y no dolía a ninguno servir para él un plato de alimento, como pago a la percepción de la dulzura con que él sonreía, el brillo lleno de simpatía de sus miradas, su voz agolpada de calidez y picardía porque sí mezclaba su energía con el alma risueña que tenía adentro. El era belleza y gratitud por todos lados y, siendo apenas pubertario, juguetón, ágil, cariñoso. Lo llamaban Jesús, aunque su nombre era Pedro.
Para dañarlo, el Otro, uno que jugaba rudamente y se pretendía líder de la palomilla, urgió sus malos deseos. Al pensar en él, ese Jesús hermoso, se excitaba y pensaba que podría ser el macho que lo inicie y seducirlo en la charca, donde a veces se bañaban colectivamente, todos desnudos, pero, con excepción suya. El Otro, mayorcillo y malicioso, no tenía inocencia y su pene era enorme, razón para que no se desnudara con chicuelos y temiera el rechazo.
Como una mancha que no aceptará como lo inevitable es la cicatriz que él tiene en la cara. El Otro lo empujó sobre un asador durante el picnic. Y se quemó una mano, detrás del codo, una porción de su rostro. Alguien, hipócrita y malsano, no quiso que él fue primoroso y, creyéndose solo y oportuno, le atajó con su pie el paso y le sacudió de un empujón. Sabía que iría directo sobre la plancha ardiente; le quemaría las manos. Pero calculó mal. Sólo una mano y el codo pasaron por el fuego. El daño fue en el rosto, en la mejilla que le besara algunas veces, porque Jesús admite amor y en su alegría no había fermento de malicia todavía.
Gritó, como se espera. El Otro dio voces, pidió ayuda. Explicó: «¡Fue un accidente!» Y Jesús no entendía que el Otro fue culpable; asentía desde sus quejidos. «¡Me resbalé, me resbalé!» Era su esencia; pero, creció sin saber que estuvo equivocado. La mancha creció con él y, por excepción, una que otra vez se le vería tocarse el rostro y sentirse lloroso y triste. La cicatriz existe.
El Otro, sin embargo, ya no se atrevió, ni viéndolo ultrajado por su mal oculto, pedir lo que antes deseara para imponerse por fin y sentir que era amado. «Dáme el culo. No se lo diré a nadie, Jesús».
De Microrrelatos
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En el vecindario, por su orfandad, él era el más querido. La vieja, amable y quejosa que lo cuidaba en medio de las pobrezas de su comunidad, tuvo que cederlo a los juegos infantiles, compartirlo con todos los vecinos como si su belleza fuese para orgullo y alegría del colectivo. Es que lo buscaban, prometían protegerlo, darle cariñosa compañía, para que no esté solo y le compraban dulces. El recibía agradecido lo que obsequiaba cualquier familia pobre cuando accedía ir a sus casas. Por esplendor se tuvo su presencia y no dolía a ninguno servir para él un plato de alimento, como pago a la percepción de la dulzura con que él sonreía, el brillo lleno de simpatía de sus miradas, su voz agolpada de calidez y picardía porque sí mezclaba su energía con el alma risueña que tenía adentro. El era belleza y gratitud por todos lados y, siendo apenas pubertario, juguetón, ágil, cariñoso. Lo llamaban Jesús, aunque su nombre era Pedro.
Para dañarlo, el Otro, uno que jugaba rudamente y se pretendía líder de la palomilla, urgió sus malos deseos. Al pensar en él, ese Jesús hermoso, se excitaba y pensaba que podría ser el macho que lo inicie y seducirlo en la charca, donde a veces se bañaban colectivamente, todos desnudos, pero, con excepción suya. El Otro, mayorcillo y malicioso, no tenía inocencia y su pene era enorme, razón para que no se desnudara con chicuelos y temiera el rechazo.
Como una mancha que no aceptará como lo inevitable es la cicatriz que él tiene en la cara. El Otro lo empujó sobre un asador durante el picnic. Y se quemó una mano, detrás del codo, una porción de su rostro. Alguien, hipócrita y malsano, no quiso que él fue primoroso y, creyéndose solo y oportuno, le atajó con su pie el paso y le sacudió de un empujón. Sabía que iría directo sobre la plancha ardiente; le quemaría las manos. Pero calculó mal. Sólo una mano y el codo pasaron por el fuego. El daño fue en el rosto, en la mejilla que le besara algunas veces, porque Jesús admite amor y en su alegría no había fermento de malicia todavía.
Gritó, como se espera. El Otro dio voces, pidió ayuda. Explicó: «¡Fue un accidente!» Y Jesús no entendía que el Otro fue culpable; asentía desde sus quejidos. «¡Me resbalé, me resbalé!» Era su esencia; pero, creció sin saber que estuvo equivocado. La mancha creció con él y, por excepción, una que otra vez se le vería tocarse el rostro y sentirse lloroso y triste. La cicatriz existe.
El Otro, sin embargo, ya no se atrevió, ni viéndolo ultrajado por su mal oculto, pedir lo que antes deseara para imponerse por fin y sentir que era amado. «Dáme el culo. No se lo diré a nadie, Jesús».
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