Sunday, November 08, 2009

Sancayo, el creyente no creyente

There are in nature neither rewards nor punishments, there are consequences: Robert G. Ingersoll (1833-1899)

Sancayo Pérez es creyente del dualismo. A veces se consuela con un dios. Otras acude a muchos por causa del desconsuelo. Dice que el bien y el mal son relativos. Está convencidísimo de que la lucha del bien y el mal son embelecos morales y de que el alma y la materia no tienen autores. Son objetos infinitos. Por aquello de que existo y ergo sum, coincide con Darwin. El mundo es sólo la evolución de la materia.

Está cansado de que el alma no cambie. Su abuelo Ergo Sum le dijo que el Alma existe, cautiva en la materia y sufriente. Y en ésto, Sancayito es que desespera porque el sufrimiento no le parece una ilusión y lo es. Algo le dice que el Alma no pertenece al mundo material. Claro, es un dualista radical. Y, sin embargo, no quiere que el mundo exista. El ha pensado hasta en la moralidad del suicidio.

¡Pobre Sancayito! No debió irse a las Himalayas a estudiar en aquella escuela no teísta de los filosofastros pre-brahamánicos. Ahora se siente un mono, esperando que la materia se procese, a paso de tortuga, con la evolución, la disolución y la inactividad. Sí. Como todo pedante, como su abuelo Ergo Sum, él adjudica a la materia la producción de intelecto, individualidad, sentidos, carácter moral, la voluntad y hasta transmigración. Es, al fin y al cabo, un ser viviente. Un espejo, con su elemento vitalizador, y por más que le dicen que es una entidad infinita y sin pasión, distinta a cualquier otra y que antes de la muerte, puede liberarse, anirvanarse, él sufre.

Antes de suicidarse, Sancayito imploró a tantos miles de dioses por algún tipo de salvación. El, quien no fue teísta, pidió cacao de los dioses populares. Lo que pidió fue tan modesto, «que si hay vida después de la muerte, se le exima de la amenaza de algún renacimiento».

El es moral, en la medida que puede, pero en las Himalayas, con el consejo de los sabios que eternizaron los principios del Purusha y la Prakriti, lo convencieron de que aún haciendo buenas obras sólo se genera un orden inferior de felicidad. No hay sacrificio eficaz. Ni hay ética ni ceremonias que salven en rigor, transformándolo en infinito feliz y ésto es lo que lo convenció de que mejor es colgarse de un árbol de mangó con la soga al cuello, misma que su abuelito, el octogenario Ergo Sum Pérez utiliza para atar los cabros en su finca del barrio Mirabales del Pepino.

08-12-2002 / Microcuentos

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