Monday, November 01, 2010

Las juderías / 38 / novela

Juderías / Indice

38. ¿Te gustaría ser un Pedro-Pan?

«¿Por qué te quiero ver? ¡Vaya pregunta!», le inquirió ella y echó un grito que llegara a la cocina, donde sabía que estaba su hijo, lamiéndose los calderos de una masa batida de pan de maíz que la cocinera horneaba, o devorándose dos o tres cajitas de pasas. Como ya corre y parece que vuela, por la agilidad de su edad de 7 y su cuerpo delgadito, lo llama irónicamente el copiloto Peter Pan.

Andrés lo ha consolado con una improvisada pecera. Dos peces de colores que se halló en un frasco de cristal transparente por alguno olvidado. Le ha traído un par de cangrejitos además y, viéndolos, Carlos pasa horas y se ha olvidado de la tristeza del Pésaj. «No fuimos a Ceiba Mocha y él quería su día de campo».

«¿Cómo está él? Oyó que vine y no vino a que le diera un beso».

«Glotón, curioso y atento a todo. Sabe que vivimos bajo la Revolución y digo 'bajo' porque nosotros no vivimos en y con la Revolución».

«Es un niño», dijo él. Sara para desafiarlo volvió a gritar su nombre.

«¡Déjalo allá! ¡Tranquilízate! ¿Qué es lo que quieres?»

«Quiero que le preguntes si le gustaría ser un niño Pedro-Pan».

«¿Y quién es él para tomar esas decisiones?»

Carlos apareció escondiendo, manos tras la espalda, algo en una mano.

«Adivina qué tengo aquí», le dijo a su padre.

«¿Qué?»

«Adivina».

«No estoy para juegos».

Abrió una de sus pequeñas manos y lo anunció con orgullo, aunque en la mañana, en la biblioteca, se dedicó a hurgar en algunos de los libros de su Abuelo de qué se trata ese cangrijito rojo que le llena la mano: «Gecarcinus ruricola».

«¿Por qué lo tienes en la palma y lo aprietas con tus dedos? ¿No me digas que has estado comiendo y con esas mismas manos jugando con ese bicho? Eso no es higiénico. ¡Por Dios, sepa un recórcholis donde ha navegado eso».

«No le tengo asco. Andrés dice que vienen de las aguas de Pinar del Río, de Guanahacabibes, durante las primeras lluvias de la primavera y que le gustan más los bosques que el mar...»

«Debes botar eso. Eso vive en ciénagas. Posiblemente, ha de estar contaminada».

«Se alimentan de detritos, pero no sé qué es eso y le estoy dando pasas y migas de pan», dice mientras espera en vano que, por lo menos, se le explique qué alimento es tal detritos, ya que su madre no supo y le dijo: «Averíguatelo, Karl».

«Si lo alimentas con amor de cualquier cosa, se cría. No se muere».

«No pensarás que conserve eso, Sara».

«Mételo en el pote de agua. Lávate bien las manos y vienes. Te sientas con nosotros porque hablaremos contigo, hijo», sugiere La Abeja y, «ah, y avisa a la Camarada Malká, que Abram llegó y nos gustaría que nos diga que piensa de los que hablaremos los cuatro». Carlos obedeció y se llevó su cangrejito rojo.

«¿Cómo dijíste que le llamarías: nombre y apellido?» El niño sonrió, se detuvo a mitad de camino, dio otra vez unos pasos al comedor y dijo: «Camarada Geca y por apellido Guanahacabibes».

«Perfecto, Camarada. Ahora sí dile a tu abuelita que venga», repuso la madre. En la larga pausa de silencio, cuando Carlos despareció de su vista, Abram dijo:

«No me gusta que me desautorices delante de mi hijo. Me avergüenzas y puede que me pierda el respeto. Me haces pasar por mentiroso, poca cosa, para que maneje un asunto que concierne a disciplina. Lo consientes».

«A él yo no impongo nada. Confío en él. El quiere su cangrejito. Que lo tenga. Cooperemos con él para que no se le muera. Dejemos esa actitud de hay que matarlo, o botarlo, antes de que Karl aprenda algo. Esa no es mi concepción de la justicia.... yo creo que hay felicidad en que lo tenga y Dios no envía esa alegría que le veo con tus microbios imaginarios. Dios bendice todo lo que tocan las niños... mira, es la primera vez que yo veo un cangrejo rojo y que sé tantas cosas científicas, hasta su nombre y alimento, ¿Gecarcinus ruricola? ¿cómo fue que dijo? ¿Hablaste tú a la edad que Karl tiene sobre ovíparos, espermatozoides y cangrejitos que, como éstos, son limpiadores de la naturaleza? Mire usted, doctor Abram-Matías i Aaarhaus, yo estoy secretamente más feliz con ese cangrejo que él y si se muere, por malos cuidados, porque la Naturaleza es irremisible, estaré más triste que él... y ¿sabes que criará los primeros pecesitos de colores? Tal vez no lo sabes, pero lo he visto jugar con tierra, con cucarachas del sótano, y ni Diablo ni Dios lo enferman... Lo verás más sano que nosotros. Yo me pregunto por qué y, sin decirlo, él contesta mi pregunta callada. Desde que tengo el Ojo de Dios en esta joya, el Hamsa que me regalaste, no hay araña que me pique en el sótano ni avispa que me clave su aguijón. No hay sapo que me dé asco ni perro que me pegue sus pulgas y yo digo: Amén, amé, amén... Esa es la diferencia entre tú y yo, Dr. Abram, esposo mío, casi camarada... Me imagino que Leonardo da Vinci, o el mismo Servet, o cualquier anatomista de los que pasara por la hoguera, tenía más fe que tú, que no te crees hereje, sino un racionalista...»

«Bla bla blá. Que conserve su cangrejo, pero olvídate de las penas existenciales de los renacuajos y de la metafísica de las abejas y toda la bazofia que me hablas. Sé cautelosa y punto», se incomodó el médico. Se levantó cuando vio a su madre, Malká y el chico, que se aproximaban. Entonces, le besó la mejila y revolcó cariñosamente el greñero rubicundo de Carlos.

Al fin, se sentaron todos. Sara se levantó a abrazar la Camarada Mayor. Andrés se halló cansado y tal vez duerme.

La reunión fue simple. Preguntaron al niño sus expectativas de educación, si prefiere irse a España con la Sara, que fue una propuesta que Malká discutió con ella, siendo que Sara conserva una casa en Sevilla y tiene primos allá, parentela no muy lejana. Gente sencilla que no le dio con la política o las militancias. No habría ninguna sorpresa, al parecer ... porque. «ahora más que nunca», la BRAC necesita de servicios del Dr. Abram. El no se va. Por su parte, Malká está dispuesta a irse, siempre y cuando al morir sea enterrada en Ceiba Mocha. Se le permita el regreso. «Aunque sea un par de años, voy de visita contigo a España», idea que Abram le gusta, «y hasta llévense a Andrés», dijo.

Y el turno final de la asamblea familiar fue de Carlos. «Yo no me quiero ir, si es lo que quieren saber; pero si se van todos, yo no les puedo abandonar, voy también
... pero, ¿y la finca y el cangrijito que me dio Andrés y mis peces, y mi cama en el tonel de vino, mi cama de pirata, la hamaca que colgué... No. Yo no dejaría la finca de Bartolo si Andrés no la puede cuidar hasta que yo sea grande... ¿No hicíste una promesa de educarme como se educó mi otra Abuela, o de formar una escuela laica en el campo, con todo lo que aprendíste de Mañé y la otra Teresita, que fue torturada en Montjuic? ¡Ah, eso es! Te arrepentiste, mamá».

«No, no. Una promesa es una promesa».

«¿Entonces?»

«Sólo investigamos cómo piensas, si te gustaría ser un Pedro-Pan».

«¡Pues no!», gruño él.

«Yo no me iría de esta casa. Porque esta casa es mía».

Entonces, nadie se exiló. Y empezó a operar una escuelita en la Biblioteca que fue del Dr. Simón ben Abram-Sbarbí hasta que llegó el año de 1965. Se enterró a Malká en Ceiba Mocha. Hubo tristezas, enfermedades, penurias...

Y ni aún la Crisis de los Cohetes de 1962 hizo que el chico se atemorizara. La suerte de Cuba y la casa, junto a Andrés, la discutieron con franqueza. Abram hizo presiones para que todos se exilaran. Se llevó el chasco de su vida. Echó miedos con bombas atómicas, con una tercera guerra mundial entre soviéticos y yankees. No volvió a pasar una Navidad con ellos. Ni compró obsequios para los cumpleaños ni recordó aniversarios. Ni su boda siquiera. Eso sí: cumplía con las manutenciones. Vino, por emergencias, por ejemplo, por los achaques de Malká, o algún asunto que lo trajo a la casa, como si fuese un forajido de anonimia, que teme ser visto entrando a La Bodega. Dejó insultos infames y maldiciones en el poste sagrado, el tefilín.

Y, en 1962, 1963, 1964, Carlos dijo lo mismo: «¿Quién tiene miedo? ¡Yo no!» y se salió con la suya.

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