Por Magda del C. Iñíguez
Desde niño, Carlos López Dzur creció con la poesía en su hogar. Su padre Víctor López Nieves (1919-1996) fue su iniciador. Con sus poemas, aprendió a querer a los hombres y mujeres humildes, a los trabajadores más sencillos y peculiares que, en su comunidad nativa, dejaron su memoria, dosis de folclor y bondad. Pepe el Negrito, Chalo Mancha, Molina, Cheo Achiote, Pelo' Rata, Andrés el Aguador, muchos otros.
En adición, a los homenajes de su padre por los humildes, campesinos y tipos de la cultura urbana, él versificó su amor por su terruño, el paisaje local de San Sebastián del Pepino, el Chorro de Collazo, el charco El Peñón, el barrio Mirabales, la Plaza Vieja, la Luna mirabaleña y la nostalgia por su tiempo y tradiciones en desaparición, por causa del colonialismo y el materialismo creciente.
En el libro La barca de la vida (1995) y en muchas publicaciones de los semanarios Pepinito, de la década del '60, El Gorrión (de los '70) y El Sol, órgano de la Asociación de Maestros de Puerto Rico, está recogida la poesía de López Nieves que fueron para su hijo Carlos sus primeras lecturas.
López Dzur observa que existe un asomo de tantrismo implícito, no intencional como el suyo, en la poesía de Víctor. El supo la importancia, sexual, sicológica y material, que tiene la mujer en la vida de los hombres; sin ella, utilizando una metáfora de su padre, el varón es «barca sin timonel». La mujer es la capitana. [1]
Otro viso tántrico que, después de la muerte de su esposa Julia / Doña Yuya, Victor López Nieves hizo suyo está contenido en poemas como La nueva Eva y Salmo a la Nueva Eva. Se describe el «edén ya renovado», donde su esposa será endechada por ángeles y querubines como la Nueva Eva, «nueva edénica reina», fraguándose su «eterna Luna de Miel con lo divino». [2]
Es la madre amorosa de Carlos, la esposa de Víctor, quien inspira esa visión. López Nieves la sepulta con versos en 1987. En escribirlos estuvo su fortaleza diaria, catharsis para el poeta enternecido, asolado por la pérdida de ella, pero consolado por el pago de su deuda, el diálogo dármico debido y que él estableció al poetizarla desde antes que ella y él desencarnaran: «Estos poemas míos te dicen todo. / Todo lo que querías saber / y que no pude decirte de otro modo... / Ningún detalle escapa a mis versos. / Con ellos espero saldar mi deuda». [3]
Ahora es Carlos quien recuerda que él percibió, se anticipó a verificar ese reinado de Eva / Yuya que muy tardíamente se expresó en la poesía de Víctor; «Mamá Yuya fue siempre el ángel que tuve delante de mis narices; la única que me dijo, 'claro que los ángeles existen' y no hay que estar muerto y resucitado para verlos». [4]
La sensibilidad y grandeza, emocional y moral de su Mamá Yuya, como siempre prefirió llamarla, ha inspirado muchos poemas al meditador-poeta que se formaría, a partir del decenio de 1980. En septiembre de 1995, recapté de la internet su poema, titulado El proceso femenino, e intercambié varias cartas, preguntándole quién inspiró un poema con belleza y ternura tan inmensas. Obviamente, su madre. No la mujer en general.
Me informó que, al igual que su padre, Doña Yuya tuvo la cabeza cargada de poemas y los recitaba de memoria, sin abrir libro alguno.
«Contrario a mi padre que necesitaba ir y buscar, abrir un libro o revista, o revisar sus papeles en archivo, para repasar algunos textos de sus poetas favoritos, por ejemplo, Gautier Benítez, Lloréns Torres o César Gilberto Torres, este último, amigo personal de mi familia, con mi mamá uno se llevaba la sorpresa de verla en su mood poético; iba sacándolos de su cabeza... Yo la evoco cuando decía sus fragmentos de poemas como Nuestra Hora de Fernando Vázquez de Nieva u otro que decía: 'Yo conocí el amor / y es muy hermoso / para mí, fue fugaz y traicionero. / Convirtió en un infierno lo glorioso, / pero fue un gran amor / y fue el primero... ' El único libro que yo ví que ella leyó, apasionadamente, asiduamente, fue la Biblia. La musicalidad, ritmo y cadencia, de los Salmos y el Cantar de los cantares, fueron sus textos favoritos... Cuando caía en cama y no podía leer, yo calmaba su asma al pie de su cabecera, leyéndole los pasajes de la Biblia que nos gustaban y me encantaba hacerlo porque ese día no iba a la escuela, me quedaba en casa con ella... Un grato recuerdo es cuando elogiaba mi voz, mi entonación al leer; sabía que yo sería poeta, o quizás un actor; me comparaba con el declamador Braulio Pérez Marcio, de Argentina. Mas bien, este fue el radioanimador del programa La Voz de la Esperanza». [5]
La familia López sostuvo sólidos valores cristianos. Los valores teologales básicos (fe, esperanza y caridad) los representó ella, la madre, con más intensidad que el esposo. Las llamadas virtudes relativas o cardinales (justicia, perdón, prudencia y temperancia) llamaban la atención del padre-poeta.
«Mi mamá sabía transmitir su fe, su capacidad de consolación tan inmensa y contagiosa y, al mismo tiempo, ser práctica; su sentido de esperanza, nunca fue ciego; por eso sabía ser generosa, caritativa, cuando mi padre estaba más mezquinamente enfocado en administrar y proteger lo que materialmente teníamos que era muy poco; ya ésto de alimentar al prójimo, al buscón, como decía papá, él lo comprendió. Por eso en su poema Bondad dice: 'Nadie que llegara a sus puertas / en busca de paz y de consuelo / ... (por) ninguna razón lo dejó fuera... / la fe de los buenos resplandece. Su finalidad primera fue ayudar».
Cuando Carlos tiene la edad de 8 años, sus padres se bautizan en la denominación de los Adventistas del Séptimo Día y tal experiencia disgustó al niño-poeta en formación, porque el tiempo que las actividades de la iglesia quitaron al contacto de sus padres con él, «yo lo sentí como una pérdida».
Al abundar sobre el asunto dice:
«Los hermanos de la Iglesia eran, como yo los llamaba, una plaga... entonces, en mi casa, dejó de haber tiempo para leer juntos, o hablar sobre poesía o simplemente, sentarse a rememorar cosas, siendo más informales y profanos; la iglesia nos quitaba tres días y el sábado completo y, para la mayoría de aquella gente, que no mencionaré por respeto, mi opinión no valía para nada; sólo pensaban en hacer adeptos, en construir un templo y una escuela, en campañas de recolección, en los que dejan o no de pagar diezmos... y por eso fue difícil que se nos bautizara a mi padre y a mí. El y yo decíamos que era gente fanática. Me daba un poco pena de que, en medio de esa situación, yo pudiera no estar complaciendo a mamá; porque ella sí ya sabía que un día íbamos a necesitar de esa fe y de esa gente; la excepción a esa plaga fue un pastor, de apellido García, que nos ayudó durante una etapa crónica de enfermedad de mi madre; en lo que sí mi mamá fue franca al declarárselo a ese beaterío del adventismo de su momento fue: 'yo, soy asmática y no tengo ni salud ni tiempo para andar por ahí, pidiéndole dinero a la gente para hacer un templo y una escuela privada; esa gente que es más pobre que yo me inspira más ir a darles que a quitar». [6]
Según me contó Carlos lo que menos le agradó de los años de visitas a la iglesia y de los adventistas a la casa, fue que tomaran tan trivialmente sus palabras: «Yo quiero que vengan los ángeles, quiero verlos en persona y pedirles directamente que curen a mi mamá». Los ataques de asma de Mamá Yuya fueron los motivos de este anhelo tan profundo de la experiencia mística. De eso pudo haber dependido su consolidación en la fe. Sin embargo, aquellos hermanos (que él aún llama los «inmencionables, los fanáticos») quitaron el gozo al poeta en ciernes al decir: No es posible. Hay que morir primero, salvo por el bautismo y, al despertar de entre los muertos, entrar en el Reino Celestial para ver los ángeles. Dijeron aún más: meramente pedirlo es ya señal del alma presuntuosa, movida por la naturaleza de su pecado original. Es atrevido y blasfemo que se demande ante Dios ver a los ángeles.
«Yo recuerdo estas cosas con mucho dolor. Aún el himno, 'Cuando allá se pase lista' que fue el que más me gustaba, cuando se cantaba en el templo los sábados y en las reuniones del viernes a la caída del sol en mi casa, se convirtió en herida, en acusación. Era como un chantaje; primero, se me amenaza con la muerte segunda, el infierno; luego se me reclama a modo de un bautismo cañonero y se me informa que espere el Juicio Final. Toda una vida gastada en fe que no da ni el beneficio de ver la belleza de un ángel, ni un poquito de información sobre mi porvenir. Ni la oportunidad que supuestamente tuvo Abraham y Jacob, hablar amistosamente con Dios y los enviados divinos... yo, sino perdí la fe en el cristianismo institucionalizado, fue porque Mamá Yuya me dijo: Tú vas a ver ángeles más pronto de lo que los hermanos creen o te han dicho... En el poema que titulé Ansiedad anticipatoria, describo a esa gente que, con la noción del pecado original, dañaban a otros; pero primero hablo sobre mí...
Me avergüenza carecer
de la palabra para el quite,
ser tan manso.
Llega él, verdugo, y sufro
y me fío de mis fronteras
de corazón sediento de raíz.
a pesar de tambores de guerra,
tremebundos.
***
¡Pero en mi casa no me falta la caricia!
¡A los ángeles, yo los invento!
Ellos son el amor y fundan la paz
en medio de molicie.
Son el fulgor que da llamas
en medio de tinieblas.
Guisan la sabrosura de algún canto
y me bendicen y mi hueso
es más duro y mis labios sonríen
si mi boca se lame, sin bostezo.
12-4-1992
¿Cómo decirlo? estos consuelos no son posibles si no se tiene una madre como la que tuve».
El primer poemario de Carlos López Dzur fue uno de tema angélico, donde describía a una niña llamada Hazel. [7] El libro fue quemado por su autor y apenas se distribuyeron unos cuantos ejemplares entre amigos. Fue una edición en papel costeada por él mismo sin ninguna supervisión editorial. «Me dio mucha pena la cantidad de erratas al examinar el libro impreso y, sobre todo, que yo fui a la compañía impresora a corregir las pruebas y aún así se imprimió sin las correcciones que propuse». [8]
Antes de morir su madre y hallándose López Dzur en San Diego, California, realizando estudios de maestría en Filosofía Contemporánea, cuenta Carlos que tuvo una visita extraña en su dormitorio de estudiante. Ocurrió un sábado, a las 8:00 de la mañana.
«Estaba en calzoncillos; pero ya levantado... Leía... y ella llegó... No fue la primera vez que creí que alucinaba. Tuve otras experiencias más tempranas, en mi adolescencia... Esta vez sucedió que esa niña entró a la habitación, sin yo darme cuenta. Una niña que yo no conocía. Una criatura hermosa, simpática y dulce, con unas flores amarillas en sus manos; me saludó, acercándose a mi lado y me dijo que si había visto a su madre. Le dije que no, que ni sabía quiénes eran ambas. Me dijo: 'Soy Hazel, ¿no te acuerdas de mí?' Hizo un simpático gesto de enojo y se fue. Adivinó que sentí vergüenza por hallarme semidesnudo... No sé cómo entró ni cómo se fue. Literalmente, traspasó la puerta que estaba cerrada. Lo sé porque mi sangre se heló de pronto; me levanté de mi escritorio para cerciorarme que la puerta estaba cerrada y asegurada, así fue. No tuve que cerrarla. Siempre estuvo segura». [9]
Fue la última vez que la vio viva. El año siguiente fue la visita para asistir a su sepelio.«Yo escribía a mi madre cada mes, a veces cada dos semanas. Pero de veras un tercer año sin ir a verla, era demasiada espera para quien quiso despedirse de mí. Yo digo que mi mamá envió un ángel. ¡El ángel que quise ver desde que entré en contacto con los adventistas! ¿Qué otra persona, si no ella, Mamá Yuya, sabía ese detalle que nos entristeció, el malparto de mi primer libro? Hazel fue el nombre del ser angélico que yo había creado, siendo yo todavía adolescente, mis poemas de 1970; sólo mi mamá sabía de Hazel, los significados que había en ese personaje, el deseo del ángel para su curación del asma y de una experiencia personal con Dios que me permitiera el bautismo y la fe que mueve montañas».
«Nunca antes me sentí tan desamparado como el día que se me informó su muerte; pero nunca antes tan feliz como la Navidad que vine a pasarla con ella, mi padre y mis hermanos. Disfruté hasta el final las Fiestas del Patrón San Sebastián Mártir, a las que hacía dos años que no asistía. Conviví con amigos... pero, tras la muerte de mis padres, he sentido miedo por muchas razones. Me falta un pedazo de mí mismo».
[1] Victor López Nieves, La barca de la vida (San Sebastián, 1995), p. 108.
[2] Op. cit., ps. 19, 62 y 63.
[3] Ibid., p. 81
[4] Carta personal de Carlos López Dzur, 19 de septiembre de 1994. De aquí en adelante la referencia a las cartas personales (CP), se mencionarán como CP, las iniciales del nombre del autor y seguida la fecha, i.e., CP de CDL, fecha.
[5] CP de CDL, 18 de septiembre de 1995.
[6] CP de CDL, 3 de mayo de 2000.
[7] La historia de Hazel«Honestamente, por lo que se dijo sobre las contínuas campañas de recaudación, hubo más premura por hacer un gran edificio, con escuelas privadas para los miembros, por comprar piano nuevo, por una y otra campaña para ayudar a sabe quién y dónde, que en forjar cristianos. Esto molestaba a mi padre; por eso y muchas cosas la lealtad a la iglesia institucionalizada, al culto externo, se debilitó en ambos... Yo supe, por cartas de mamá, que en los últimos años de su vida su fe en los principios estaba más fuerte, aunque su relación con la iglesia muy fría; primero, porque echaban de menos su presencia en la misma, a nadie le importaba cuán enferma se hallara y luego porque trabajaba el sábado...
Recuerdo que, estando mi padre tan afligido por su muerte, se me pidió que, en nombre de la familia, fuese yo quien agradeciera a los presentes su asistencia al sepelio... yo, 'comunista del séptimo día', les eché críticas como un chorro de agua fría a los que alejaron a mis padres de la Iglesia, con sus incomprensiones; mientras mi mamá atendía hambrientos, sufridos y enfermos mentales, porque ese fue el trabajo que silenciosamente hizo, como su tiempo ético y moral ante Dios, otros iban a la iglesia a refrescarse y darse golpes de pecho... mi padre recogió el espíritu de aquella 'despedida' tan bronca que dije en su Epitafio: 'Aquí duerme una mártir / con el amor del cielo. / Lo poco que tenía quiso compartir / con los más necesitados».
«El primer detalle que me conturbó sobre el libro que tuvo por título Compañera superior fue la observación del poeta Manuel Joglar Cacho, eminente poeta puertorriqueño, a quien tuve el privilegio de prologar uno de sus libros, quien dijo que el título debía ser Compañera superiora; pero Hazel, mi personaje central, mi hablante lírico, no era una abadesa, u oficial de convento; lo que esa noción de 'superiora' me sugería. Yo hablaba de una superioridad espiritual, asociada a la mujer; yo estaba hablando, todavía sin gran conocimiento, del principio femenino de Shakti» (CP de CDL, 3-4-2000).
La fascinación del autor con el mundo de los desencarnados, las entidades transmundanas o metafísicas, está en cuentos escritos antes de 1980, como «El descarnamiento» (ps. 42-46), «Las figuraciones solitarias» (ps. 19-22) y «Halloween» (ps. 23-25), entre otros, que se incluyen en Sarnas de la ira parda (Editorial QeAse, Río Piedras, 1980). En la misma edición, se incluyen cuentos irónicos sobre el proceso evangelizador o el fracaso de las religiones institucionalizadas. Por ejemplo, el tema del desencanto con las promesas y salvaciones se expresa en el texto «El Salvador» (ps. 11-14); en «La cacería» (ps. 37-41) se describe la persecución de la naturaleza animal, la naturaleza del Deseo.
[8] CP de CDL, 3 de mayo del 2000.
[9] Ibid.
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