y llevar esa bandera al territorio
de su sobrevivencia, al clamor
de sus huidizas formas de contacto
más allá de las definiciones.
Aún triste soy tan lúcido sobrevivo,
Asomado a la curiosidad como alimento,
igual que el niño que espera, o el viejo hambriento
que se confió a los juegos de probabilidades
desde una urgencia, o quieta invalidez.
Una limosna grata.
Sencillamente, el amor se sospecha,
sea lo que sea, nazca de besos
tan vitriólica y eróticamente entusiasmados
o nazca de miradas que enriquecen lo que eres,
por sólo aproximar algunas tolerancias
que se olvidaron en lo oscuro
y en el apariencialismo sin sustancia,
sin vigor ni ternura.
Amor es sobrevivir lúcidamente.
2.
Con el desafío de todo cuanto impulsa a muerte,
a cada instante se prueba el hombre.
Todo lo destruye con su obsesión de glorias...
pero la riqueza no termina de hartarlo
porque su lugar es debajo de la tierra,
infernalis locatio.
En la más oculta y recóndita porción
del alma humana, en ese inferus predio,
infernalis locatio, se cocina
la muerte diariamente.
Dentro de nosotros, la naturaleza
se alimenta de ansias, de apetitos oscuros
y todo es una larga noche, una larga noche.
No hay madrugadas por la falta de soles.
El hombre enciende la luz que puede,
su deseo de transparencia.
Y ésto no basta porque todo es
breve, sucio, antiheroico.
3.
Cada mortal se levanta hambriento
como si comiera sales del sequedal,
gusanos que son externas huellas.
Incapaz de morder las duras rocas
por la blanda bestia, coces da al aguijón.
Se la pasa soñando con pasiones y riquezas,
con cambios y transformaciones,
con luchas, con anhelos,
pero así como sueña y construye, olvida
y da pasos atrás y cae y muere...
La impermanencia está en sus ojos
y hiede tras la máscara del humus
y se lo come la inercia como volcán
de gorgojos y avisperos de cuitas.
Y entonces... viene la primiginia manera
de matarse y, al hacerlo, más olvido,
y por lo que olvida, sufre el hombre
y el ímpetu de sangre
(que en él es su riqueza)
se agita y no se lo perdona
y no se reconcilia con la vida
que yace en las moléculas.
Y es por ello que el hartazgo de la muerte
es el drama más sincero con que despertamos.
Es trago de vino mañanero:
y la patria no es una razón de morir
(ninguna guerra tan heroica
que no sea más de lo mismo).
Nos medimos por el polvo y el olvido
y nos vivifica y lame la muerte
como a perros precarios y pulgosos.
La batalla nos sangra las manos y el odio
es la cadena, nuestra cola de crímenes históricos.
El oro y la fama no son razones para morir
sin esta jerarquía perdida entre los dioses.
Cocinar fantasías es sólo aproximación,
no memoria del fuego perpetuo,
pero si dejamos de soñar
también se deja de vivir.
Y ninguna venganza, orgullo, jerarquía
desoculta lo que es tan deseado,
lo que habríamos perdido, sin buscarlo.
La muerte sigue siendo nuestra sombra
y sobre ella, sin gusto, cohabitamos.
17-3-1990
De Yo soy la muerte
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