Monday, December 28, 2009

Algo sobre «Las zonas del carácter»


Este libro es uno sobre mis recuerdos de infancia y adolescencia. Las zonas del carácter es para eso: explorar mi temperamento, mi evolución sicológica. Lo intimista. Rompe con toda esa influencia heideggeriana que tiene mi obra. Como lector, mis dos amores, han sido la historia y la filosofía.

Sin embargo, éste libro en particular lo inspira Doña Monsa, la Comadrona, una jíbara o campesina del barrio Guajataca, quien nació en 1879. De personas, con tal abnegación y sacrificio, la que es ella, se aprende mucho. Impresiona su potencial humano caritativo.
Doña Monsa inspira uno o varios de mis poema porque de esas sabias parteras de pueblo que no esperan recompensas, como los obstetras de hoy, que no han terminado de medicar y ya han estirado la mano para cobrar, originan gratitud... Tenía yo una fascinación con ella porque conocí a muchos que nacieron por su conducto. Ella atendió sus partos. Recuerdo cuando la partera Monserrate Cardona visitó varias veces mi casa; supe que soy un deudo de la atención suya al parto de mi madre, a quien yo ví en mucho dolor. Mamá fue una mujer enfermiza, pese a la energía que había en ella. Tenía recaídas desesperantes y Doña Monsa, vecina nuestra, siempre estaba a la mano. Yo, desde una casa en Pueblo Nuevo, la miraba pasar y ella me decía hóla con la mano y, sabiendo que fue mi partera, yo le envíaba hasta besos; no me importaba que fuese la mujer más viejita que yo conocí hasta entonces... La osadía de enviarle besos, o reconocerla como quien ayudara a mi madre, aliviándole el asma, o con el parto, creo que no la tuve, cuando ya adolescente, y me correspondía que enviara esos besos a las nenas del vecindario...

Por eso me gusta el aprendizaje de este libro. Creo que tiene que ver con ser agradecido, con el aprendizaje de la empatía... Especialmente, en ese momento, en que como digo en el poema, el ser se amarra con la vida. «Me amarraste el ser con la vida», le digo. «Doña Monsa ha filtrado bendición a mi semilla».

Este es un libro que habla sobre nutrición, especialmente, la nutrición afectiva y espiritual. En el momento clave, cuando a uno le toca ser padre, es cuando uno se da cuenta cuán importante es haber aprendido a amar a la madre para querer una esposa y al crío que nos da y nos vincula. Esto es un paso esencial de lo cósmico a lo práctico. Es como el paso de la fe a la certidumbre del futuro. De lo cósmico erótico a un panteísmo naturalista y concreto. Es difícil describir esa sensación de la
Nutrición.

Aquí fue que comencé a descubrir mi actitud y aprendizaje con / ante / el lenguaje y la comunicación, no como un acomodo a la actitud filosófica pura, en conformidad con alguna doctrina, sino como el ser / persona / que ama y quiere comunicarse con otros que no lo hacen y, por tanto, lastiman. Es un libro menos defensivo o agresivo que otros. Casi un quehacer franciscano. Uno en el que no se quiere tener enemigos. Por eso un libro que yo llamo ingenuo.

Cierto es que revela mis fuentes de lectura. Por ejemplo, mi lectura de Gertrudis Gómez de Avellaneda, la primera protofeminista y abolicionista que leí. Tomé la novela de la Biblioteca de mi escuela, siendo yo adolescente todavía. Se me hizo doloroso tener que devolverla a quince días de tomar el libro a préstamo. Gertrudis se tornó, como un fantasma. Una novia platónica. Amé la trama de Sab.

Para ese tiempo, recuerdo que me inscribí como frater de la Orden Rosacruz, A.M.O.RC. y recibía, por correo, las enseñanzas en unos folletos verdes, enviados desde su sede en San José. Aprendí a ser una persona con rituales, eso por de pronto y a invocar a Isis. Con el tiempo supe, que tales personajes que pudiera llamar deidades de la mitología o religión del Antiguo Egipto, sólo son Arquetipos. Que los arquetipos son universales y tengo que aprender a reconocerlos en mi propia cultura y que así, como disfruté lo egipcio, o me familiaricé con los Textos de las Pirámides, así mismo sería posible que los reconociera en el Tratado de Isis y Osiris de Plutarco, textos de Diodoro de Sicilia. O textos del Dr. Ricardo Alegría o de Juan Antonio Corretjer, cuando dan nociones de los Arquetipos en la antropología o teofonías taínas.

De todos modos, me gustaban aquellos folleticos verdes. Y descubrí que Osiris, dios egipcio de la resurrección, símbolo de la fertilidad y regeneración del Nilo, dios de la vegetación y la agricultura, así como del vino, no se riñe con el Jesús de Belén, nacido en un pesebre y su evangelio de una promesa de vida eterna. Al mismo Osiris se le asignaba en su iconografía una forma de pez. De los iniciales textos que escribí para Las zonas incluí textos que datan del decenio de 1970, poemas que escribí sobre peces y copas, vasijas y peceras, quizás porque me fascinaba la idea de tener alguna pecera y ver que nadan dentro sus pecesitos de colores. Esto es el fundamento metafórico ingenuo de mis poemas.

En este aspecto, recuerdo mucho a José, hermano querido, y a Rebeca, quienes en nuestra niñez eran aficionados a invertir sus ahorros y su tiempo en el cuidado de pecesitos, en comprar sus alimentos. Comida de peces y cuidarlos del gato, como en las caricaturas... Hay algo tan hermoso en la tarea de ser proveedor, no sólo el que disfruta pasivamente el espectáculo, la pecera ya acicalada con luces y paisajes de arena, sino dar nutrición y valor a criaturas minúsculas e indefensas, que de otro modo, sólo serían de beneficio para un depredador mayor que se las coma. Es curioso que yo me alimente para poetizar de recuerdos como éste. Pero, allá para principios de 1990, yo todavía meditaba en torno a los peces de una pecera iluminada para que luzca en la noche. Y fue cuando decidí organizar el libro como uno que hable de la consciencia que cuida, auxilia, nutre a los pecesitos. Como se lee de
El pez ígneo. Ese es el primer texto del libro y el punto de partida.

Antes de yo tomar un látigo en este libro (que siempre termino por hacerlo), dispuse un libro compadecido. Ese mensaje cuya voz autorial no quiere enemigos. En parte, digo que nace como de un niño que va por los senderos echando en la canasta las nueces y avellanas que recoge. Este es un símbolo de amor por todas las criaturas. Y las criaturas incluyen a las liebres humanas. Cuando yo utilizaba una, no sé si desaparecida ya, biblioteca pública, que había en el Centro Comunal del Caserío Méndez Liciaga, atendida por una hija de doña Luisa Bottari, esas lecturas mías de mi niñez, eran sobre animalitos; dibujos de circos y zoológicos. Aquí otra vez distingo el origen de los motivos de mis metaforismo en este libro. Sólo que las liebres de aquellos cuentitos infantiles, las ilustraciones, se transformaron en Arquetipos. En un deseo de orden y armonía en todo el sistema de la vida. Y el cazador / lector / autor atestiguante / se enamoró de un concepto, la estrella que cae como una avellana y la avellana se convierte en mujer.
Liebre / Cazador. Creo que así comenzó la poesía en el libro y su búsqueda de un orden.

Lo que sucedrá después es predecible. Liebres y ardillas, cazadores y aves de rapiña, llegarán al paraíso de mis buenas intenciones. Tendré que contar cómo la ardilla Gertrudis será menospreciada. Tendré que volver a Seth, el asesino, repasar con otros criterios, mis libros rosacruces. Involucrarme con la zurdez del mundo agresivo que destruye lo mejor de las memorias con las desmesuras, esto es, el concepto de Hybris.

2.

Antes de seguir reflexionando en mis «zonas» y cimientos formativos del carácter, meditaré, al estilo ingenuo del libro, sobre esas manías tempranas que sienten los chiquillos por la zoolatría. Cierto, porque yo he sido adorador instintivo de los animalitos, uno que coleccionó mariposas, bichos, congolones, vaquitas de San Pedro, que jugaba con los homigueros y las arañitas y hasta quise tener mi propio panal de abejas, como el que tenía el Viejo Esteban, vecino contiguo, atrás de nuestra casa en Pueblo Nuevo. Más aún, mi primer romance, perpetuado amor de la infancia, fue con un pollo, que terminé siendo una gallina blanca, cuando yo no sabía distinguir si era macho o hembra. Sólo supe que para ese pollo / gallina / fueron mis primeros besos y cada vez más sofisticados afectos. Tanto que en una Navidad hubo que perdonale la vida porque estuvo en las miras de mi padre para que se guisara y nos lo comiéramos con papas. Mas, por fortuna, Mamá tenía el corazón de una Ardillita piadosa, generosa y comprensiva, y le dijo: «No»; sería como antropofagia, consumir, en aras de arroz con pollo, una criatura a la que yo transferí mi rango humano.

Uno no puede comerse a los hijos después que los impregna con tanta devoción y besos del humano siquismo. No es el final que quiso Dios, autor del Espíritu-Materia, cuando en el Monte Moriah / Moreh, cerca de Shechem, probó la fe de Abraham y le paró a tiempo el holocausto o sacrifio sangriento de su hijo, Isaak. Mamá que era una ardillita judía, viéndome triste, falsamente resignado, lloriqueando por los rincones ante la posible muerte de mi gallina, me contó que su cocina nunca será un lugar al que temer. Agregó que en ese contexto es lo significa la palabra «Sanhedrin», la que hoy se utiliza para significar el templo, lugar del miedo.

Me dijo que yo había entrado al Senedrin, por primera vez, cuando me asomé con el miedo de verla desplumando mi pollo y amenzando no comer esa noche ni un pedacito de pan. Ella entendió mi tristeza y si guardó silencio, hasta que llegara mi padre, fue para que entendiera lo que es el verdadero Monte Moriah, cerca de Schechem (de donde dijo que venía las palabras Sanhedrin / Senedrin / sinagoga) y lo significa para ella y para quienes no son amoritas. Mi Mamá me habló como la Buena Samaritana, la ardillita codificada en mis poemas. Eso es ella, para mí.

Donde el amorita habló con dolor del «lugar del miedo», por la índole de los holocaustos, entonces en vigencia ya que los practicaban, Mamá dijo que el Monte Moriah vendría a ser el lugar donde se construiría el Templo de Solomón (la Sabiduría de la Torah) y que no es lugar al que habría que temerse, sino el «lugar de una visión». Esa visión o enseñanza que recibió Abraham, cuchillo en mano, antes de matar a lo que más amaba, su hijo.

«Ah», dije, «porque no es lo mismo que tu cocina sea a teaching-place, que el lugar donde se cuece mi pollo». Después, durante la comida, que no fue la carne de mi gallina, sino una sopa de garbanzos con jamón serrano, ella leyó unos versículos bíblicos, que sirvieran como oración de gracias, y recuerdo que parecía insinuar que su cocina fue y ha sido, sobre todo, ese día y siempre, el horno para la mirra. Entendí que las especias suyas se queman como el incieso, con fuego de amor. Y me habitué, porque ya gustaba su perdón, ir a su cocina, ser yo quien moliera en el piloncito de madera los granitos / condimentos / de pimienta, mostaza, ajos, cominos, con que nos preparaba el sofrito para algún plato... y eso antes de yo ser rosacruz.

El primer ritual, en el lugar de Moriah de mi cocina, en el Sanhedrin de los guisados, fueron las palabras de Mamá, sobre el asunto de no matar lo que amas, no derramar la sangre, porque aún utilitariamente, aunque entendamos un beneficio práctico e inmediato, nos hiere y lastima. Sea que sea tuyo, o de otros, hay que respetar lo que se siente por un sujeto vivo.

¿Y no fue tal enseñanza más maravillosa que la que el Sumo Sacerdote Melquizedek antes pudiera haber dado a Abraham? Sin duda que fue más maravillosa que la que recibió cuando se detuvo la mano que, como rayo, iba impulsada a degollar a Isaak, la ardillita de su contento, el hijo de su risa en la vejez... Pues, sépanlo, esa mañana un ángel vino en forma de Mamá y salvó la vida a mi pollo, y ha de ser ese día como el pacto, en el judaísmo, sea con respecto a israelitas o no israelitas, en que se instruye no derramar la sangre de lo amado, no construir los lugares del temor, o montes de sacrificio sangriento, porque eso duele a la Ardilla mayor, a las Estrellas que caen desde los cielos, y se vuelven hembras, Madres, instructoras de la raza humana, fundadoras del primer templo del amor, que no es precisamente el de Jerusalén o el de Salomón, o cualquiera sea... Los templos comienzan en la boca con lo que uno se come y lo que une se bebe, porque se dará cuenta de ello al orinar. Palabras, casi textuales de mi madre, que era un poquito más prosaica; pero fue lo que quiso que decir, cuando dijo que a mi gallinita no se les debe guisar, porque yo, con mis protecciones, mis purinas y maíz a cada rato en su pico, la hice muy cagona y les pegará unas diarreas a quien se la coma.

El balcón de nuestra casa, en Pueblo Nuevo, siempre estaba pintado de verde, con barandas blancas. A cada esquina, de aquel largo balcón, en lo alto de los muros que sostenían el techo, las golondrinas hacían su nidaje. Yo era el encargado de limpiar cada cagadita que soltaban sobre las barandas. Ese fue mi primer trabajo o tarea no pagada en mi casa. Me gustaba, contrario a papá, que hicieran nidos en todos los muros que formaran ese hueco triangular que siempre buscan. Yo busca la ocasión de estar mirándolas y verlas soltar sus cagaditas para regocijarse del evento, sorprendiéndolas in fraganti y tener que limpiar. Total, yo las perdonaba. Por fortuna, no es una vaca voladora las que da su pastel en las barandas. Son unos seres, migratorios, maravillosos.

Ojalá, en esta nueva tierra mía, de los EE.UU., a los inmigrantes de la Frontera Sur se les tuviera una pizquita del amor, tamaño de excretas golondrínicas, como el que yo tuve por las errantes avecillas de la infancia, ante las cuales, con ternura becqueriana de versos, aprendí a querer más y esperarlas, con paciencia, cuando en vuelo de retirada se migraban.

Mi mamá provino de gente campesina que en el siglo XVIII y XIX tuvo haciendas grandes. Lo que heredara mi abuela, en el barrio rural Mirabales, sería como una caquita golondrinera; pero, para mí, con mis visitas de pueblerino al campo, era inmensa. Lo suficiente para que me paseara entre sus cabras y corrales de cerdos y ver los incontables pollos, gallinas, patos, hasta debajo de la casa. Ni qué decir las aves sueltas escarbando entre yautiales, a más de los corrales. Cada vez que a mi Mamá se le ocurría ir a ver a mi Abuela, sabía que yo tendría una fiesta y, entonces, como si fuera un estímulo, o la promesa de un regalo de sorpresa, me decía: «Alistate. Haz todo lo que te pido muy tempranito porque te llevaré a que juegues con los animales». Ya sabía que iría a la Finca de Mamá Laura.

A veces examino este pensamiento: ¿De veras pensó ella que esas experiencias eran sólo un juego para mí, o sabía que eran algo más? Ella que siempre me dijo, «tú vas a ser un artista». Ella olía en mí al poeta, o le habría gustado que fuese un rabino, un pastor, o un astista de los que «hablan bonito y son adorados por las multitudes». Tenía muchos sueños para mí, inclusive que fuera médico, o inclusive un político poderoso. Eso de lo político, porque cada vez que se hacía un Censo federal, en la época de Lyndon Johnson, yo quería ser uno de los censadores, porque les pagaban por serlo y uno podía entrar a las casas del vecindario, saber cómo vivían y cómo se llamaban. Me gustaba tener datos sobre todo el mundo, especialmente de la gente vieja. Yo no era conversador; pero, sí una oreja curiosa, bien parada; yo era de los que hablan más con un gato y un pollo que con algún chico, sea pariente o extraño. Yo era un niño tímido, con la mente de un adulto, y a los quince años, llegué a sentirme viejo, digno de que no se me dijera nene; pero se me prohibía hacer las cosas de un adulto (de modo que, si alguna vez, quise un cigarro, tuve que esperar y probar que tenía 18 años de edad para que me lo vendieran). Casi todas las travesuras, las hice en secreto.

Pero, para Mamá, si algo tuviese yo de adulto, o de niño excéntrico, ella ya lo sabía. Por eso, me llevaba al campo. Me leía cosas secretas, cartas familiares sólo escritas para ella. Inclusive me leía la Biblia y me explicaba que desde el punto de vista de la Torah, se quiso decir ésto. Sus viejos de la Alicea eran judíos conversos; pero, no andaban en iglesias, guardaban el Sábado con sus viejos rituales de masoretas.

Me leía, o hacía que yo leyera, si sus ojos se cansaban, unas novelas románticas que se publicaban en revistas que ella pedía a Cuba. Me enseñó a dibujar, porque ella sabía diseñar modas, modificar ropas, o patrones de costura, e ilustraba con figurines que ella dibujaba, cómo lucirían de frente, por detrás, cómo quería el bordado, y me hizo cómplice de lo que estaba en su mente. Ella me presentaba a la gente muy rica del Pueblo, lo mismo que a la más pobre. De modo que me dí cuenta, al escribir textos como La hija del tintorero / La costurera o La ardillita / La hembra de las avellanas, que son mis sublimaciones sobre ella. De modo que «La mejor de las memorias», se los debo a mi madre, la Madre-Ardilla, charlatana, aunque no haya tenido la triste suerte que tuvo Aracne, la hija del tintorero, que fue sujeta a la venganza de Minerva, como dice la mitología greco-romana.

3.
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