Sunday, August 16, 2009

Cheo el Oso

... después de trabajar, todas las noches
y también por las tardes, los domingos,
se daba veinte palos de cañita
que en las cunetas le tendían, dormido...

Prof. Víctor Lopez Nieves
de su poema Cheo el Oso

Vivió en el Guayabal el hombre más pequeño, barrigón y barbado de mi pueblo. Remendaba zapatos. El sustento se lo ganó honradamente en un sector urbano donde cundía la escasez y la necesidad fue un reino.

«Hay que olvidarse un poco de lo irremediable», pensó Cheo, al que llamaron El Oso. No es barrumbada lo que dijo. Jamás tuvo jactancias este gordito colorado, enano y peludo.

Siempre hubo quien lo quiso. Lo cuidó. Lo contratara, porque fue laborioso y servicial, como fue la comunidad que empezó a poblar El Guayabal y Tablastilla. Ahí tuvo más clientela, la que fue fiel al remiendo y donde iba a proveerse de roncito.

El Oso fue manso y no molestó a nadie. Al pueblo, en esos días, le sobraron muchos fardos de tristeza que con la miseria vinieron en dos trancadas. A veces, mientras trabajaba, trinchete en mano, escuchaba que de lejos galopaban los quejidos. Madres inconsolables. Velorios. Adivinó por qué. Había muerto otro niño. Desde el '40, adivinó otra guerra.

En la coetaneidad suya, la bulla mayor la originó la muerte, porque había anemia en bruto, tuberculosis, malaria y apenas se construía el primer hospital. El Pepino, entonces, fue casi estoico. El pobre era más bueno y el mundo más violento.

Don Cheo no supo explicar cómo es su gente, pero sentía profundamente que, en la villa, donde el zapato es un lujo y donde vio niños descalzos a diario, su oficio parecería un sinsentido.

Se asomó a la calle. Corría un muchacherío. Otra vez la muerte que a alguno recogiera. Iban a consultar a Aguedo Vargas y pedirle que si fíaba un ataúd de los que él hace para la gente más desamparada. El muerto era un muchacho que jamás usó camisa, dueño de su calzón raído, huérfano de padre y madre, no tuvo nada. Quizás el tesoro de agua de una charca fue un poquito suya. El niño dijo una vez que fue heredero de Las Tres Piedras del río.

Lo mató la mazamorra que le comió los pies. Se infectó su sangre. Vomitaba. En realidad, lo fue matando el hambre. El descuido. El desamparo. La tuberculosis.

Son muchos chicuelos los que se han vuelto pubertarios y Cheo, como testigo, a todos los acarició con su mirada. A todos los vio, no como entes majaderos y molestos, sino como criaturas que enlazarán el pasado y el futuro. Ya que están ebrios de vida, su energía es más grande que el presente. Buscaban los puentes sobre los cuales cruzar las carretas de su fantasía y salvar el amor que se les diera. La niñez no es tan quejosa como los viejos. Con tan poco se conforman que no se sienten ni en penuria ni vacíos.

Don Cheo fue medio niño cuando pensó que las palomillas de Tablastilla y Guayabal lo adoraban. Por eso, cuando con veinte palos de ron-cañita, se desequilibraba, ya intoxicado con licor y resbalaba en zanjones, ahí se quedaba. Vendrán sus ángeles a sacarlo de la tumba, allí donde se quedó despreocupado y ancho.

Si cayó a la cuneta la culpa es suya. Ha bebido mucho. Tanto que se echó su jeta en un hediondo trecho de la calle.

Y, al fin, los ángeles arribaron por el rechoncho osito, zapatero. Sabían que un domingo puede que sea el día en que hallen al tacuaco sembrado como un ñame en su tumba de fango. Y, al verlo jeteado, los niños / ángeles de suburbio son los que lo sacan. Se oye, tan tremenda, la trisca del rescate. El jaleo de la titerería.

«¡Vengan a verlo!», se oye la voz cantante del barrio pubertario.

«Trae el carrito», ordenó previamente otro muchacho.

«Salgan a ver el Oso», gritan. Están de fiesta.

Entre todos lo colocan sobre un carrito de manos. Lo pasearán más dormido que despierto. Subirán hasta la Plaza de Recreo con él en carretilla. La alegría ha vuelto a pasar el rato con los pobres. Títeres de un pueblo nuevo son los que están contínuamente ebrios, ebrios no como Cheo, ebrios de contento y de curiosidad. Ebrios en una pobreza que no ven y que ha dejado de importar a todo el mundo.

Han capturado un Oso, de cara colorada, pelo gris, aún no canoso, pero, de seguro, el enanito tiene su velludo pecho, peluda la barriga y las espaldas. Es un oso en miniatura. Un duendecillo que necesita un chapuzón en la charca de El Peñón o de La Mina.

Don Cheo es manso. Estos niños le parecen divertidos. Ahora piensa que ellos no tienen ni pasado ni futuro. ¡Sólo gozan el presente y él, una partecita de ese presente también!

Gracias a ellos.

Está gozando el viaje. Va sobre ruedas. Lo llevarán al Guayabal o harán que se bañe, así medio mareado y cochino, en las charcas de La Orfila.



4-7-1980 / Del libro El corazón del monstruo (2006)

NOTA DEL EDITOR: Don Cheo viajó a mediados de 1946 a New York, donde uno de sus hermanos se había mudado en 1925. «Una noche de invierno, cuando hacía mucho frío en su pequeño apartamento, el cual compartió con su hermano (Cheo), encendieron una estufa de kerosene, la cual les servía de calefacción. Esa noche prendieron su estufa y se acostaron a domir. Al otro día, se encontró a los dos hermanos muertos por causa del carbón 'monoxide'», nos informó Horacio Hernández Campán, quien fue de niño, vecino puerta con puerta de Don Cheo.

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