Sunday, August 16, 2009

Cómo se vende a la coleguita





Un compañero de trabajo me presentó a El Coleguita, llamado así porque tenía su mismo oficio, fotógrafo. En ese tiempo, él sería uno de esos apachurrabotones que va, cámara en mano, en ronda por varios desveladeros. Tomará fotografías a las parejas, familias o amigos que se amanecen en los centros de baile, espectáculos o restaurantes, donde festejan sus onomásticos o el gusto por desvelarse juntos.

Por la misma vía, conocí a La Coleguita, hermana del aludido. Ella es todavía estudiante de la Secundaria. Antes de conocerla, por lo general, en vacaciones, ella fungía como la ayudante de El Coleguita. Ofrecía el servicio de toma de fotos, entregaba una tarjetita comercial yendo de mesa en mesa y, si alguien picaba, él completaba la oferta. Al ir de mesa en mesa, labor muy propiamente suya sería exhibirse, modelarse, provocar morbo con su juventud. Tenía que saberse, creerse, una hembrita como la que era: un «pimpollo de la puta madre», como decía El Coleguita.

Aprendida su rutina, ella solicitaría, con sensualidad, quédense con un recuerdo. Una foto. Había que expresar su sex-appeal en esa frase. The good time yo're having here!

El Coleguita aprendió que, si ella accedía al abrazo de algún importuno, haría negocio. Y los mexicanos, medios briagos, son manoseadores y gastan lo que tienen, aunque al otro día antes sin un céntimo. Una que otra vez, más de uno, incluyédome, sospechó que él la vendía, hasta cierto punto. El la maneja. Y no ha flatado alguno que haya ofrecido suficiente por ella como ser tentados. «Una noche de revolcón y ahí muere». También se le pregunta procazmente: «¿Es vírgen?» Si lo es, pagan el triple.

«El pinche Coleguita ha hecho hasta números», me comentó su amigo.

«Una hermana linda es una minita de oro».

«Tú que la vendes, o prostituyes, y yo que te saco las ingles por la boca. Te parto el alma, Coleguita», le dijo su amigo y yo lo apoyé.

Ella es quien mejor ha sabido protegerse de los fornicarios y putañeros, como el mismo Colega. Basta que se sepa bonita y no permita que las cifras de narcos presuntuosos sean un avance mayor a lo que El Coleguita instruyera.

«El que quiera azul celeste que le cueste».

«¡No, él no me vende! Son otras cosas las que me dan miedo», me dijo la muchacha.

Ha aprendido a poner oídos sordos, a evitar discusiones. Con su voz, llena de dulzura, ella desarma a los gandayones. La presión es fuerte. Y yo, que sufro moralmente al comprenderla, me muero por darle sus pujazos. Imagino a otros, con más duros timbales, cómo la desearán… ¡Pobrecita!

El día que la visité para conocerla, había limpiado la casa, tan inmunda. Sería la primera lección, el primer encuentro con sus padres. La Coleguita pensó que saldría ahuyentado. La pocilga no perdió su olor de años y sería muy deprimente que yo viera a dos cadáveres vivientes. Su padre está afásico, ausente, paralítico; un camión casi lo hizo pedazos. Su madre, sorda, sucia, ya había aprendido a llenarse los ojos con las imágenes de TV y, por manía, la ponía a todo volumen. No quería bañarse. Ni dar un tajo. Prácticamente, no razonaba desde hacía varios años.

«¿Cómo puedes estudiar con ese ruido de la tele?», pregunté.

Salió de la habitación a la sala, bajó el volumen del aparato, pero la madre, sin decir palabra, volvió a hacer que se colara hasta la recámara el ruidajo de la tele otra vez y, sentados en la cama, nos reímos. Las piernas y el ombligo de La Coleguita, su short y camiseta corta, ahora me excitaban más que cuando se fue a la sala y la ví de espaldas. La tela del pantaloncito había sido mordida por la raja de sus nalgas. ¡Qué hermosura! Deseaba que reapariciera por la puerta y la cerrara tras sí, apestillándola.

Cuando regresó, me faltó el valor de subirme sobre ella y comérmela a besos; pero tal pensamiento había revolcado mi adrenalina. Sentía cómo los ojos grandes de La Coleguita evitaban irse lujuriosamente a mi bulto. ¡Ah, carajo! Una bestia es una bestia y se conocerá por el vergajo.

«No puedo».

Tardé en reaccionar a esa respuesta, asociándola al ruido, al ambiente inadecuado para el estudio, a la observación que hice y que motivara que saliera a bajar el volumen al televisor. Un segundo tardó en marcharse, con su pancarta de feromonas y oxitocinas, la idea. Lo pensé: «Niña, tal vez no estudiaremos ahora; pero, desnúdate. Voy a entrar a tí y desvirgarte». Me porté caballerosamente.

De todos modos, por el hedor de la casa, me callé. Mordí mis labios. Imposible que yo decidiera desnudarla sobre su cama en medio de esas paredes mugrosas. Un abanico eléctrico nos quitaba de encima las moscas importunas; pero no los pensamientos cochambrosos. El bulto en mi bragueta me evitaba palabras y, para La Coleguita, se volvió la señal de algo muy evidente. Te gusto.

«Tendremos que estudiar en otro lado. ¿Te importa que la próxima vez sea en mi casa?»

Asintió con la cabeza, cuando sonó el teléfono de su recámara. El amigo avisaba que El Coleguita no vendría esa noche. «Va a quedarse en mi casa», le dijo.

«Otro que terminará como papá por andar en la peda».

Y lloró. «¿Qué pasa?», pregunté.

La acaricié. A poco de llegar, tenía similares deseos. Se fundaron mil dedos con cada mirada. Ahora ella misma me armaba con pretextos. Pasé mi mano derecha por una de sus piernas, de la rótula a su muslo calato a mi vista. Estaba erotizado de pies a cabeza.

¿Quién se negaría a posar con La Coleguita si con su linda voz lo asintiera? ¿Alguno hay que no quiera cercar con su brazo su cintura? O darse un paseo, con las manos en sus muslos, subírsela a la punta de la pinga. Aquí pues combato este desocultamiento de mi psiquis. Es terrible ser macho. A menudo, me sorprendo con las urgencias machiles de un soltero. En el fondo de mi bragueta, me eyaculo.

Ella, por ser una atleta, con cuerpo esbelto, sano y piel adorable, conserva su ángel y su ninfa. Su rostro y su cuerpo se complementan y me cautivan. Estoy intelectualizado, con tanta cautela moral, por este barniz que cubre al zorro, al niño lúdico y el ángel desnudo que soy, pero bien que me encimaría sobre esa niña para disfrutarla enteramente. Es vírgen, me advierten y menor de 18... sí, pero ha de estar llena de candela.

Un día fue ella quueb besó mu mejilla. Pasó su lengua sobre mi rostro y se puso a llorar. ¡Es vulnerable! Mi mano sobre su muslo ha sido suficiente estímulo para que me abrace, con mudo discurso / poder, que comunica: ¡Fóllame! Intercambiamos miradas donde se dice claramente que queremos. El silencio nos convocó a besarnos. Es que sabe que he entrado en su habitación. Y estamos solos y el diablo empuja.

Su padre, quien está en el sofá, con la jeta babosa, fue como hoy es El Coleguita: hombre de muchas aventuras. ¡Putañero! Uno que anduvo en la peda y la mota.

En complicidad con otro amigo, El Coleguita organiza que yo me encargue de la muchacha, me tiente como ahora, me enrede con el gozo de seducirla en su propia cama. Confía que ella hará lo que El Coleguita le pida. Su amigo me ha dicho: «El te da campo libre. Cógetela. Llévatela de la Ciudad; pero dále buena vida. Edúcala, házle de amante y de padre. Tú eres soltero, eres maestro, ganas bien. Eso es más de lo que él y ella sueñan».

«Coño, ¿quien se creen que soy? Yo estoy viejo para ella y ella sólo me ha visto un par de veces».

Este día que me avisaron las mañas de los dos, describí que será la primera de muchas noches para auxiliar este juego o la meta de esas tres vidas. No soy tan gazmoño. Me la dieron servida. A mí es a quien venden a su Coleguita.

«A mi hermano le puede pasar lo que a él», me dijo ella. Seña la a su padre. Ella no siente vergüenza de él, pero si una profunda lástima. Un segundo de su autoreflexión frente a su progenitor, en silencio y añadió: «Míralo. Nos dejó solos aún sin haberse ido… recuerdo cuando mi jefita sufría de verdad; él le dio mala vida; ya no, ya es sólo una lela, es como una zombi».

Entramos a su habitación. La más limpia de la casa porque ella hace el aseo. Es un apartamento super-mugroso y nadie limpia; los padre son unos perennes cochinos, desorganizados. No pueden vivir un segundo sin generar basura, algo han de desparramar por el suelo, hasta las colillas de los cigarros que él fuma.

La Coleguita se apresuró a meterme en su cuarto para que no me asfixia el hedor ni les tenga que ver a ellos las caras. Se quitó el uniforme de la escuela, casi en mi presencia y quedó vestida con su pantaloncito blanco de gimnasia y una camisilla muy pegada, tras la cual se insinuaban sus pezoncillos oscuros. Podía verla, ante un espejo, donde se peinaba, mientras reflexionaba sobre su familia. Su pelo abundante no pasó, ni por equivocación, por manos de peluquero. Así, peluda y greñuda, para mí, tuvo encanto. A veces alguna amiga le medio-arregla el greñero. He bromeado con ella llamándola Gloria Trevi.

«Mi hermano se puede cansar e irse. Nos dejará a todos en el hambre. El es de un modo u otro el jefe de la casa. Con los padres, así como los ves, dos ceros a la izquierda, no me queda otra que tenerle un poco de respeto... Ultimamente, está rechiflado… Tiene miedo de tí, más miedo que yo. Lo asusta la gente inteligente; pero su amigo le dice, oye no, él no es así… que, en la vida sólo hay 3 verdades, ‘Cristo, el Ché y él’, tú, que eres una linda persona, yo sé que sí, dános unos consejos. No sé qué hacer porque yo soy la única que soy legal, nací aquí en este país; no puedo dejar que a mis jefitos los deporten; están enfermos, El Coleguita nos da de comer, paga todo, no es justo y yo, divido el tiempo de mi escuela, con las tarea de cocinar. lavar ropa y limpiar en lo que se puede este cochinero. Le tengo que dar la comida a mamita como si fuese una bebita».

Volvimos a sentarnos a la cama. Ahora recogimos los libros, porque este fue un día perdido; la animé a que hablara…

Como desde su sangre, ella adivina lo ardiente de su ancestro, ha navegado hasta mi pecho. Ha dicho, a lágrima viva, que ella me necesita. Que se entregará a mí. Ha insistindo en que responda si ella me gusta. «¿Imaginará que no regresaré? Que será esta lección debut y despedida», pienso porque estoy confundido. No esperé hallarme con ésto. Entiendo que es, por causa de su necesidad, que ella y su hermano urdieron este gesto, tan permisivo y extraño. Ella está colaborándole y, en complicidad con él, se ha ofrecido tal como es. Humilde, tierna, sincera y hermosa. Un amigo mutuo habrá dicho: «Yo tengo el candidato. Un muchacho bueno, profesional, que está divorciado y solo y se nota que es un pan».

«Gana 50,000 al año y es poeta, amistoso y espiritual... y está güerito», les dijo sin que yo supiera.

La Coleguita... dar sólo tiene su hermosura. Sabrá su cuento. Esta noche es decisiva para el experimento.

Conmigo se arriesgará a todo, a equivocarse también.

«Quédate. El no vendrá».

Ha mudado la mano que tengo sobre su muslo al lindo bulto de su vulva. Quiere que palpe sobre la tela la humedad pegajosa. Que pactemos nuestros sentimientos. Es un lindo chocho. Carnudo y peludo.

Percibo que me habla con los ojos. Medito, ojalá escuche con esos mismos ojos con que me habla: yo, por mi parte, puedo ser el varón que la disfrute; pero, yo no quiero a esos padres cochinos en mi casa. Estoy por entrar a una familia, o por salir huyendo.

El Coleguita tenía razón, piensa ella. «A ese maestrito cabrón vas a gustarle».

«Verás que mañana te llevo a casa... ¡Vivo solo, soy casi un topo!», la consuelo. «Además compraré algo que te guste para que comamos».

Sin la generosidad de El Coleguita, no habría qué comer en su casa. La madre de ambos es casi el epítome de la tontez y el desgaste. Es una mujer enferma, prematuramente asténica y envejecida. El Coleguita dice que ya perdió el contacto con la realidad. Todo se le cae de las manos. Todo lo rompe y lo tira; le gusta tirar trapos en el suelo y jugar con sus pies a revolcalos. Le gusta que haya ruido en la casa. Todo lo enciende a la vez, radio, tele, abanicos...

¿De quién dependería esta adolescente y sus padres si faltara El Coleguita? El es quien origina ingresos. Trabaja en la mañana en la mecánica de autos y en la noche, fotógrafo... ¡Qué difícil es vivir su dilema! La hermana va a la escuela; pero antes sirve algo que cocina, lava los trastes...

Sicológicamente, la Coleguita depende de la escuela. De maestros que la quieren. Vecinos le ponen ojo y aviso sobre cualquiera que a su casa se aproxima. Ladrones ya han descubierto que se vive en miseria en tal rincón con techo.

En el Departamento de Educación, ya hay ojos clavados en mí. No dejaran, al menos, que me lance como un lobo a comer de esa niña… El Coleguita y el amigo, ellos sí que están mal. Todo se sabe. La Coleguita no está tan sola.

«No dejes morir a la jefita con la mierda encima; no los abandones, pues no tenemos a nadie. Somos mojarras, hermana, y tú la única que puedes labrarte un futuro», le dice él a ella. Ambos entiende sus limitaciones y las de su familia. «Ustedes son admirables», les dije. Cierto. Son inmigrantes indocumentados, viven en vecindario malo y feo, si bien él está ganando su dinero, sus negocios se realizan en lugares, «donde rifa el latino».

Se queja de ser un estúpido, intelectualmente una nulidad. No aprendió el inglés. La esperanza es que La Coleguita no deje la escuela. O tenga la protección y el cariño de un mentor. «Un amigo, como tú».

«¿Quién mejor que él: soltero, ciudadano, maestro?»

La mayor virtud de El Coleguita ha sido la lealtad a su hermana. Es por ella que es valiente. Que se ha enfrascado a golpes con quien se atreviera a faltarle el respeto. Saca valor de la Nada o los testículos. «Es una persona muy noble», decía el mutuo amigo animándome a conocerles en verdad y compartir unos tragos juntos algún fin de semana.

«No le saques. ¿No quieres vieja? Bien, no te la cojas. Pero hay que ayudar a La Coleguita… Y a él, porque es quien sufraga los gastos de la familia».

Me dijo que ya La Coleguita no está para gastarse sus veranos de parranda con él. Los viejos ya están muy enfermos. Se zurran en sus ropas. Hay que alimentarlos como a niños. La casa se les está cayendo encima. A la chavita están poniéndole presión en la escuela… Se gestiona una beca para que ingrese en la universidad. Todo está condicionado a que mejore su comprensión de lectura e inglés y apruebe unos cursos álgebra. «Echanos la mano. Vamos a buscar un hospicio para los padres. Pero hay que pagarlo... hay que tener a mi hermana estudiando mucho, tranquila... Ella tiene ambiciones. No quiero que sea imbécil como yo. Además es cariñosa, agradecida; te va a querer», me dijo.

«¡No la voy a dejar! Que no seamos novios no significa que voy a fallarle. Quiero que vaya a la universidad, se lo prometí».

2.


A veces, cuando voy al campus de su escuela, donde enseñé años antes, cotejo su desempeño. La veo en acción como corredora de pista y campo, hábil en el juego de volleyball. Da gusto ir por ella, porque corre a mis brazos, al verme y me impregna su sudor. A sus compañeras, que curiosean si soy su novio, alguna más lista ya ha preguntado por qué no se buscó uno más joven que yo. Quien ha sido maestro sabe que el mundo de los jóvenes está lleno de inquietudes indiscretas, celos y chismes.

Soy yo, ya en este lío, el que aclara las cosas. O, sencillamente, callo. El que calla, otorga. Ciertamente, La Coleguita no es mi novia. No se lo he pedido ni pienso hacerlo. Tengo mis razones. Tampoco es mi pareja... A quien no incumba nuestras vidas, que no pregunte. O que se aguante. Por ahora, soy meramente el tutor que su hermano le buscó. Llevo tres semanas ayudándola con sus tareas escolares. Lo haré el tiempo que sea necesario para que cumpla con el progreso académico que ella se ha planteado y con el cual me he comprometido.

He involucrado a los Servicios de Salud del Condado para que me orienten con todo el asunto. Sólo pido la paciencia de ellos; pero están temerosos de su deportación.

Sería una experiencia agradable, si todo dependiera de nosotros dos y, sin embargo, el asunto se ha complicado. Algunas cosas que antes no fueron tan obvias, ya lo son. El padre tiene expediente criminal, por ejemplo. ¡Ay, qué expediente de pedas y delitos! Si lo investigan todo se vendrá abajo. Luego El Coleguita... Es impaciente, encajoso. Si me acuesto con su hermana, que es el mejor de los salarios, no podré esquivar jamás su chantaje. Confieso que él no acabó de agradarme.

El Coleguita tiene pinta de maricón; percibí su ñoñez y dicción casi femenina antes de que su otro amigo le imitara; es un chispo de hombre. De baja estatura; empero, tiene el coraje de diez hombres de mayor talla. Un día defendió la casa de su pobre familia. Echó un par de buenas puñaladas. Se ganó el respeto de las pandillas en su barrio. En su carro, ojalá tenga suerte como la que ha tenido, esconde una pistola.

Aún con su cara de pendejo, su piel más morena que blanca, el aludido baila muy bien. No pierde la alegría. Tiene sentido del humor, Con él, se forma el vacilón. Se folla en la esquina; cinga en su auto. Me dijeron que él bebía con cautela; pero ya no lo creo.

«¡Este chaparrito que ves es más cabrón que bonito!», me dijo su amigo.

Pero es noble, fajón para el trabajo.

«¡Maestro! ¿Cómo va lo de mi hermana? ¿Está cumpliendo?», me preguntó El Coleguita.

«¡Aprende hablar, Coleguita! Se dice: ¿Está haciendo mi hermanita algún progreso académico?», aclaró mi amigo.

«Si se empatan, déjaselo en privacidad… Que no haya prisa, que no haya prisa, profesor», dijo finalmente dirigiéndose a mí con socarronería.

Es que ya La Coleguita se mudó a mi casa. Estudia mucho porque de eso depende que le siga sufragando, con la compañía de otros varios amigos, el costo del asilo para sus padres enfermos. Ahora La Coleguita cocina para mí. No dudo que obtendrá la beca para estudiar Educación Física y pedagogía. Por ahora, la prioridad es educarla más, darle cultura. Me está costando tiempo libre entrar en el círculo de «los coleguitas», cumplir esta promesa... pero ya no estoy solo. A veces quisiera, ni dejarla estudiar, andarme cachondo, interrumpirla... pero no debo.

Voy a respetar que le llevo más de diez años de ventaja en la vida y que sé esperar que me ame, si es que algún día, sucede. No cometeré un chantaje; hay que saber ser amigos... A veces el Coleguita y su amigo vienen a verla, se cercioran que no la tenga panzoneada, porque eso si que le quitará el más grande sueño que siendo suyo, hice mío... que tenga un diploma universitario que abra puertas al futuro, cuando ya suceda que yo no esté...

«Hijos no, por ahora. Ni con conmigo ni con nadie», se lo tengo bien dicho.

«Así, así... pónle reglas y dále sus cachetadas si no te hace caso», me anima El Coleguita.

El día que ella cumplió 18 años se cercioraron que sí teníamos camas separadas. El día que entró a la universidad, durante el tiempo que tomó sus primeros años de carrera, el grado de Asociado con diploma, siguieron las camas separadas y vinieron los amigos a quedarse en la casa... celebramos su primer diploma. Me llenaron la casa de vino y cerveza y hasta trajeron un mariachi y un trío.

Ambos, él y su amigo, todavía cargan un bolso lleno de cámaras, lentes de distintos tipos y tamaños, rollos de películas, flashes y, en fin, daban la impresión de ser unos profesionales experimentados. Sé que se prestan uno al otro su equipo; puede que no haya sido tanto el camerío, pero, en común, tenían la manía presuntuosa de cargarse como burros, colgándose al hombro el bolso con aparatos, lo que me parecía innecesario y estúpido.

Las camas siguen separadas y hubo otra noche de fiesta y ambos, él y su amigo, se fueron de casa muy contentos. La Coleguita va a ser mi colega; ya le dieron su primer trabajo en la escuela y para celebrar hizo varias visitas conyugales a mi nido.

«Somos unos chingones; pero, ¿te digo algo?», se jactó El Coleguita con su amigo.

Seres noctívagos, ambos se desvelan (El Coleguita casi a diario), hecho que lo expone a peligros; ambos son estudiantes brillantes en la materia de sobrevivir y darse a respetar.

«Yo no me equivoqué; tenemos suerte», dijo el amigo.

«El tercer amigo, el maestro, es quien está más contento. La Greñuda de mi hermana salió más chingona que nosotros y él es quien se la está comiendo».


7-12-1983 / El corazón del monstruo
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