Saturday, August 01, 2009

Historia de un odio / cuento


A child cannot be taught by anyone who despises him,
and a child cannot afford to be fooled:

James Baldwin (1924-1987)

La madre enfermó tan gravemente que Jacob Pérez Eram, el que se fue, regresó. Cuando murió su padre Isaac, ya se hallaba en el extranjero y, con mucho dolor, supo de su muerte y ya era tarde.

«Mencha, nuestro padre ha muerto». Era Esaú que le telefoneaba, quejándose porque, por mucho tiempo, él se había incomunicado y no dejó rastro para que Rebekah, su madre, le dijera sus penas.

«En primer lugar, si me has llamado Mencha, revisa con quién te comunicas. Ese no es mi nombre». Con razón no me hallaron, «número equivocado», contestó Jacob con petulancia y colgó su aricular.

El no quería pisar la tierra de su nacimiento porque allí estaría la fuente de sus malos recuerdos. Una adolescencia durante la cual Esaú, su hermano, lo devaluó como persona ante los ojos de su madre y proveyó las amarguras del rencor. Por más que luchaba contra este sentimiento, no podía. ¡Tantas quejas dio, desde pequeñito! que Jacob rompió por lo sano y abandonó a todos, padre, madre y hermanos, por no querer vivir bajo el mismo techo que Esaú ni con una madre, demasiado atareada, porque atendía a muchos hijos y quien le dijo «mejor házte el sordo y no me dés quejas»...

«No seas majadero. No le busques el lado. Házte el que no lo oyes», fue su consejo para Jacob. Y él era muy delicado, sensible como ninguno entre la prole de Isaac. Esaú lo acusaba de querer llamar la atención, con su conducta de quejica. Rebekah recuerda el parto y dijo que: «Ya venían agarrados, peleándose desde la matriz, porque Jacob retenía la salida de Esaú, agarrándolo del talón». Y el embarazo fue duro. Esaú venció. Nació primero.

«Mencha, ven acá», decía Esaú y nunca le daba el nombre por el que anhelaba ser conocido. Tenía los ojos acusadores, fuertes brazos, rasgos duros del que vendría a ser el más velludo de los hermanos. El se creyó tan varonil que delante de Jacob sacaba el miembro para masturbarse y conturbaba de este modo a Jacob, el quejica, lampiño, virginal, vergonzoso y esquivo como una nena mimada que siempre buscaría los faldachones de la madre.

«Mamá, Esaú se está haciendo una paja».

«Cállate», decía la mamá. Y, por su parte, en su amonestación, Esaú siempre tenía una sonrisa burlona y la amenaza de pegarle, porque Isaac lo bendecía, tolerándole, y la madre, creyéndole. Eran gemelos dispares. E Isaac, el padre, dijo: «¡Qué hermoso y fuerte es mi primogénito!»

«Te van a salir pelos en la palma de las manos», dijo Jacob, el inocente, a Esaú. Sabía que no lo envidiaba en nada, ni aún en su virilidad, con la que se urdía para inferiorizar a los menores y a él, con desfachatez.


«No seas pendejo, maricón».

«Mamá, Esaú me dijo maricón».

Se fue del Pueblo / después al extranjero / porque el perdón no sabía cómo darlo, sin que la perpetuidad de los malos nombres / aquellas ofensas / fuese como un eco. Y las orejas, la memoria, el corazón, todo el ser de Jacob Pérez Eram, abanicaban los vituperios para que llegaran frescos, como recién salidos de la boca de Esaú, y a través de puerta ancha se alojaran en él. Sin embargo, ¿a quién se acusaría de ser el perjuro y el blasfemo?

Compraba el boleto de su avión, rumbo al Pueblo Natal, cuando la tentación de quedarse vino con su ropaje de odio. En fila ante la ventanilla, a su lado, estaba un hombre que era como él. Hasta su voz daba trasuntos de Esaú, alto y fornido como un edomita... El cliente vino a cambiar un boleto, a exigir una reducción en el precio, a decir a los empleados de la agencia lo que tienen que hacer, a imponer sus caprichos en horarios de vuelo, a quejarse de las largas esperas en los aeropuertos, a culpar de todo lo que ocurre en el mundo, a una simple vendedora ante sí. Y él, haciéndola menos, obviando las cortesías con que ella respondía al maltrato verbal.

«Revisé los avisos publicitarios. Las aerolíneas ofrecen el mismo destino que necesito a un precio 25% menor al que se alega aquí que ha de costarme... y yo voy por necesidad, no crea que es por gusto que voy a donde voy. Es que no tengo quien me ayude. No tengo ni para una sopita que caliente mi estómago; pero, no crea que yo tolero el robo», fue una de las cosas que dijo. A Jacob le fastidiaba oír su alegato, ofensivo hasta por el tono de la expresión.

«No es robo. Déjeme explicarle», casi lloraba la empleada.

«El cliente siempre tiene la razón», proseguía.

«Perdón que me meta. No explique nada... Este hombre no entiende», intervino Jacob. Miraba a la vendedora como si fuera a la madre, acosada por Esaú, perjurándole que no jura en vano, ni devalúa el nombre de Dios ni la personalidad calma de su hermano. Al fin, desea mirar de hito en hito al hostigador. «Usted no sabe pedir. Ni aún cuando alega que está jodido y hambriento».

Se miraron con odio mutuo. ¡Qué fácil se forman las antipatías, hasta cuando son otras gentes quienes meten sus narices en lo que no le importa!

«Y, ¿a usted quién le dio vela en este entierro? ¿Por qué se mete en una discusión a la que ninguno lo llamó? Deje que ella se defienda sola si es que tiene la razón».

«Pues, por lo menos, óigala».

Jacob prefirió el silencio otra vez. Su hogar está en luto y Esaú lo telefoné otra vez, la segunda vez desde que se fue. Mas esta vez anunció la muerte de Rebekah. «Mencha, nuestro madre ha muerto», dijo la voz. Seguía diciéndole el nombre que no le correspondía y, aunque sintió la bendición de su madre más cerca que la de Isaac, lo pensó varias veces para tomar la decisión de cumplir con su presencia en los funerales.

«Te estamos esperando, Mencha».

Mas Jacob le colgó. «Mencha» no es su nombre y, quien lo convoca a verse bajo el techo de la casa de su madre, es el mismo hermano prepotente que nunca le dio su lugar ni respetó su nombre. Con hábitos de devaluación y sorna lo trató desde su pubertad. Y prolongó la costumbre de tal modo que nació el odio que Jacob tiene por él. Jacob lo ha dejado en el limbo. Esaú no sabe si irá y seguirá pensando que Jacob es un hermano frío, distante, oveja que se descarrió para no volver al redil nunca más.

También Jacob se ha quedado a mitad de camino. Con zozobra y tristeza, no se atreve a imaginar cómo les ha ido a sus hermanos. A todos, en cierto modo, los ha castigado con esta distancia; pero, piensa que el primogénito dio la norma a todos, porque ninguno lo buscó. Ni preguntó por él. «El que se va lo pierde todo». Este todo incluye a su madre y ésto sí que no lo quiere. Ella es el único recuerdo que ha guardado, y lo hace arrepentirse de odiar, como ha odiado desde su corazón que nunca quiso ser execratorio.

«Y tan poco fue lo que yo quise de él: Que me llamara Jacob», piensa. Ha quedado con los ojos llorosos, según se mete en las memorias de la Casa de Isaac y medita que ya es viejo. Y viejo, por horas, es Esaú, aquel que no santificaba ningún nombre, ni el del Padre Enaltecido. Se cagaba en Dios y, en presencia de Jacob y su madre juraba en vano y, si lo hizo jurando en vano por El, ¿qué ha de esperar que haga con el suyo?

La chismosa / la mujer más puta y escandalosa del Pueblo / se llamaba Doña Carmencha, Mencha La Puta para hacerlo más breve y Esaú adoptó ese nombre para dárselo a Jacob cuando lo acusaba ante su madre por faltar al mandamiento que dice que sea nuestro único pensamiento la reverencia a lo escrito como señalamiento: «Santificado sea Tu Nombre».

«Si lo oigo, yo lo pilo verde», decía la madre.

«Mamá, volvió a cagarse en Dios y porque te lo digo, él me dice que soy Mencha».

Y el hipócrita lo desmentía. Y salían de la presencia de su madre, él riéndose, Jacob humillado y tomado por mentiroso y chismoso como Mencha. Entonces, a solas, Esaú volvía a desafiarlo, cagándose en el Sagrado, en la puta Virgen, en el Santo de José.

Claro que no esperaba que nadie lo esperara en el Aeropuerto. Eran más de cuarenta años de ausencia. Nadie lo reconocería. Se fue tan joven y le dejó el campo libre. «Abrete paso. Ya te solté el talón. Ya no te detendré, Esaú». Había perdido la inocencia en el proceso estúpido de culpa y resentimiento. Y se había declarado perdedor. «Madurar es menos doloroso y lo haré donde no me alcance ninguno de ellos».

He aquí que el varón con virginales oídos, quien sintió ultrajada su alma desde niño y aseguró, en su inocencia, que el Nombre de Dios es sagrado, se personó a la funeraria y a ninguno consoló porque ninguno sabía quién era él (así que fue tomado por extraño) y Jacob no sabía ni quien era Esaú entre ellos. Por más esfuerzo que hizo Jacob no reconoció a ninguno. No hubo tiempo de que se presentaran por sus nombres porque se dio por sentado que no llegaría. El tiempo se detuvo cincuenta años antes, o poco menos.

El mismo manejó hasta la funeraria. Supo que todos se habían marchado al camposanto. Y él quería entregar un ramo de flores; ¿habría llegado tarde para llorar un poco sobre su tumba? ¿Cómo luciría ella con más de ochenta años? Tenía sólo 40 cuando la dejó de ver...

Quien asegurara que sólo el Padre Enaltecido tiene la potestad y derecho a dar misión y con ello asignar un nuevo nombre, lloraba en medio del gentío, familiares y amistades vestidas de luto. No meditó sobre detalles, sólo quiso estar allí y gritar: «¡Mamá, cómo pude liar el odio a tí! ¡Perdáname!» Y su dolor y arrepentimiento, lo fue sacando del anonimato, porque fue el último en tomar un puñado de tierra y echarla a la fosa sobre el féretro. Caminó, pausadamente, y una niñita que parecía un ángel, dijo a uno de los hermanos, al que movía a Esaú sobre una silla de ruedas: «Papá, ese debe ser Jacob».

Allí, ante el desconocido, estaba una familia nueva, grande, golpeada por la vida, porque, sufrían pobreza, enfermedad, muchas pruebas; allí, cantidades de sobrinos, nueras, amistades que no lo reconocieron hasta que el ángel dijo: «¡Ese debe ser Jacob, el que se fue hace medio siglo!»

Y entonces lo vio. Esaú le pareció tan poca cosa. Encorvado, flaco como un fideíto, incapaz de pararse de su sillón de ruedas, baldado, sin dientes, temblorino. Es el más pobre de los Pérez Eram. Aún hoy, cuando todos los hermanos lo sacan de las cuatro paredes de su cobijo mugriento, el corazón se conmueve al ver cómo ha vivido aquel Esaú que manejó tanta soberbia, así como negocios, por la que vendió hasta su alma al precio de un plato de lentejas.

Duro y quebrantado estaría. Ahora lo llamaba. Contra todo escepticismo, Esaú, el de fuertes brazos, con las manos agitadas de temblorina, le gritó: «¡Jacob, hermano mío!» Necesitó casi cincuenta años para emitir ese nombre, Jacob, «ay, menchita. hermano mío; tanto puto tiempo que te he esperado, para que me bendigas». Pero Jacob también habría vivido su proceso. Se hallaba indigno, igualmente culpable, para hacer reclamos este díam por lo que se arrodilló. Temblaba como un cordero cuando se puso a la altura de su rostro y el sillón donde estaba postrado, el hermano discapacitado, y no pudo más: «¡Perdóname, Esaú!», le dijo. Le besaba las mejillas y la frente. No podía abrazarlo porque tenía ante sí ahora un cuerpo frágil, casi inexistente.

¿Cómo considerarlo su rival y escarnecedor?

Y como el perdón era sincero, por primera vez, Jacob se sintió hombre nuevo, transparente, sin odio, y seguro que Rebekah, desde la tumba, lo bendijo con la primogenitura de su amor.

Cuentos esótericos
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