Sunday, August 16, 2009

El deseo del reo

… el deseo de ser, en su abstracta pureza, es la verdad del deseo concreto fundamental, pero no existe en un sentido real… la estructura abstracta y ontológica, el «deseo de ser» difícilmente podría representar la estructura fundamental y humana de la persona, no podría ser un grillete sobre su libertad. La libertad, ciertamente, es estrictamente asimilable a la cancelación del ser: Jean Paul Sartre


Durante su quinto asesinato, el reo parecía que hipaba como un perro de presa. Tenía a su víctima tendida sobre un charco de sangre, aún viva. Al parecer, utilizaba su ventaja física y el pánico que inspiraba su amenaza de mutilar los genitales a ésta. Paso seguido, él penetraba analmente al sujeto-objeto antes de degollarlo o mutilar su pene. Hoy la tarea fue para largo. No le importó que lo hallaran regocijándose con el paulatino desangramiento de su víctima.

«¡Lo has matado!»

«A él no. El es un objeto; yo sí le dí vida. Viviré para él, la persona que pudo ser».

Volverán a darle calabozo. El Reo está demente. Se alega que es super peligroso. Tiene sus cómplices dentro del penal de alta seguridad. Además, al parecer, mucho cuajo y recursos de parafilia para darse su festín sexual con presos como éste. El violador de niñas fue violado. Habían ofrecido un pago por matarlo. Proveyeron hasta el puñal.

El Reo dijo: «¡Yo lo hago gratis!» Y lo hizo. En el presidio es un héroe.

En quienes ponía su mirada, ejecutaba el ritual del mutilamiento. ¿Quién dijo que el león no es tan fiero como lo pintan? Dedicaba todos sus homicidios a su madre, a quien llamaba La Sumisa y a su hermana menor, a quien nombra casi siempre, en sus delirios, como La Brava.

El sabía que jamás saldría del encierro. Había intentado un par de veces su escapada. «Un día en Michoacán es todo mi deseo; allí es donde cometeré mi último homicidio», decía. «Tan fácil que es que yo deje de matar».

«Nunca saldrás de aquí; pero, peor aún, cada homicidio vicioso aproxima la fecha de tu ejecución y siembra dudas acerca del alegato que propone tu defensa… La idea de ojo por ojo, diente por diente, no es muy simpática, ¿él que te hizo?»

«¡Mataron a un pedófilo y lo violaron!», se decía en la calle. Siempre se enteraba y se alegraba, porque, como meditaba él, en la soledad de la celda, «estoy limpiando el culo del mundo».

El Reo, candidato a la pena capital, halló quien le defendiera. Una ofensa menor lo llevó a la cárcel y, en esta mala escuela, se fue enmaleciendo hasta ser lo que es hoy, el terror del presidio.
«Nunca mataría a un inocente. A quien maté, lo supe más cruel e indeseable que yo», tal fue la frase que la prensa citó cuando apeló la convicción de su cuarto crimen.

«Estoy lavando el mundo».

Esto será trascender lo dado: la cruel exterioridad.

Mucha gente, dentro y fuera de la cárcel, ha dicho que El Reo es un ángel justiciero. La Fiscalía lo clasificó como sicópata y degenerado sexual. El se describe como un hombre que está hasta el culo de una sociedad de culeros y chupasangres. Dice que lava y barre con escobas de santidad el mugrero social.

«El fue un muchacho bueno. Quiso trabajar duro, como siempre lo hizo. Su deseo fue traer a su hermana a este país, librarla de la esclavitud y la miseria que vivía con su padre», dijo el abogado.

«El es un asesino. Punto», dijo otro que se entiende con su caso. Acaban de quitarle el privilegio de lectura o biblioteca, el único de los servicios de distracción que ha recibido durante los cinco años que lleva preso. El Gobernador ha preguntado por su caso.

Este el quinto preso que muere en sus manos. «Es un mata-presos», dijeron. Los crímenes de El Reo desatan reacciones mixtas. Calcularon que, en cinco años, había ahorrado al Sistema de Prisiones casi $200,000, porque cada reo cuesta al contribuyente, por concepto de la mera manutención y servicios, más de $30,000 al año. «El Reo mata y sodomiza a los provocadores, a los empedernidos, la cáfila más laya que, si regresara a las calles, seguirá con sus delitos y vicios; mas, sin embargo, es la gente que alega su inocencia y apela su libertad a costa del dinero de los contribuyentes».

«¿Quién dijo que yo quiero mi libertad? Aquí he sido muy feliz, en la absoluta interioridad de mí; aquí me enseñaron a leer, aprendí inglés; claro, también aquí aprendí a matar y sobrevivir. Quiero quedarme en el presidio, mi casa; pero antes tengo que matar a mi padre. Matarlo es la culminación de mi Sueño Americano», dijo.

«¿Crees que tu hermana se pueda sentir orgullosa de tí y permitir que lo hagas?», pregunta su abogado.

«Sólo pido que ella me perdone. Si ella lo hace, me habrá perdonado Dios y yo me perdonaré a mí mismo».

«¿Y la sociedad?»

«Si yo pudiera estar a solas con la sociedad, con el culo de este mundo y sus culeros, tendría una orgía. Tendría que patear tantos culos que no me daría abasto ni viviendo por siglos, por la eternidad».

El día antes de partir de Michoacán, de arribar a California, según contó El Reo, vio a su hermana tan pobre, triste hasta los huesos, ofendida hasta el dolor, que quiso traérsela consigo, a pesar del riesgo de la cruzada y los coyotes. «Yo fui cobarde. No tenía deseos de nada. No tenía vida ni ser. ¡Ya es diferente! gracias al presidio. Ahora me sobra el ser. He internalizado no el deseo de objetos, o cosas; quiero la vida de los culeros, quiero la muerte de los que maltratan a los demás; quiero mutilar el que engaña y vaciar el semen de mi ira en el culo de los que seducen. Matar ha llenado mi vida de sentido y de misión».

«No hables así. La Corte juzgó, ya al oírte, que eres un sicópata».

«La Corte es un estadio de culeros».

El primer siquiatra del presidio que se entendió con su caso dijo que El Reo echó por la borda el Sueño Americano. Puso su alma en México, en el pasado de su mala vida y de su culpa lata. No se transformó en un país cuyo lema es transfórmate, parte de cero, from crash.

«¿Qué puede hacer, si no joderse, quien recibe del Imperio el carnet de persona non grata y el trato de bestia de tercera clase?»

Al escuchar la traducción que se le hizo, pidió la palabra en la Corte y manifestó para sorpresa de todos: «Estoy lleno, no de sueños, llenito de deseos. Estoy en vigilia permanente por causa de mis deseos. Eso es lo que yo soy, el colmo y plenitud de los deseos, el ansia de fundar mi propio ser y no recibir pasivamente los mandatos de los que me entorpecen, después de maltratar mis deseos y los de otros, con quienes me identiqué».

Por carecer de documentos, dijo su abogado aquella vez, el coyote, el empleador, el rentero, el parásito de turno, la migra, el policía, la agencia de una y otra cosa, lo puso siempre a raya. Lo robó cuando pudo; finalmente, le quitó su trabajo, coartó su libertad, sus posibilidades. Hizo que TODO, prácticamente todo, él lo fuese posponiendo. Desde aquí, al norte de la frontera, no pudo ser, tan perfectamente noble y bueno, como el muchacho que aguantó los golpes de su padre, sin atreverse a levantar contra él su mano.

Cayó en la cárcel por un delito menor. Un escándalo en la calle con un par de maricas. Seducidos por su energía, su belleza y su virginidad. Su inocencia. Sin embargo, no creyó que nació para vivir entre gente de esa laya. Sólo que nació, en sus palabras, en un mundo de culeros y parásitos que no saben vivir de sus manos; pero que les sobra el descaro. Y los que tienen el poder y el control del mundo, vieron al muchacho, ya resentido. Que sufra solo. No es el problema de la sociedad que carezca de casa. De mujer. De amigos. Le dieron cárcel en vez de echarlo a México de una vez.

Cuando El Reo, así gusta que se le designe, cuenta su historia a los siquiatras del Presidio recuerda que él fue muchacho de rancho. Sabía de siembras y crianzas de animales. Subió sobre burros con ese orgullo sano, ordeñó cabras y aprendió casi todo lo que hay como labores de campo. Trabajar y ser pobre no era un Sueño Americano; era su realidad, su facticidad cotidiana.

Por una u otra cosa, él no fue feliz. No había fundado un ser. Le faltaba el deseo. Entonces, tenía a una madre borrosa, inútil y una hermanita linda, con el color de la tierra y la sangre. Un día, muerta la autora de sus días, tuvo su primera ambición. Irse. Le hablaron acerca del Sueño Americano. De trabajo. De pisca. De ciudades inmensas.

Y se sintió fuerte, porque el campo endurece y él fue el pobre dueño de unos ojos azules y una cara bonita. Y esa verga suya, tal vez ha de ser para una gringa. O para una niña como su media-hermana, tierna, compasiva, bravía…

«¡Marché al norte, carajo! Lo dejé todo. Estaba herido porque mi todo, lo únicamente mío del pasado, fue ella!»

Su padre no supo defender su tierra, la herencia suya y de sus hermanas. De él, la víctima que no pudo asesinar, recuerda que recibía unas palizas que lo dejaban casi moribundo por días. Odiarlo fue tarea que se hizo lenta, sujeta al temor constante, sin la dulce venganza. Le habría gustado que las cosas fuesen de otra manera, a fin de no haberse ido.

Dijo que tuvo ocho hermanas. Unas con rasgos morenos, indígenas; otras más blancas, parecidas a él. Se juntaban a veces las 8. Un botín de varón en medio de chancletas. Mucha gente y poco hogar. Ya ni ellas se acuerdan de él ni él de ellas.

A una entre todas las demás, la quiso porque, después de las golpizas de su padre, venía a cuidarlo con un trapo caliente, limpiándole la sangre de las narices y la boca. Además tenía el valor de cuestionar a su madre que permitía que él, su padre, trajera sus putarracas a la casa. Su combo de tahures. Naipes, alcohol, putañeros. «Y tú soportando, tan dejada. Te humillan, mamá. Eres peor que las indias».

El marido la mandaba a dormir a los corrales. Le quitó el trato de esposa, en rigor; la madre de El Reo sería una sierva y cómplice del macho jactancioso y brutal. Un cero a la izquierda. Ella tenía el desparpajo de asegurar a la familia: El león no es tan fiero como lo pintan. Para que no le pegara, como sí hizo él con sus otras mujeres, ella corría a cumplir sus órdenes. Callaba. Hasta que un día supo que él tomaba a la fuerza a las hijas, a veces sodomizándolas, hijas que ella les dio, las más bonitas, hermanas de padre y madre. ¡Que golpe duro! Entonces, calló para siempre porque se quitó la vida.

El Reo no pudo ni enterarse de veras. Fue inocente y bueno todavía.

«Me voy. No quiero ver a nadie. Ninguna me tiene confianza. Odio a mi padre», dijo. Se fue.

Como su única añoranza, después de marcharse, quedó una deuda: abandonar a la medio-hermana, la más pequeña de las ocho mujeres, la que de veras lo quiso. Desde el día que comenzó este sentimiento, este añorar la querencia de su rancho, se fundó el deseo. ¡El deseo sin el que no se tramita el ser! El deseo que mienta la carencia de seidad.

«Sin ser, sin deseo, uno no sabe de miserias. Uno es como una cosa. Como un gato. Como un burro o una gallina».

El viejo (que parecía que sabía más que las culebras) hizo promesas falsas. «Cuando yo muera, no antes, serás el dueño de estas tierras»; le prometió que le buscaría hasta putas para que no tuviese que hacerse sus puñetas a escondidas, porque una vez lo halló en la tarea y se burló. «Ya estás hombre pues», le dijo y ambos se clavaron sus miradas como puñales, ambos desde sus ojos azules.

Al padre de El Reo tres cosas le gustaban: las mujeres, el juego y el alcohol. Dos cosas aborrecía: trabajar y que le sospecharan más pobre que lo que es. O había sido. La difunta lo tuvo siempre como un catrín, con ropa limpia y bien planchada, como si con este ejercicio de apariencialismo que le esclavizaba se pudiera recuperar lo que fue el padre suyo, o los abuelos, rancheros de verdad de una cepa hacendataria.

El Reo tuvo que romperse el lomo, junto a unos cuantos peones, para levantar la cosecha de maíz, frijoles y frutos menores. Y el viejo, por cínico, no dio salario a los peones. Sólo la promesa de un pedacito de tierras del rancho.

Muerta la patrona, ya quisieron que se legalizara el convenio. Lo que hallaron, por gestiones propias y por confesión del viejo, fue que el rancho lo había perdido. Fue la consecuencia de su estilo de vida. Sus derroches.

«¡Qué poca madre! No protegíste nada ni para ese pobre muchacho», le dijo su compadre.

Allá, en Michoacán, en lo profundo de las milpas de un rancho, han enterrado al viejo. El Reo no lo sabe, pero la media-hermanita hará cinco años que se quitó la vida. En la prisión, aunque muchas veces él ha pensado en hacerlo, él se guarda en esperanza de su venganza final. ¡Matar a ese viejo cabrón de su padre! Y verla, ver si ella, La Brava, es capaz de llorar sobre el cadáver, como lo haría La Sumisa.

6-12-2000 / Del libro El corazón del monstruo

Indice: El corazón del monstruo

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Aurora Maura Ocampo De Gómez: Diccionarop de Literatura Mexicana. 1988: 554 pages, «Cuentos chicanos Cuentos chicanos» / El acto de Cobita / Cuento / Letras del mal /

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