Monday, August 17, 2009

La vellonera y la verja

A Pueblo Nuevo y su gente
que nos dio mucho cariño

Angel Torres, hijo de Don Chano, fue mi vecino en Pueblo Nuevo. Dentro de su barecito, delante de su casa, había una vellonera, al lado del mostrador. Desde mi balcón podía verla. Era un mueble de luces y colores. Me fascinó porque, siendo un niño (que, aún no iba a la escuela), no había visto un mueble así, tan distinto al pequeño tocadisco de mi padre. La vellonera me parecía un acordeón del tamaño de una nevera Frigidare.

Han solicitado, con diez centavos, una de mis canciones favoritas. Comenzarán a salir luces del inmenso aparato. Corrí al balcón a escuchar a Felipe Rodríguez La Voz.

... mozo, sírveme en la copa rota
que con vino de esa copa
quiero apagar la obsesión
que hoy me destroza...
y es la fiebre de su amor...
...mozo, sírveme en la copa rota
que con filo de esta copa
quiero sangrar, gota a gota,
el veneno de su amor...

Innumerables veces escuché estos versos. Algunos términos se cargaron con mis primeras intuiciones. Temí, al pensar tan ingenuamente, que existan la amenaza, la sangre derramada y la autodestrucción. Imaginé que alguien ha querido o todavía quiere cortarse los labios, morirse lentamente, abrirse las venas. La canción mienta la sangre. Lo entendía. Equivaldría a romper una copa y utilizarla como arma de vidrio contra sí mismo.

Llegué a temer que, por ir a curiosear al balcón y mirar hacia el interior del cafetín por la ventana grandísima de éste, presenciaría una muerte. Distinguiría al cortado. Imaginé el charco de sangre y yo por testigo. Alguien tendría sus labios rotos. «Vendrá la policía. Se llevarán a don Chano. El mozo o dependiente será él y vendrá la ambulancia y recogerá al herido o al muerto. A lo mejor, El Corino».

Oyendo esas canciones y sus términos exóticos, me divertía inventando algún significado. Discurría a pura imaginación, complicándome la vida con improbables eventos. Entonces, no sabía que significaba perfidia ni despecho, pero, el día que yo creciera, o estuviera enamorado, sabría algunas de esas palabras: perfidia, despecho, obsesión...

Un día me desperté soñando con las hijas de doña Lin. Creo que soñé con una persona que se llamaba Elizabeth (hoy temo que es una de sus hijas, la de pantaletas amarillas). En el sueño, tuve mi necio soliloquio, pero ella callaba:

¿Eres una pérfida? A mí no me gustan las pérfidas; no sé por qué... sólo las mujeres saben lo que es una pérfida; hay gente que se abre las venas por ellas, ¿has oído la canción?... mejor es que no seas pérfida, nena... ahora tocan otra en la vellonera, ¿la sabes?... cuando tenga edad de casarme y entrar a un bar, si veo una vellonera, voy a poner esa mismita... 'por qué eres insaciable, mujer sin corazón'... ¿qué es 'insaciable'?... ¿Cómo será una mujer sin corazón? ... mi mamá dijo que un corino es una persona a quien le falta un poquitito de hueso en alguna pata, que tiene una pierna más corta que otra... ¡Qué bobo soy! no debo pensar en esas cosas y esas canciones... pero me gustan. 'No son cosas que a los niños deben interesar'. Cosas de adultos como el tema del por qué se pelean Lin y el Corino, ¿tú sabes? ¿Cómo si vives con ellos?...
Muchas veces imaginé que yo era el cantante Felipe Rodríguez. Imaginaba cómo sería él físicamente. Algo de su voz era llorón y tembloroso, o muy sentimental. No sabría explicarlo.

A mi padre acabó por gustarle la voz de él y porque, estábamos en Navidad para esas fechas, se compró un disco '45 que tenía dos de sus canciones. En vísperas de Reyes Magos, mientras él lo escuchaba, quiso que yo cortara la yerba para los camellos de Melchor, Gaspar y Baltazar. Siempre dijo que era muy importante que se hiciera y la colocara con un vaso de agua, bajo la cama y cerca de mis zapatos. Esperé a mi tío Andrés para que me llevara donde hubiese yerba fresca.

Está en la puerta un niño
que está pidiendo amparo.
En su carita tierna el hambre ya se ve...
Déjalo que entre y junto a mis hermanos
que juegue y se divierte
como no hizo tal vez
quizás no tiene abrigo,
quizás no tiene amparo...
y hoy es Día de Reyes
y él lo sabe ya...

Al cabo del rato, ya era la vellonera de Don Chano la que se encendió. Oíamos unas canciones relativas al despecho y el olvido, las ebriedades y traiciones. Seguramente, don Angel querrá emborracharse otra vez.

No me parecía tan horrorosa la palabra olvido, a excepción de un día como hoy («los reyes no llegaron por olvido a un hogar pobre»; muchos de los términos y adjetivos utilizados en las canciones de la vellonera de Don Chano me tenían sin cuidado. Esta no.

toma este puñal / ábreme las venas /
quiero desangrarme hasta que me muera...

En la infancia, tuve una malicia controlada por lo que, aún con mi inocencia, la frase de 'copa rota', cortarse con ella, no fue inocuo. No lo sería este 'abrirse las venas', una que escuché después. Creí que una solicitud de tal suerte pudiera hacerla Don Angel, el Corino. ¿Qué tal si se cortara la cara o las venas o los labios por la vergüenza de su requear o los insultos que inspiraba a su mujer?

Doña Lin fue, entonces, la esposa de Angel, a quien llamaban El Corino'. Quería mucho a mi mamá y llevaba muchas veces a Mickey y Luis, mis hermanos, a la escuela Sifre. Estos niños estaban en primero y segundo grados.

En ocasiones, ví que, con más dificultad que de costumbre su esposo llegaba a la casa. Venía borracho. No impedía ésto, su renquera, que aquel hombrecillo blanco, de pelo y bigotes negrísimos, fuese mujeriego, bebedor y hombre de mundo. A menudo viajaba a los EE.UU. y llegaba enguayaberado, con muchos regalos para sus hijas.

Don Angel y doña Lin visitaban mi casa. Por lo general, ella venía primero y, en el mismo día, él después. Descubrí la causa: mi mamá, Doña Yuyita, como le llamaban, fue, para ellos, la consejera y el paño de lágrimas. El siempre prometía a mi mamá dejar la bebida y juraba que ya no tendría otras mujeres fuera de su legítima señora Doña Lina. Mas él la reventaba de celos.

«Es muy peleona y se encela sin motivo; no me cree», se justificaba. Sucedía, sin embargo, que cuando hacía sus promesas de fidelidad, las olvidaba a los pocas semanas o meses.

Según mi madre, Doña Lin fue la mujer más sufrida que ella había visto en su vida y, además, la más malhablada. Aún así, la más servicial, siendo mujer enfermiza, y criaba con desvelo a sus crías. Algunas de sus nenas, desde pequeñas, hicieron parte de su vocabulario, las palabras maricón y cabrón. Se las oyeron a Doña Lin, por cierto.

Jugaban a las muñecas en el patio trasero cuando yo me acerqué una que otra vez a regañarlas por decir malas palabras a Chato, mi hermano menor y más travieso. No sabía que él les tiraba tierra, o pedruzcos para llamar la atención de ellas.

«Esas son malas palabras», decía yo con cierta gazmoñería.

Se reían de mí como les daba gusto y gana; pero, se levantaban las faldas para que yo viera sus pantaletas. Tenía una rara mezcla de sentimientos por ellas. Sabía que estaban en la escuela y, vestidas con su uniforme, me parecían más bonitas y menos odiosas. Desde el patio trasero, separados por verjas de alambre, la cercanía a ellas, oírlas, al verlas jugar con sus muñecas de trapo y, además sus insultos y escupidos a Chato, el que es más molestoso, me daba la idea de que eran tan antipáticas a mi gusto como sería su madre, la más gritona y escandalosa del pedazo de vecindario, al gusto de don Angel.

Además, por mi parte, observé que nunca había visto a una mujer más flaca que doña Lin. Casi puedo decir que le tuve miedo. Era una calaverita andante y, siendo tan pequeña y flaca, ¿cómo sacará el vigor de su vozarrón cafruno? En un santiamén, al dar su escándalo, se llenaba la calle de vecinos.

A Don Angel le daba pena cuando, por celos, Doña Lin abría la «chicarra de boca» que tenía y le contaba sus cuitas al mundo entero. Lavaba los trapos sucios de su mugrero emotivo para el consumo ajeno.

El me hace sufrir mucho, Yuyita. El parece mosca muerta, con su pata corina, pero es un perdido. Un mujeriego. Demonio con bigote, hijita, pero me va a oír ese desgraciao. ¡Quisiera matarlo con mis propias manos y que Dios ni me castigue por hacerlo! No respeta a los hijos, no me respeta a mí, que soy su esposa de ley, no respeta a nadie ese abusador, desgraciao! Mal rayo lo parta.

Para que no oyera quejas como tales, mi mamá me pidió discretamente. «Véte a ver qué hace Chatito».

Corrí al patio y ví que me llamó, desde la lomita, donde se fincó la verja común de tela metálica. Estuvo viendo a las nenas, a las hijas de Doña Lin. Ellas cortaban las yerbas para los camellos. En su casa, hay más pasto que en el nuestro.

«Pídeles que nos den un poco para los camellitos», me dijo Chato.

También quería que la mayor de las vecinitas se subiera la falda, cerciorándose él así que utilizaba pantaletas de un color diferente y se saben limpiar el culo.

«¡Culicagaaaaaaaaaaaaaaaa!», gritó Chato.

«Te va a decir malas palabras», le dije.

«Maricoooooón», contestó otra voz.

Obviamente, Chato y yo, los únicos menores de mi casa que no entrábamos aún a la escuela, vivíamos en mundos diferentes. Mira de qué las acusó, mira el tema de mi pobre hermano al buscar novia a destiempo.

«¡Cabronas, putas, vengan acá!», gritó él.

Casi me cagué de miedo. Con razón, ellas contestaban con insultos. Sí, corrieron a la verja a vernos.

«Chalín quiere yerba de ésa», les dijo Chato a los dos hermanas.

«Regaña a ese maricón que nos dice putas», dijo la mayor de las niñas.

«Se lo diré a mi mamá», les prometí, pero no pensaba hacerlo para que no pegaran a Chato.

No sé por qué hicimos pactos desde la ignorancia de aquellos años; pero, las niñas nos dieron, con generosidad, yerba y espectáculo. Les vimos hasta el culo y esa inocente agresividad de sus gestos se trocó en la ternura de intercambiar los anhelos o los pedidos que hicimos a los Reyes Magos.

De pronto, se escucharon unos rumores y gritos en la calle. ¡Pelea! supuso una de ellas. ¿Será frente a nuestras casas y al viejo Parque Rabell? nos preguntamos.

Corrimos al interior de las casas respectivas. Cada cual desde la suya hacia el balcón.

¡Rayos! Don Angel salió con su botella de ron en la mano y se paró frente a casa. Quiso provocar a su mujer que fue precisamente a quejarse con su paño de lágrimas. ¡Mamita!

Doña Yuyita, dígale a Lin que salga, que me vea, ¿ah? Que somos los hombres los
que tenemos los pantalones en la casa... ¡Yo no me escondo! Estoy borracho, ¿eh?
Alegre, carajo... Lo que digo, lo cumplo... yo mando en mi casa...
Se tambaleaba de ebriedad, pero se mantenía en pie, con la botella en la mano.

«¿Que mandas en tu casa? ¡Mandas dos pedos de puta, pendejo cabrón!».
Sí, que si llamó al Diablo, se le hizo venir, porque Lina bajó las escaleras de entrada del balcón de mi casa y se le juntó en la calle, donde le arrebató la botella y la tiró sobre la calle.

¿Mandas tú? ná, la puerca mierda, corino. En la casa, con mis nenas, mando
yo, quien por algo te he criado a tus hijos, manganzón y los parí con
decencia.
«¡Cállate, mujer! ¿Qué va a decir la gente decente?»

«Que me perdone el maestro y su señora Yuyita, cabrón, pero tú no me callas».

«Mujer, cierra esa boca sucia».

«¡Que no cierro ná, mamao! Ven tú a cerrármela si puedes para que veas como te muelo los cojones a patadas».

«Cállate, me avergüenzas».

«¡Cállame tú, cállame, cállame! Todas las putas tuyas me importa, pendejo, si te averguenzas o dejas de avergonzar».

Como cada vez el subido tono de la trifulca se acentuaba y ella enganchó la primera bofetada a su marido, a fin de que escalara la violencia, mi mamá nos obligó a retirarnos del balcón y entrar a su cuarto. Cerró la puerta de entrada.

Por primera vez, sentí miedo por las vecinas del patio, las hijas de Angel y Lin, sentí miedo y lástima por toda la familia. Me acordé de las canciones y pensé si hay riesgos, por causa del evento de que Angel se abríese las venas, o fuese capaz de morder una copa rota. ¿Que... si él se vuelve loco y la corta con la botella, o con un vidrio, qué pasará?

«¿Vendrá la policía, mamá?»

«Tal vez, hijo».

Quise ver las caritas de las nenas. Supuse que estarían tristes hasta el alma. Hablaría con ellas desde la verja. Será mañana, me dije.

Mis otros hermanos habían subido al Pueblo con mi padre, a llevar nuestras cartitas de Reyes al correo, mas ahora, al menos, tendría yo para contarles algo muy excitante que pasó frente a casa.


28-6-1980 /
Indice: El corazón del monstruo

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