Monday, August 17, 2009

El masoncito arrastra'o

a don Lino Guzmán, maestro rural y al capitán Pedro Arocena y Ozores, del Batallón Alfonso XIII


Lino Guzmán, maestro rural en Culebrinas y Guajataca, creyó que el verdadero sujeto de la Historia, tal como sería en el caso de Pepino, es el espíritu del pueblo. La Idea, a la que él refería como la M (mano negra, en los últimos días de su vida), siempre fue una reflexión sobre el asunto de la libertad humana y cómo armonizarla con el bien común de la sociedad.

Lamentó que, en toda América y el Caribe, se viva de la ilusión de que la solución a los problemas esté en que se pidan constituciones prestadas como si éstas fueran otros útiles y aperos de labranza o que, yendo a las faldas de las mujeres bellas de París o Barcelona, imploremos otra visita de Josefa «la abejita de Prim». Se hizo ya costumbre. Que venga una aristócrata a brindar sus consejos de higiene pública o casera. Que venga Miles, sólo porque es extranjero, a enseñar sobre la libertad desde las promesas de una Proclama... Que discursen sobre las supremacías universales que defiende el Papado cuando justifica a los gallitos de raza, a cachacos y serafines como Arocena, Juliá Vergés, Vélez-Cadafalch, Prat-Ayats y Grau.

«... pero Pepino hoy está en guerra. El 1898 nos ha despertado a golpe de incendios, robos; ya no somos pollastros ni hermanados píos. La sociedad es una gallina que no quiere al Gallo que Arocena ha venido predicándonos». Está hablando del ex-juez Arocena Ozores. Capitán de Milicias del Batallón Alfonso XIII.

A la gente más presumida del pueblo, ahora que se está al borde de una guerra, don Lino la calificaría como «gobernantes por la lanza, Grauletes trasnochados, caudillos de escalones. Mas su lanza no es para gobernar con justicia. Es su escalón para treparse y ponerse a salvo, aunque a los demás se los lleve el diablo... ¡Y las putas traen cada facha!», decía.

No entendieron muy bien lo que quiso decir, en particular cuando aludió a la abejita de Prim, a quien gente como él, Lino Guzmán, terminó llamándola puta, revoltosa y atea. Por ejemplificar, tan abiertamente, a él salieron muchos enemigos. Tocaba, con sus discursos, algunos nombres de familias respetables.

«Tiene la lengua de un rajadiablo», le dijo Arocena, agricultor de Mirabales, a la hija de Manuel Prat. «Está echándote puyas».

Doña Eulalia se encargó de las fincas en deterioro de su padre, cuando éste se fue a Cuba dejándola sola y rodeada de enemigos. Ella no escucha a ninguno pues de chismes no se puede vivir. En realidad, sólo se molestaba con la gente que deseaba sus tierras en Furnias y Mirabales y que supo que ella no quería casarse. No lo hizo por largo tiempo, simplemente se juntaba.

Ella se leyó un articulejo sobre Marsilio de Padua. Se lo envió una hermana desde Barcelona. Una reseña de dos ideas que le hicieron simpatizar con Don Lino, o al menos, comprenderlo un poco, aunque a él le gustara su apellido para echar puyas.

«Ese es un pobre hombre, don Pedro. Usted no le haga caso».

En De jurisdictione imperatoris in causa matrimoniali, Eulalia descubrió que no estaba tan sola al creer que el matrimonio carece de naturaleza sacramental; en referencia al tratado Defensor Pacis, nada que ella ya no supiera. En la Edad Media, el teólogo y jurisconsulto italiano había adelantado la idea de la soberanía del pueblo y del poder civil contra la autoridad del Papa.

En vez de enojarla, desde que leyó ese artículo, Don Lino le simpatizaba. A veces él y ella maestros sin trabajo, menospreciados y en bocas ajenas sufrirían ante las mismas incomprensiones. Y, por esta razón, aunque dudaba si don Lino pudiera leer eficientemente el catalán, le compartió un pedazo de la gaceta, donde aparecía la reseña de los escritos de Marsilio de Padua. Pensó que, si lo leyera sin prejuicio, él dejaría de estar llamando puta a la mujer que no se casa y, en su lugar, abría un salón para reunir a los que piensan, a los intelectuales, cosa que agradecerán los revolucionarios sin misoginia.

Al morir doña Eulalia, fue su hija putativa la que supo que Don Lino sí la comprendió, agradeció el escrito e hizo de ella hasta su ídolo. Doña Dolores comprendió al pobre maestro y no perdonó lo que Don Pedro le hizo cuando reventó en Pepino una ola desgarradora de incendios, robos y ultrajes: la rebelión de los mata-vacas y tiznados.

Don Lino y don Pedro eran dos jíbaros muy distintos. A don Pedro, en las postrimerías del siglo XIX, cuando adquirió el rango de capitán en las Milicias, le gustaba que los vecinos le viesen como si fuese un héroe romano sacado de los libros y el estilo histórico de la Edad Media. Para él, el paisaje histórico fue casi inmutable; al hombre corresponde expresar la heroicidad y aventura. La pasión está contenida en una genética del carácter. Los caballeros y los héroes, así como los antihéroes y la gleba, existirán toda la vida para que el paisaje histórico sea siempre el mismo.

En rosarios y fiestas de Navidad, Don Pedro narraba cuentos y leyendas de la tradición hispánica. Y, en la vida cotidiana, tuvo ocurrencias que le dieron su nombre, su leyenda de serafín. Estuvo siempre enamoriscado de Eulalia. ¿Y por qué no?, de su hija. El venía, como decía, de antigua prosapia de valientes y noble sangre. Carlos V, en la empresa imperial, supo decir lo que él mismo decía al exaltar el valor del esfuerzo heroico y biológico para sobrevivir, aunque se corriera el riesgo de morir por hambre o por flechazo del indio salvaje.

Pepino es una posma. Un pollastro. Un ganso. Gente como don Lino quiere que un pollo vuele antes de tener alas. Con estos argumentos, él desautorizaba el rumor de que el pueblo se levantaría en armas como en Lares, treinta y cinco años antes.

«¿No fue suficiente aquella lección para Pancho Méndez y Avelino?»

A la salida de la iglesia, Arocena se detuvo frente a Guillermo Cardé y su esposa Josefa Peruyero y preguntó: «¿Se arriesga o no? Un charlatán está echando prosas y coplitas contra usted, se están organizando los gañines, esas aves de corral que no saben que es ser gallo; pero ustedes... no tengan miedo que yo sé quiénes son los árboles torcidos y los voy a barrer de este pueblo».

La calidad de sangre, su antiguedad y limpieza, la asociaba al servicio al rey y una probada hidalguía. El quería que le llamaran el Gallito, porque criaba gallos de pelea y se comparaba con ellos en un sentido místico. Como un Cristo prehispánico, Gallus Mysticus, de canto mañanero, predicador de la vigilia de la noche y de la madrugada, siempre puntual y melódico, don Pedro tuvo por otras virtudes su coraje y capacidad de protección.

No así Don Lino, cuya vida fue más triste y pobre. Siempre comparado, por sus hechos, con la chucha vida y la suerte de un perro capao. Sí. Por llevar la contraria a todo el que conociera, por vivir su miserable vida de maestro, los días se le hicieron amargos y más largos que un día sin comer. Y se ganó sus enemigos. Para empeñequecer su conocimiento, lo llamaron el masoncito. Unos olvidaron que fue maestro rural (sí, ahito estuvo de conocimiento) y lo redujeron al mote de arrastrao, masoncito arrastrao. Esto no era justo. Doña Dolores Prat lo sabía y le dio consuelo después de 1898.

Empero, Don Pedro gozaba de respeto público. Tenía su fundo en Mirabales, vecino de los Prat Vélez, Ortiz Prat y Ortega Prat. No tuvo que levantarse jamás como un cienpies meado, pisado en lo duro de los días. El habló, por costumbre, sobre los apellidos respetables. Y, según recordó doña Eulalia y su hija, decía que el alma se casa con el apellido, o que el apellido es parte del alma, o una especie de soporte de la historia. El apellido es un poema que adorna y funda el alma para siempre. Un pueblo, sin consciencia de sus apellidos, no tiene historia y es como un árbol de ramas secas y caídas. El apellido mantiene el árbol vivo.

De los que se fueron a Barcelona, José Gonzalo Arocena y Ozores fue uno. Mas no se fue por miedo. Quisieron que su hijo fuese de la más alta cepa de valientes. Un serafín. En Pamplona, su hijo José Francisco hizo su prestigio militar. Su encono de capitán de infantería del Ejército español lo daría contra las huestes rifeñas. Un Arocena sería el prestigio militar de Pepino.

En Pepino, quedó gente como él: don Pedro. Uno de dos gallos de Ozores y sus bravos parientes de Matarós (Cataluña), Juan Rodón, quien se vinculó a los Oronoz y los Oharriz.

«Quedó aquí lo imprescindible, lo valiente, limpio de polvo y paja», se jactó Don Pedro.

Vivía en el culo de los matorrales, en Mirabales, pero, con un caballo que conoció las huellas de cualquier campo. Se repasaba a puro galopar el pueblo y sus montes. Toda la tierra del centro-oeste.

No digan a don Lino que el gallo de Ozores elucida estas cosas. Se enfurece. Arocena tira prosa que él no cree. «Caga pa'l seto. Zurra su merengue para los que no creen en el bosque», reacciona. El bosque es la armonía de todos los árboles. Los que defienden la prosapia de apellidos sobre lo que realmente hablan es de exclusión y de su agresividad individualista. Son individuos insulsos, pedantes, abogados de protocracias fútiles que ya no sirven para nada. En realidad, como clase jamás han servido; han sido parásitos y seres proteicos. Escupen al que le da de comer y levanta sus cosechas.

«¿Que tienen miedo de mí? ¡No! Tengan miedo de los americanos. Tengan miedo del hambre que se nos viene encima y miedo de la gente que se está yendo, con sus capitales».

Dijo Don Lino que, según se calcula, España tuvo entre 1786 y 1787 casi medio millón de nobles. La cifra crece. Gente que, pese a su elevadísimo concepto de si misma y de hablar de apellidos con gesto rayano al orgullo, por una teta no fueron vacas. Unos llegaron pobres a la isla, hoy se están yendo ricos. Si piden deferencia y sumisión al que les escucha y les trata, es porque ni a vacas llegaron que hayan dado leche. No ordeñan las suyas con sus propias manos y no comparten lo que se roban del pasto en las ruralías. Una vaca, un cabro, vale más que todos ellos. Es el jíbaro humilde el que trabaja.

Esa gente de alcurnia y de estirpe viven de la inmunidad fiscal en España. Son caciques y señoritos, privilegiados. Mandan, como propietarios, pero caminan con los codos. Su cuento sobre valiosos apellidos e hidalguías es más viejo que el frío. Más que estirpe, tienen ya el peligro de que los extirpe el paso de la historia. El destino es irremisible.

«No ven el bosque. Estorba el árbol de su genealogía», dijo Lino Guzmán para quien la Revolución Francesa tuvo que haber arrasado con la idea de que se es ilustre, sólo por tener un pasado de Gair (lanza) y caudillaje, que es de lo que se jactan los Grau de Islas Baleares, Cataluña y Levante, gente ahora mancillada por su boca y que exige aún la deferencia en este pueblo. El Pueblo que se llama Pepino.

Don Lino es partidario de que Coll-Grau y Cardé Orona se vayan de la Alcaldía y que ya, en las calles, aprendan del hombre humilde. Que sean campechanos y saluden a todo el mundo, porque, si la religión y su escuela, como elemento supremo del sistema de valores, ha de servir para algo que sea para socializar, para que se promueva la aceptación del prójimo y, en particular, del necesitado. Después que vengan las letras. Y esa cultura libresca, vertical, trasnacional, que mistifica todo.

«Que sigan mezquinos con lo que fue suyo; pero que ya no roben al fisco. Lo primero es lo material y político», dijo Lino Guzmán.

En realidad, creyó en la igualdad y comunión de pastores y ovejas; pero le cayeron chinches en el pueblo. Fue el cura y sus rebaños quienes avanzaron contra él como ladillas. Por eso comenzó a desconfiar de que, en el el proceso de producción de bienes espirituales, contara con la buena voluntad de algunos de ellos. El cura dijo a los borregos: «Ustedes son los sabios; el que está contra la Iglesia, masoneando, es un galfarro».

«¡Mira que ocurrencia, la de ese Don Lino! Hablar contra los reyes, gente que él ni ha conocido», dijo Arocena que estuvo acompañado con José M. Caballero Ayala, Mauricia Franqui y Berga de Luciano, Ramón López Frías, sententón entonces y Joaquín Oronoz Perochena, español también, cuando vio que el maestro Lino les sacó la vuelta y se fue. Todos llegaron a rezar por el pueblo. Menos él, el masoncito del Santo Petardo.

«Ustedes no hagan caso a ese pelma, que es santo petardo, y un día, ya muy pronto, lo haré morder el polvo para que aprenda a callarse».

«Pues vale que sea pronto. Comentó con nosotros que bombardearon a San Juan, que hicieron escante en Guánica y que el Alcalde Rodríguez fue a ver cómo ha sido el desastre».

«¡Carajo, que viene el fin del mundo y no llegó a rezar con nosotros!»

«Pedir que un masón rece es pedir guapezas a Picio».

«Ya lo creo».

«¿Te habló sobre las partidas?»

«Niega que sepa algo. Este es el fin del mundo que se acerca, como me dijo Laurnaga».

«¡Qué va, don Joaquín! El mundo ni cambia ni se acaba», respondió con convicción El Gallo.

En las vísperas de la ocupación de Pepino por las tropas de Brackford, ya decía él que nada iba a cambiar. El que es héroe lo será; el que nació para servir a grandes cosas cumplirá el destino para el que ha nacido. Don Pedro dijo que sería caballeroso hasta el fin de sus días: Delante de mí, nadie ultraja mujeres. Nadie roba al débil. Nadie oprimirá al hombre bueno. Y los modales de él y su buen gusto, son el anticipo del serafín que él ha sido y todavía es. Así quería él verse, como un ángel de combate: siempre limpio, elegante, generoso y simpático. Bien vestido como un cadete del Imperio de Carlos V, muy erguido en su caballo.

¡Qué mala suerte que tuviese que conocer a ese otro! Su opuesto. Al masón y san petardo. ¿Qué? ¿No sabe que los cañonazos callan la vocación de libertad malentendida? ¿Que los gallos saben lo que hacen? Son gobernadores por espada. El derecho de su espada luminosa... Dios da la espada. Dios da el pie de la espada blanca y la espuela de oro en los botines...

«¡No perdemos el tiempo con los gallineríos flacos y moquientos!»

A don Lino esta visión de la existencia y la historia le pareció un sinsentido. En el escenario social y externo cambian mucho más que los detalles. Lo que ocurre es que, hoy por hoy, se cuenta con más recuerdos para coser los falsos disfraces y adulterar los hechos. Los que no son generosos no preguntan por las causalidades. Formulan acusaciones a priori. «Arocena habla como si comenzara a pollear; pero él es un palo doblao. El no mata una mosca. Habla no más, habla porque no cuesta el hacerlo».

«¿Lo llama cobarde?»

«¿Dónde están los yankees rendidos? ¿Dónde los cadáveres?»

«Don Lino no hable así que él le trae entre ojos».

Indiscutiblemente, el escenario que da Pepino al que lo enjuicia es ya diferente. «No estamos en España. Estamos en una tierra con necesidades distintas y con hombres distintos. Este pueblo es más que la posma y el pozo del olvido», dijo don Lino sobre las ideas de su acusador. Es decir, quien suele llamarlo ateo, boca de rajadiablo, vigilante del Taller de Satanás. Santo Petardo.

No fue don Pedro el único que tuvo a Guzmán entre ceja y ceja, por la fama que tenía de masón y, cuando éste se llamaba aprendiz y a sus alumnos de la escuelitas rurales les decía que nunca se terminaba de aprender, aunque ya se tuviera oficio y profesión adquirida en las escuelas y universidades de mayor prestigio en Sevilla, Barcelona o Madrid, alguien vendría a pedir cuentas de lo que dijo. A más aprendiz se es, menos lo que sabemos. Más es lo que anhelamos aprender...

«El que estudió ya sabe. No confunda a nuestros hijos, no sea que busquen más de lo que conviene», lo advertían.

Azuzadas por el cura de la Iglesia, las mujeres sospecharon que el conocimento que buscaba, con reverencias y recursos, el tal masoncito sería el mal, lo esotérico. Y, por estas razones, algunas familias de las que podían pagar su salario, retiraban a sus hijos de su lado, porque Don Lino no es de fiar y el cura lo dijo.

La primera Logia española se fundó en Madrid en 1728 y la gente de esos grupos y el Taller que los albergaba, con sus vigilantes y oradores, nunca fueron bien vistos por los gobiernos monárquicos ni la Iglesia. Aquí, en Pepino, no habría de ser diferente. Lo dijo el Cura, el capitán Arocena-Ozores y Manuel Rodríguez Cabrero. Punto.

Cuando los yankees comenzaron a ocupar los pueblos del noroeste y, en barricadas, se protegía la villa de Pepino, el primero y el único Alcalde del autonomismo se llamó Manuel Rodríguez y don Pedro Arocena, sus oídos en el campo. Se rindieron aún los que él creyó valientes ante las fuerzas invasoras. Mas él, el Gallo, iba a reclamar la gloria para sí, siendo que el heroísmo le corre por las venas y el escenario histórico jamás cambiará porque el «alma, el carácter» es uno.

Un capitán extranjero, Brackford, destituyó la autoridad autonomista. Anunció el armisticio. Arocena se internó en los campos en persecución de las partidas que estaban cometiendo fechorías de las que él odiaba con la fuerza de su alma: ¡ultrajes, quemas, robos! El pidió tropas entrenadas y oficiales y no se las dieron. Ya había conocido a los yankees, cara a cara. Vio el cambio de mando. Recibió lloros y chiflidos; pero, obstinado en su idea, dijo:

«Mi misión no cambia. Solo o con sus tropas, capitán Brackford, pararé estos crímenes... Aquí el escenario es el mismo. Voy, con mi espada, a cumplir mi deber. Sigo siendo el capitán. El Gallo místico. El Quijote. El soldado».

Habían atacado a Pedro Jaunarena Azcue. Incendiaron a Ballester Pujols y una tropa de comevacas se dispersó para atacar a Pedro Rico y rondar por cafetales de Rodón y Prat. Por fortuna, Arocena fue avisado de que José Vélez Mayo vio las tropas yankees de paso por Guacio, cambiaría rumbos y, Arocena no se unió a la cercana tropa yankee, porque un chico, de 8 años de edad, que se llamaba Juan Ortiz Prat, dijo que se ranchearía a los Elizaldi y se quemaría en la noche a los Prat y Vélez de Mirabales.

«Van a macheater a Alicea Pérez», dijo el muchacho.

Suficiente dato para que Arocena apresurara sus peones de a caballo. Iba con ellos José Ortiz, que ya sabía quiénes podrían ser los agresores. «Los que quieren tierras de doña Eulalia y doña Dolores Prat, ahora que es huérfana y hermosa». Ladrones de Camuy solían andar con Flores Cachaco y Vélez Mayo.

Los yankees llegaron a la Loma de Elizaldi antes que Arocena, pero fue él quien dijo, al ver a un hombre huyendo entre los matorrales:

«¡Aprésenlo! ¡A ése es a quien busco! ¡Atrápenlo! Estuvo en el ataque a Jaunarena».

¡Era el masón!

«Hoy me llenaré de gloria», pensó Arocena. Lo atraparon.

Se sintió emocionado e invencible. Vio al maestro atado de pies y manos. Varios hombres lo hicieron acostarse en una esquina del balcón.

El sargento Stephen propuso que Guzmán fuese llevado al pueblo e identificado por Jaunarena mismo como uno de sus agresores, aunque se pintaban las caras los cobardes. Se lo retuvo por horas en la casa de Elizaldi, mientras se festejaba con viandas, café y licor, a los americanos.

Arocena dio instrucciones a los dueños del hogar. Buscó dos piedras que había cocido a fuego de leña. Y se dio a entender como pudo ante Stephen y sus hombres. «Esto que haremos es muy importante».

Por eso sacaron al masón hasta el patio. Lo arrodillaron ante carbones calientes de un círculo de brasa y, tras desatársele las manos, lo hicieron tomar con sus manos dos piedras. Extendieron sus brazos como una cruz.

«¡Si te gusta quemar, ahora acostumbráos a lo caliente!»

El maestro aguantó cuanto pudo sin gritar. Le estuvieron dando patadas en las costillas hasta que accedió a asir las piedras calientes y, cuando ya fue hora de conducirlo a la cárcel municipal, cambiaron el suplicio. El propio Arocena amarró a don Lino del rabo de una mula y, al comenzar el regreso al pueblo, lo arrastraron un buen trecho de camino.

«Why the hell you did all that against him?», preguntó un gringo. Al fin se compadeció de ver al reo con tantas magulladuras.

Arocena dijo que se trataba de un asesino. Que se había ultrajado a una niña de los Laurnaga-Jaunarena, que cercenaron el brazo de un buen súbdito de España y que él representó la ley y aún la representa, en atención a la anarquía que se vive en el poblado. Habló sobre el honor y el símbolo del Gallo místico.

Desde que, en España, comenzó a reestringirse el acceso a la nobleza en tiempos de Fernando VI, explicó que los ateos cometen crímenes que quedan impunes en las villas. Los nobles son necesarios. Los ateos sólo llevan el país a la guerra, a las ideologías modernistas y el descreimiento. A los rebeldes, sindicalistas, anti-capitalistas, los llaman manos negras, aprendices de Satanás. Por fortuna, quedan hombres como él. Como Arocena-Ozores.

Se presentó ante Stephen como un antiguo juez del Pueblo. Caballero. Sangre de hidalgos. No dijo ser un hombre de campo, sino un cachaco. Explicó que, ni de España ni de los EE.UU., sería él digno de recibir castigo por penalizar al maestrillo. Dios lo hizo juez, la Iglesia, eterna e inmutable, portavoz de la Némesis.

En España había procesos jurídicos que a los nobles los excluía de penas ignominiosas, tales como azotes, tormentos y, aún tenían el derecho de inmunidad ante el encarcelamiento por deudas y, si acaso mereciera la prisión casi siempre fue sustituída por el cautiverio domiciliario. A veces, a quien fue caballero, se lo juzgaba en tribunales propios, así debería seguir siéndolo. «Comprenda que soy un soldado».

Ahora miró a su víctima y le dijo: «Para que te sientas como un arrastrado; para que pruebes lo caliente de las quemazones, te dí lo que mereces. Cállate de ahora hasta el fin de tus días».

El valiente Don Lino, por maltrecho, irrumpió en llanto
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8-12-1986 / Del libro El corazón del monstruo(2006)

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Lo relatado en este cuento es histórico y real, como los nombres y procedencias de los personajes. Fue recopilado mediante testimonios orales de personas que vivieron los conflictos del cambio de la soberanía española a la colonia yankee, tras la Guerra Hispano-Estadounidense en 1898, periodo en que el Pueblo del Pepino (San Sebastián, Puerto Rico), los hacendados españoles sufrían quemas por sediciosos, comevacas y tiznaos, un brote anarquista al estilo de la Mano Negra en Jerez de la Frontera. El maestro de escuelas y masón Lino Guzmán fue uno de los cabecillas de ese movimiento anarco-campesino en Pepino.


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