Ella es linda. Una mona, cuyo cabeza tiene por cabellera rayos de sol y un cerebro potente. Sabe sobrevivir. La Policía que la interroga determinó que, con su padre, ella habría zarpado de Buenaventura, un puerto de Colombia, hasta el Tapón de Darién, en el suroeste del suelo panameño. Ahora, al fin, sabe a qué se dedica su padre, «el que siempre se dijo tan patriota». Lo que es... —será un narco que se desaparece como un lagartón de pantanos en medio de la tupida maleza y las montañas. Siempre se las ingenia para salir al sur de la Carretera Interamericana y en Panamá, terminar sus trafiques.
Un automóvil que dio el volantazo ante ellos, la retuvo. La Mona fue con ellos sola, a su merced.
Está triste. Medita si su madre sabrá, o es cómplice, de las cosas que su esposo urde. El siempre tiene a la madre preñada y ella le alumbra dos en cada parto, no sabe si por suerte o por desgracia, gemelas. Ya son tres pares, un varón y ella. —Ocho hijos de la desgracia, llevados del Berraco, hasta este fin incierto—. El la arrastró consigo cuando obtuvo un caballo y la puso en la calle, hasta que vinieron por ella, gente conocida de él, para llevarla al Japón, dizque para que fuera una doméstica en la casa de unos millonarios, viejos y solos.
«¿Qué sé de mí, desde cuándo me doy cuenta de las cosas?», se pregunta. Dieciseis años de edad tiene la campesina, edad en que sólo tuvo tres de escuela. Es que, por ser la segunda en nacer, su función es cuidar a las menores. Su madre es una máquina paridora, mujer bruta y enferma. Tenía 16 años cuando halló este marido; a los 32 apenas, parece una vieja de 50, todo el tiempo maldiciendo, histérica, llorando y Mona, en quehaceres domésticos. Sin privacidad, sin un mundo propio, sin juegos infantiles. Un televisor para sí, lo único que tiene, y en la selva sólo le sirve como radio. El servicio eléctrico es malo y las noches son de quinqué la mayor parte del tiempo.
Cuando el padre le trajo el televisor, no pensó en las penurias de la aldea. El provee comida y techo por lo menos. No se olvida de las crías. A Mona le dijo: —Te quiero berracamente—, chuleándola.
Crecía muy hermosa, inocente, y él, porque su primogénita cumplía doce años, supo que menstruó y la sintió fuerte y tibia cuando la acariciaba. «Como cuidas a tu madre y tus hermanas, te quiero mucho. Te obsequiaré de cuando en vez. Te traje ropa y mira... un televisor para que lo tengas y lo veas, después de las faenas». La ropa era una caja con cinco o seis pantaletas y dos brassieres, porque ya a la edad de diez tenía lindas teticas, pequeñas pero lindas al puño y tibias, se las sentía porque ahí sus manos puso, escarbadoras, para decirle: —Te quiero berracamente— y ella, por reacción inocente, sonreía, creyó que él era varón y ejemplo bueno. «Un patriota», como él, «luchando por una Colombia, sin hambre, con oportunidades para los más pobres y los hijos de los pantanos y selvas».
Ser la hija de un patriota requiere sacrificios, máxime si el patriota es un padre, como él, alto, fuerte, con rasgos agradables, el rostro masculino, pero ternuroso, la voz que tiene, seductora, «te quiero berracamente», con dulzura infinita y la caricia de su manos ronda que ronda sobre su torso de niña, su estómago y casi abajito del ombligo, donde él sí sintió que la Mona tiene una selva radiante como su cabeza de vellos abundantes, sin que el pudor de ella se estremeciera.
Ella se queja con él. —¿Qué necesidad hay, realmente, de que te vayas?— La patria colombiana, hija. —A veces, has venido con una bala en la espalda, herido. Te pueden matar—. Todo sea por el porvenir, hija. —Pero, si te vas, quedamos solas. Mamá no sirve para nada. Siempre dice que está enferma y que estar de parto, cada año, la desgasta—. Por eso proveo. Nunca les faltará comida, ni ropa ni frazadas. —Sin terminar de aprender a leer y a escribir, ¿cuándo es que seré peinadora, embellecedora, el oficio que quiero? Aquí estoy limpiando a quien se caga, lavando, cocinando, ay, papá. —Ya eres hermosa. Que todo el mundo muela duro y sea feo, ya eres la berraquera y la maravilla. Que si se sienten feos, pues sóbense que no hay pomada...
La Policía le pregunta: —¿Qué sé acerca de mi padre, desde cuándo le sé... un agente de la FARC, o un berraco narco?... —Y yo apenas me doy cuenta de las cosas—. Mona está llore y llore, detenida. Sin embargo, no dijo dónde vive exactamente ni aún para que la suelten. No sabe si el padre estará cumpliendo su faena favorita: Preñar a su mujer, que no sirve mas que para eso, coger, llenar la casa de gemidos durante toda la noche o la tarde, folla que folla. —Ella es más puta que yo, porque a mí me obligaron. Yo no follaba por gusto, sino por preservar la vida. Estaba de indocumentada, en condciones de secuestro, y sabe Dios si vendida por mi propio padre—. Medita, ya todo es claro. El cerebro ha despertado poderosamente y siente rabia.
En la seguridad de sus cuatro paredes en la selva, su madre puede que dé a luz otro par de gemelas. Según crecen, las manda con Mona a un establo por horas para que jueguen con unas cabras. Y ella y él, pura candela ... a besarse, a hundirse uno en el otro, a sudarse en el camastro, a parir...
Cierta vez el varón de los hijos, por una rendija de la casa, los miraba y tenía catorce años.
—¿Qué miras?—, salió en bombas, corriendo al verse sorprendido. Desde entonces, él no mira a Mona como hermana. Cuando su padre sale al Tapón, santuario de la narcoguerrilla colombiana, ella queda con ese enemigo, su hermanito de 14 años. El —que aprendió donde su padre escondía los cigarros— dejó la escuela, ahora fuma. Se atreve a probar de unos licores escondidos y cuando Mona va a bañarse en un chorrito del campo, o a lavar la ropa de toda la familia, en una pequeña charca, allá también él estará. No es necesario, como antes esconderse, —hum, este huevito quiere sal—, medita el sátiro.
Siendo que, a diario, la ha visto embolatada, liada con sus faenas, sale a su encuentro, cigarro en boca y el aliento alcoholizado, pensado que sería delicioso chatarrizar un himen virginal, o al menos, mordisquear esos muslos y nalgas de su hermana.
Ella es linda. Una mona, cuyo cabeza tiene por cabellera rayos de sol y un cerebro potente. Sabe sobrevivir. La aldea perdida, aislada, la enseña. «Esto no lo hace ni Misiá Berraca». Después de verla, lavando una ropa vomitada que produjo una de las gemelas, oye: «¿Cómo estás, Monita?» Contestaría: «Regular, tres cuartos, y véte». Pero él le agarró el rabo de la falda y tenía ya el pene alto, grande y duro, como el de su padre, «no me abra los ojos así, Mona, que no le voy a echar gotas».
—¿Quién pidió pollo?
—Véte... que se lo diré a mi padre cuando llegue...
—De pronto sí que voy, pero antes me emberraco de gusto...
Si ella no lo hace, no lo hace nadie. «Esto no lo hace ni Misiá Berraca». Ya era tarde para que le sacara en cara que eran hermanos, que ella le ha servido, que come porque ella cocina, que ella lo arropa y le cuida durante los resfriados, le zurce camisas rotas, remienda sus pantalones y lava sus calzoncillos y calcetines, y se la está agasajando, le penetró el culo para respetar su virgnidad. Bendita excusa, carajo.
Tiene que ser verdad lo que él le dijo. Se va de patriota como su padre. No sabe si será tan fuerte y ágil para esquivar balazos en las selvas; pero se va a la FARC. El no lo sabe; pero, en una rara noche, en que ella sacó el televisor y lo puso sobre el techo, improvisando una antena, escuchó las noticias. «Harán en el Tapón de Darién, una incursión con militares. Los gringos van a dar diez helicópteros porque hay 200 guerrilleros de FARC y se especula que habrá un envío de 5,000 kilos de cocaína como incentivo para realizar el golpe y el decomiso».
El día es más largo que una semana sin carne. Mona espera con paciencia, La Policía panameña que la interroga la pasará a una sesión de documentación. Vendrán a verla unos agentes de Inmigración y de una Agencia de Servicios a Menores. Ella tiene dieciseis años todavía y, a esa edad, días antes, la arrestaron por prostitución en Tokío. Abrió la boca como una esperanza y dijo: —Quiero volver a Colombia. Alguien que me salve.
Entonces, sólo dijo: —Llévenme a Buenaventura.
Por de pronto, en Panamá, irá donde unas mujeres identifican si los muertos del golpe a la «trata de blancas y mulas», son sus maridos u otros familiares, así le avisan: —Alguno entre estas doscientas fotos disponibles ha de ser su padre, —le dijo un funcionario que al mirarla tan tiernita se mea de gusto. —Hay unas fichas con fotos de cada uno de los que zarparon desde Buenaventura— y, por eliminación de las excepciones, la mayoría de los cadáveres de contrabandistas colombianos infiltrados en Tapón de Darién, blancos de la cacería policial, con ayuda militar norteamericana, han correspondido a lo que las familias inquieren.
De plano, el funcionario está impresionado. Le da explicaciones que ella no pide. Como esa de que el jefe está de locha y el burócrata que no está de vacaciones, es alguno que la pereza lo define. Mas Mona, si es putita por gusto, o por chantaje de criminales, tintura las mechas de cualquiera. —¡Caramba, que dan ganas de servirla ¡Hay que estar mosca, papá!— Ha calculado que si ella es inocente, la dejará que se vaya y, si no lo es, él es hombre a quien le gustan «las cuentas claras y el chocolate espeso». Y las colombianas lo tiran para arriba y para abajo; se crió entre ellas antes de radicarse en Panamá y trabajar como experto, ésto sí... acá hay más negros que monas.
Mona es tan linda. Con la minifalda, se insinúa un cuerpo macizo y delicioso. Se le adormece la pierna y no se atreve cruzarla una sobre otra. Se la clavan con las miradas. Cuando anduvo en Japón, por escasamente cinco meses, la transformaron a tal grado que no parece campesina. Y ella, obsesionada por la tele con las escuelas de modelaje, belleza y modales, aprendió de golpe a proyectar su hermosura. Queriendo ser mala, explotó en ella la berraquera berraquísima, en palabras de su padre, significando la interna belleza que ya tenía dentro de sí en cuerpo desaliñado sólo por su mugre ropa. Para que ejerciera la prostitución, a ella la vistieron de lujo, con costosos abrigos de cuero, tacones y la blusita tan pegada que marca sus pezoncitos.
La berracota está ya muy cansada para que otros la miren con lujuria. Algo hizo con el ceño para que el funcionario dijera: «No se enoje. No me levante las cejas que no voy a pasar por debajo. Quiero ayudarla». ¿Ayudarla? Sí. «Mira la Berraquera Berraquísima, vendida por unos dólares por su propio padre... y le dieron el precio de la extranjería, el exotismo, por sólo ocupar un techo y una cama con viejos millonarios y nada de dinero, el peor de tus negocios papá... ¿Qué sé de mí, desde cuándo? Que no hay belleza interior, sino darse cuenta de los chantajes y las opresiones... y tu engaño. No hay patriotismo en tí. Mis secuestradores comenzaron contigo y me dijeron: El (tu padre, no otro)las venderá una por una; él halló un negocio más lucrativo que la cocaína, darle mujeres a los japoneses... traerle niñitas, no sólo adolescentes, niñitas de diez, o aún menos edad... que soporten una verga en la boca, una comida de culo... tú, suertuda, te echaste vieja en la cama y no eras virgen».
Cabrones, decirles que tengo apenas 16 y sin agradecerlo... Por eso se fugó, robó un dinero, algo de las buenas ropas; pero no contó que no hay escapatoria, que no tiene pasaporte, que está a merced de los extraños... Entonces, algo de berraquera será... la valentía. «¡Pues si no lo hago yo, no lo hace nadie. Esto no lo hace ni Misiá Berraca. Me la juego». Desafió a los hampones y a fugarse.
—Venga a identificar a su padre—, le dijo el funcionario. Al fin, viendo la foto, hallándolo a él, ya recocido a balazos, lo supo. Era él, aquel que le decía —te quiero berracamente— y le preguntaba, —¿has usado la ropa que te compré?
—No, no es ninguno de las fotos.
Sin embargo, del segundo paquete, una foto la conmovió. Aquí, su hermano, también cocido con balas, un niño... Se limpió una lágrima inevitable. El funcionario quiso apresurarse a ser él quien secara su mejilla.
—Milagrazo chinazo, otro que por ambición se jode con el dinero fácil...
—Me hace el favor y le baja al tonito... —, no permitió ni que le limpiara el lloro ni comentara la foto.
—¡Ay, no se me coloque asi!
A él, al que reconocía en la foto, si lo estrenó como hombre y ella, con él fue accesible y primeriza puta. «¡Pues si no lo hago yo, no lo hace nadie. Esto no lo hace ni Misiá Berraca», medita porque él, macho, al fin, dijo que retuviera una vagina virgen, —para que te cases, hermana—. Se quedaría con su culo. Mona advinó que él iba a morir. El corazón se lo dijo. Su padre lo llevaría a la muerte, a ese negocio suyo y ya no se engañaría más.
Ella se le entregó por eso. Ahora sonríe. «Esto no lo hace ni Misiá Berraca». Y se abrió y se dejó tomar por el chiquillo. Se amaron en el río. Sabía que no volvería a verlo.
Sonríe, sonríe.
—¿Qué la ha puesto contenta, mi reina?
—Que mi familia no está en las fotos. Han de estar vivos. Es que no le dije. Yo soy mi propio padre y madre; pero tengo dos pares de hermanas gemelas. Quisiera buscarlas y estar con ellas en mi Colombia querida...
Y el funcionario sugirió que el caso de regresar a su destino sería tan fácil como una noche juntos... y podría ser hoy misma, —«para que mañana, se te lleve al Puerto de Buenaventura».
09-10-2008 / Leyendas históricas y cuentos colora'os
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Mona: Colombianismo, mujer rubia
Misiá Berraca: Especie de Mujer Maravilla
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