A mi amigo Max Stirner (1806-1856)
Lo divino mira a Dios, lo humano mira al hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío, no es general, sino única, como yo soy único. Nada está por encima de mí: Max Stirner, Der Einzige und sein Eigenthum (El único y su propiedad), Leipzig, 1844
Si yo quiero un Yo, la misión de unicidad,
o como usted le llame, sí, me defino
y le doy dignidad a mi ser existente.
No cerraré los ojos una vez me haya descubierto.
Que no hay que hacer caso a Dios,
al Estado o la regla moral que se impone
y no me deja ser... sí, sí, entiendo.
Pero... no cerreré los ojos ni el oído.
Otros existen, otros yoes, y no son mis asesinos,
mis ladrones, obstáculos, estorbos
que me castran. El yo que anhelo, entonces,
no querrá atropellarlos sólo porque mi yo
se priorice y crea que son falacias
los derechos naturales.
Sí, sí, uno vive rodeado de embelecos
y nociones metafísicas de otros, si uno quiere
creer lo que le da la gana, claro que estorba
(pero, ¿qué tal si uno hace del ego un dios,
o dios que, a la larga, es lo mejor del Ego,
el ego mismo, dándose un nombre y un quehacer
en el hombre?)
Que la sociedad, en rigor, no existe,
me dijo. Bueno, es cierto que hay una sociedad
que atropella y no la quiero; pero yo no digo
no existe; me doy cuenta que existe
cuando me cobra impuestos, me manda sus policías
o me censura los libros. Existe ahí algo que come
de mi trabajo y que provee materiales.
Usted sabe, no hice la casa donde vivo.
No corté los árboles, no cultivé ni la mínima
fruta que me como; alguien trabaja socialmente
fuera de mi cerebro, me da, si pago,
sus servicios y yo, en principio, agradezco,
pero coincido con usted, amigo mío,
más allá de las apetencias de individuos y sus realidades,
esta sociedad es bastante caótica y merece un remedio.
Asociarse es ya un derecho moral que yo sumo
a la suma de derechos y lo sumo por deber moral.
Está bien para mí que, como decía Proudhon,
«no haya amo ni soberano», nadie y nada
que no se necesito; ojalá que no haya propiedad,
pero, ¿le digo una cosa? no me gustaría
que el calzoncillo que visto y me cubre los cojones,
otra persona los use... algo de propiedad privada
es imprescindible, por más que proclamemos
«asociaciones de egoístas» y con algo de tener
mi propia cuchara, mi propio papel higiénico
(aunque sea el pañuelo de limparme los mocos)
comienza el respeto mutuo... yo no comparto
un pañuelo sucio ni un pedazo de papel cagado
con nadie. Es MIO con todas las mayúculas
con que lo poseo, o lo tiro...
En fin, es bueno que ninguna autoridad
venga y estorbe y por encima de mi razón,
o mis pequeñas cosas, exija aquello que ni quiero
ni puedo, pero antes que defina qué es la propia felicidad,
haré un análisis de conciencia: Existo Yo, el Unico yo
que puedo, pero, por derecho natural,
abriré los ojos, veré el prójimo, le trataré
como amigo, no le daré mi dios ni mi mujer
ni mi noción de felicidad, ni mi egoísmo.
Si pienso que no es libre y no le gustan sus cadenas,
le tenderé mi mano libre. Lo sacaré
del hoyo de su cautiverio.
22-04-2000 / El libro de anarquistas
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