Tu código de moral
nos lleva hacia el recuerdo.
Son raíces de tu ayer
con fibras de sentimiento.
Tus labriegos pepinianos
han hecho hermosa tu historia:
Angel Alemán Cardona (poeta), Reflejos de mi Pepino
Se observa que es un hombre sencillo. Un alma de Dios. El habla acerca de cierta bondad natural cuando despacha y verbaliza, no se sabe si para sí mismo, que se nace bueno, o potencialmente bueno, y que, si se ha nacido de tal catadura hay que cooperar con el prójimo y, claro, de modo voluntario. «Esa cooperación nace, no se impone». Puede que Moncho Botella diga ésto porque vivía en Tablastilla y vio nacer ese vecindario. El espíritu de barriada donde la gente puede que sea bochinchosa, pero es buena todavía y se conmueve. Moncho creyó siempre en trabajar, haciendo lo que sabe, vendiendo verduras, recogiendo y lavando botellas, desafiando las miserias, con la honradez del trajín. En ésto recordaba a Clivillé.
Moncho no fue presuntuoso. «Ni aunque me hubiera educado, yo faltaría a otros el respeto ni los sobajaría», dijo en vida. Y el Pueblo lo quiso.
Desde Tablastilla, él creyó que conoce al que nació bueno y el que nació malo. Sólo, por la confianza que le brindan los que conocen a su hijo, quizás por justificarlo, lo compara con otros. Añade sus perspectivas. Da nombres, juzga, «hasta lo que no quiero, que es hacerlo». Le dicen que que Millán Matos no debe estar en Pueblo Nuevo, prostituyendo muchachas como proxeneta. Envilece a la barriada. «Pero peor fue su padre, Mercé Matos». Se quejan ante Moncho de ruidosos cafetines, billares, cuartillos para la ramería, y él no se asusta. «Eso no es malo; peor es en Estados Unidos. Allá hay heroína; se daña el jíbaro que se va y arrastra los vicios. Los contagia a otros. Mire ahora cosas que no había en el Pueblo».
Dicen que Moncho tiene la mentalidad de un verdulero. Que no está dañado con el conocimiento de la maldad del mundo. Le dijeron que Macuca, el que administra los billares de Lorenzo Gayá, es como un delincuente que vacía las bolsillos / o carteras / a quien trabaja duro. Jóvenes jíbaros del corte de la caña. Empleados de La Plata. Eusebio Macuca es billarista fino de la mafia y, por eso se va New York y Chicago. Lo pasean por Las Vegas y donde quiera que haya vicio. Y se hace de un dinero y siempre vuelve. Monchito dice que «nadie obliga a nadie a tirar el dinero». Hay formas más crueles de despojar a otro con el juego y de inducirle a caer en esos abismos donde se pierde lo bueno, o se gana el dinero tan fácilmente, sin consciencia.
La gente buena se ayuda una a la otra cuando es necesario. «A uno no le quitan, o lo despojan siempre, porque si uno da, el vecino te ayuda». Por cierto, que Moncho creyó en la providencia, parece ser lo que dice. Hay gente buena que es rica; hay gente buena que es pobre. Y recuerda que Doña Bisa, con su chofer o a patitas cuando no estaba tan gorda, bajó a la Loma y fue obsequiosa. Unía a parejas en pecado, a quien no se ha casado por la iglesia o el juez. Unía, seguido por la cola del Cura Aponte, y a los contrayentes les daba muy buenos regalos: el jueguito de sala, la estufa, o un dinerito a los más pobres. «Es caridad lo que practicara». Y así fue Nito Cortés, el primer alcalde que no nació entre los ricos «y ya vio usted la matazón que hicieron, unos malagradecidos».
El vio a muchos republicanos de La Cochoneta, crecerse y jactarse. Vivió una época donde el latifundismo era una corriente internacional y había esas ínfulas en Pepino y, cuando no la había, sobrevivía la nostalgia de acaparar, como si la gula, o el gusto por acumular se mamara de teta, o se clamara desde el vientre. Vio a mucha gente con hambre en los decenios del ‘20 y los ’30. Y sabía que eso «era mundial». El Maestro Ponce fue quien se le dijo, lo pudo haber dicho Don Nito el Alcalde del pobre, el socialista, con quienes los ricos practicaron sus sortilegios de dominio y por eso puso un asta de hierro en la esquina de su casa y, en lo más alto, el talabartero Ponce enarboló una bandera del Jacho.
El Jacho podía verse desde los callejoncitos de Stalingrado y, mucho más, desde La Loma. Y a Moncho Botella le gustaba ver ese bastión del Maestro Ponce y, con él, conversar y aprender, repasar algunas ideas con las que líricamente formó su alma: Que pobre, o rico, hay que planificar un poquito, para guardar para el sepelio. Y decía guardar poquito, chavito a chavito, no ser un miserable como los que son latifundistas y viciosos. También advertía: «No todos los Cubero son malos», no todos los camarones, le decía a la gente. «Don Funda tiene eso malo: Que le gusta el dinero y facilito. Es como usted dice, amigo Ponce, la propiedad corrompe».
«La sociedad no es mala, Ramón. Malo es el Estado en las manos equivocadas», enseñaba el maestro talabartero.
Moncho Botella tenía un hijo que era jugador compulsivo. Botó más de un millón de dólares. Todo lo que pudo su padre heredarle. Todo se lo dejó al muchacho y la gente se pregunta por qué...
«Monchito, tú no le des tanta cosa a ese mandulete. No le hace caso al buen consejo».
«¡Ay, no me hables de él! Es como si me hablaras de algo que hice mal. Yo, que he aconsejado a todo el mundo, ese hijo me vino como castigo. Ahí sé que en algo habré fallado. No le supe responder cuando me dijo: «El que está a las duras, está a las maduras». Si esa fue la filosofia de mi hijo, no lo supe desmentir, porque, en apariencia es lógico, el provecho, malo o bueno, se obtiene con sacrificos. A veces, hay que sacrificarse para en el futuro tener algo bueno; pero él tuvo tanta prisa, con tan poca esperanza, que no sabía ni agradecer. «La vida es corta, papá, y los sacrificios me parecen tan largos». Con ésto él falseaba la misma realidad del sacrificio. «Tú piensas mucho las cosas, papá, y un día la muerte viene de un soplo, te apaga, te quita todo, aún las memorias del sacrificio. El tiempo es malagradecido. Yo voy de prisa sonando. Ojalá yo pudiera empujar al tiempo, ponerle el pie en la boca, o patearle los güevos».
«Cállate, hijo. El Tiempo no pasa en vano. Instruye sobre muchas cosas».
«El tiempo humilla. Trata de tenerte oprimido. Te envejece, te dobla, Te cansa».
«Cállate, hijo. Que el Tiempo es Dios enseñándote, sin sistemas de conceptos».
«Yo tengo ya mi sistema: prisa para ganarle al tiempo. Y olvídate de ponerle MAYUSCULAS al tiempo. El tiempo es lo que ocasión a que todo venga falseado y la esperanza luzca tan fea como una pordiosera. Más linda es la Suerte. Es esa es la que merece las mayúsculas. Nada te da a migajas. Es súbita, generosa. Se derrocha para llenarte las manos... Lo demás, papá, es dolor, dolor de perpetuarse jodido. Como tú. Yo lo apuesto todo por la Suerte. La suerte es Dios, si que Dios existe».
Moncho recuerda estas conversaciones como si hijo lo emplazara a darle todo, porque él trabaja para él, ayudarlo en su futuro, cuando siente cabeza con una muchachita buena, de campo, que no se avergüence de que su padre sea un botellero. Y él que no siente coaccionado por la física urgente de las necesidades primarias, le dijo: «Pues te tengo un secreto».
«¡Dejémonos de cuentos! Ya me aburre tanta moralina».
Lo emplazó a una estrategia de juego: díme un truco de suerte. Díme cómo se hace uno se hace rico, aunque no tenga méritos.
«Eso si que no sé. El mérito, duramente, se conquista con trabajo».
«¿Ves qué mierda me enseñas? Y encima dfel trabajo, el sacrificio y, encima de esas dos cosas, paciencia y tiempo. Moncho, nacimos para estar jodidos».
«Es que el trabajo es santo».
«Santo trabajo que pasa uno para ser santo».
Para que no lo tuviera tan en menos, el buen Moncho Botella le dio todo lo ahorrado. A él que no lo merecía, pero era su hijo. «Aquí ienes, todo de un jalón, esa es la Bolsa de la Suerte, voy a quedarte con un puñito de mérito, con la esperanza de que tú utilices bien lo que te doy, pónte un negocio, busca lo útil, lo que sea seguro y noble, ambición buena... no lo juegues, no lo tires. Es casi un millón de pesos. Lo he tenido secretamente guardado».
¡Qué triste el destino de Moncho! A pocos años, vino el hijo como un chucho pelado. No dejó ni un solo dólar de Aquella Bolsa de la Suerte, exento a crédito. Todo lo había perdido, derrochado, y vino más infeliz a ver al viejo. «Y ahora, ya conocíste el tiempo con minúscula; ahora sólo puedo darte del Tiempo Eterno, de la esperanza que nunca se acaba, el buen consejo».
5-4-2002 /
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Se observa que es un hombre sencillo. Un alma de Dios. El habla acerca de cierta bondad natural cuando despacha y verbaliza, no se sabe si para sí mismo, que se nace bueno, o potencialmente bueno, y que, si se ha nacido de tal catadura hay que cooperar con el prójimo y, claro, de modo voluntario. «Esa cooperación nace, no se impone». Puede que Moncho Botella diga ésto porque vivía en Tablastilla y vio nacer ese vecindario. El espíritu de barriada donde la gente puede que sea bochinchosa, pero es buena todavía y se conmueve. Moncho creyó siempre en trabajar, haciendo lo que sabe, vendiendo verduras, recogiendo y lavando botellas, desafiando las miserias, con la honradez del trajín. En ésto recordaba a Clivillé.
Moncho no fue presuntuoso. «Ni aunque me hubiera educado, yo faltaría a otros el respeto ni los sobajaría», dijo en vida. Y el Pueblo lo quiso.
Desde Tablastilla, él creyó que conoce al que nació bueno y el que nació malo. Sólo, por la confianza que le brindan los que conocen a su hijo, quizás por justificarlo, lo compara con otros. Añade sus perspectivas. Da nombres, juzga, «hasta lo que no quiero, que es hacerlo». Le dicen que que Millán Matos no debe estar en Pueblo Nuevo, prostituyendo muchachas como proxeneta. Envilece a la barriada. «Pero peor fue su padre, Mercé Matos». Se quejan ante Moncho de ruidosos cafetines, billares, cuartillos para la ramería, y él no se asusta. «Eso no es malo; peor es en Estados Unidos. Allá hay heroína; se daña el jíbaro que se va y arrastra los vicios. Los contagia a otros. Mire ahora cosas que no había en el Pueblo».
Dicen que Moncho tiene la mentalidad de un verdulero. Que no está dañado con el conocimiento de la maldad del mundo. Le dijeron que Macuca, el que administra los billares de Lorenzo Gayá, es como un delincuente que vacía las bolsillos / o carteras / a quien trabaja duro. Jóvenes jíbaros del corte de la caña. Empleados de La Plata. Eusebio Macuca es billarista fino de la mafia y, por eso se va New York y Chicago. Lo pasean por Las Vegas y donde quiera que haya vicio. Y se hace de un dinero y siempre vuelve. Monchito dice que «nadie obliga a nadie a tirar el dinero». Hay formas más crueles de despojar a otro con el juego y de inducirle a caer en esos abismos donde se pierde lo bueno, o se gana el dinero tan fácilmente, sin consciencia.
La gente buena se ayuda una a la otra cuando es necesario. «A uno no le quitan, o lo despojan siempre, porque si uno da, el vecino te ayuda». Por cierto, que Moncho creyó en la providencia, parece ser lo que dice. Hay gente buena que es rica; hay gente buena que es pobre. Y recuerda que Doña Bisa, con su chofer o a patitas cuando no estaba tan gorda, bajó a la Loma y fue obsequiosa. Unía a parejas en pecado, a quien no se ha casado por la iglesia o el juez. Unía, seguido por la cola del Cura Aponte, y a los contrayentes les daba muy buenos regalos: el jueguito de sala, la estufa, o un dinerito a los más pobres. «Es caridad lo que practicara». Y así fue Nito Cortés, el primer alcalde que no nació entre los ricos «y ya vio usted la matazón que hicieron, unos malagradecidos».
El vio a muchos republicanos de La Cochoneta, crecerse y jactarse. Vivió una época donde el latifundismo era una corriente internacional y había esas ínfulas en Pepino y, cuando no la había, sobrevivía la nostalgia de acaparar, como si la gula, o el gusto por acumular se mamara de teta, o se clamara desde el vientre. Vio a mucha gente con hambre en los decenios del ‘20 y los ’30. Y sabía que eso «era mundial». El Maestro Ponce fue quien se le dijo, lo pudo haber dicho Don Nito el Alcalde del pobre, el socialista, con quienes los ricos practicaron sus sortilegios de dominio y por eso puso un asta de hierro en la esquina de su casa y, en lo más alto, el talabartero Ponce enarboló una bandera del Jacho.
El Jacho podía verse desde los callejoncitos de Stalingrado y, mucho más, desde La Loma. Y a Moncho Botella le gustaba ver ese bastión del Maestro Ponce y, con él, conversar y aprender, repasar algunas ideas con las que líricamente formó su alma: Que pobre, o rico, hay que planificar un poquito, para guardar para el sepelio. Y decía guardar poquito, chavito a chavito, no ser un miserable como los que son latifundistas y viciosos. También advertía: «No todos los Cubero son malos», no todos los camarones, le decía a la gente. «Don Funda tiene eso malo: Que le gusta el dinero y facilito. Es como usted dice, amigo Ponce, la propiedad corrompe».
«La sociedad no es mala, Ramón. Malo es el Estado en las manos equivocadas», enseñaba el maestro talabartero.
Moncho Botella tenía un hijo que era jugador compulsivo. Botó más de un millón de dólares. Todo lo que pudo su padre heredarle. Todo se lo dejó al muchacho y la gente se pregunta por qué...
«Monchito, tú no le des tanta cosa a ese mandulete. No le hace caso al buen consejo».
«¡Ay, no me hables de él! Es como si me hablaras de algo que hice mal. Yo, que he aconsejado a todo el mundo, ese hijo me vino como castigo. Ahí sé que en algo habré fallado. No le supe responder cuando me dijo: «El que está a las duras, está a las maduras». Si esa fue la filosofia de mi hijo, no lo supe desmentir, porque, en apariencia es lógico, el provecho, malo o bueno, se obtiene con sacrificos. A veces, hay que sacrificarse para en el futuro tener algo bueno; pero él tuvo tanta prisa, con tan poca esperanza, que no sabía ni agradecer. «La vida es corta, papá, y los sacrificios me parecen tan largos». Con ésto él falseaba la misma realidad del sacrificio. «Tú piensas mucho las cosas, papá, y un día la muerte viene de un soplo, te apaga, te quita todo, aún las memorias del sacrificio. El tiempo es malagradecido. Yo voy de prisa sonando. Ojalá yo pudiera empujar al tiempo, ponerle el pie en la boca, o patearle los güevos».
«Cállate, hijo. El Tiempo no pasa en vano. Instruye sobre muchas cosas».
«El tiempo humilla. Trata de tenerte oprimido. Te envejece, te dobla, Te cansa».
«Cállate, hijo. Que el Tiempo es Dios enseñándote, sin sistemas de conceptos».
«Yo tengo ya mi sistema: prisa para ganarle al tiempo. Y olvídate de ponerle MAYUSCULAS al tiempo. El tiempo es lo que ocasión a que todo venga falseado y la esperanza luzca tan fea como una pordiosera. Más linda es la Suerte. Es esa es la que merece las mayúsculas. Nada te da a migajas. Es súbita, generosa. Se derrocha para llenarte las manos... Lo demás, papá, es dolor, dolor de perpetuarse jodido. Como tú. Yo lo apuesto todo por la Suerte. La suerte es Dios, si que Dios existe».
Moncho recuerda estas conversaciones como si hijo lo emplazara a darle todo, porque él trabaja para él, ayudarlo en su futuro, cuando siente cabeza con una muchachita buena, de campo, que no se avergüence de que su padre sea un botellero. Y él que no siente coaccionado por la física urgente de las necesidades primarias, le dijo: «Pues te tengo un secreto».
«¡Dejémonos de cuentos! Ya me aburre tanta moralina».
Lo emplazó a una estrategia de juego: díme un truco de suerte. Díme cómo se hace uno se hace rico, aunque no tenga méritos.
«Eso si que no sé. El mérito, duramente, se conquista con trabajo».
«¿Ves qué mierda me enseñas? Y encima dfel trabajo, el sacrificio y, encima de esas dos cosas, paciencia y tiempo. Moncho, nacimos para estar jodidos».
«Es que el trabajo es santo».
«Santo trabajo que pasa uno para ser santo».
Para que no lo tuviera tan en menos, el buen Moncho Botella le dio todo lo ahorrado. A él que no lo merecía, pero era su hijo. «Aquí ienes, todo de un jalón, esa es la Bolsa de la Suerte, voy a quedarte con un puñito de mérito, con la esperanza de que tú utilices bien lo que te doy, pónte un negocio, busca lo útil, lo que sea seguro y noble, ambición buena... no lo juegues, no lo tires. Es casi un millón de pesos. Lo he tenido secretamente guardado».
¡Qué triste el destino de Moncho! A pocos años, vino el hijo como un chucho pelado. No dejó ni un solo dólar de Aquella Bolsa de la Suerte, exento a crédito. Todo lo había perdido, derrochado, y vino más infeliz a ver al viejo. «Y ahora, ya conocíste el tiempo con minúscula; ahora sólo puedo darte del Tiempo Eterno, de la esperanza que nunca se acaba, el buen consejo».
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