Más que en la radio, porque todavía hay vergüenza en las emisoras, se escucha en velloneras que una daga está perdida y que un fulano la tiene. Ese es Marcelo. La verga que le calculan mide 10 pulgadas. Le consta a su mujer, Juana La Muda, pero preguntan a él, cuando lo ven: «Marcelo, ¿donde tienes la daga?»
Al parecer, no es una bribonada. Sólo un chascarrillo pueblerino. Confianza con él por parte de la gente que, en Pueblo Nuevo, Stalingrado, Tablastilla y de ahí hasta el viejo Guayabal, es pícara. La canción de Peñaranda dio el motivo. Está pegada.
Es el año de 1954. Don Marcelo, como siempre, trabaja. Duro que trabaja. Levanta drones de basura, a puro brazo y con la sola protección de unos guantes de tela, grasientos y cochinos.
Casi siempre viste de kaki, con manchas de todo desperdicio en su pantalón raído.
¡Es hombre sencillo, campesino, trigueño! Ya tiene dos nenes de su mujer, Doña Juana, quien es hermosa, tetona y con buen trasero. Ella es muda, pero es, por igual, su orgullo y su contento. Viven en un cuartucho pequeño en la barriada Stalingrado, frente a Santos González y es vecino de otra gente pobre de los callejones.
«Marcelo, ¿dónde tienes la daga?», preguntan, choteándolo.
Dijeron que La Muda habló cuando la perforó entre los muslos.
«La vimos de encargo».
«Sí, parece que viene cría», dice él.
«Entonces te habló y te lo dijo. ¿O te echó gritos?»
«No dijo ná».
«¿Ni Ay?»
«¿Ni echó de habladas?»
«Ni diabladas, carajo», alegó Marcelo La Daga casi riendo.
«¿Con diez pulgadas de bicho? ¡No! Esa muda algo habrá dicho».
Se acostumbró al relajo. Marcelo no se enfada. Hombre de Dios, lo ofenden y se queda callado. Es un hombre de principios y ser bueno es uno.
Otro día igual. La jodida canción «Marcelo, dáme la daga» lo tiene rechoteado.
Mas este día no se lo echarán a perder con ironías. La muda (que ha estado bebiendo un ponche vigorizante, producto de la Cervecería India), dará por seguro un hijo fuerte, bien nutrido. Van a decir adiós a la anemia y las jincheces.
El hambre siempre ha sido un enemigo de los pobres.
Este ponche es mejor que la malta, con huevos, yema y clara batidos. Todo lo tiene. Es super-nutritivo y lo anuncian en radio y televisión, según parece, con esa propaganda que dice «Levante el corcho y gane».
Y su mujer que espera, ya lo viene probando.
«Marcelo, ¿dónde tienes la daga?»
Está demasiado contento para que este burlón lo chacotée.
Con esa humilde tan suya, casi reverencialmente le responde:
«Donde la tengo no te lo puedo decir ni menos enseñártela porque aquí hay gente decente y hay que respetarla».
No esperaban esa respuesta ante tantos fulanos, así que felicitaron a aquel hombre tan bueno y tan pobre como torpe de labios. Un analfabeto que no encuentra la palabra adecuada y sabia para defenderse ante los truhuanes de ocasión que nunca faltan ni en tu barrio. Mas es una verdad: ¿Quién no quiere a Marcelo La Daga, el basurero? Si él te limpia las calles, si él te barre el batey, se va silvando de tu predio. Es un hombre útil. Un ser humilde, grande de músculos, minúsculo de labia.
¡Es un alma de Dios, con un morcillo grande y prieto!
«Te veo feliz, Marcelo!», observaron.
«Es que no lo saben. Levanté el corcho. Me pegué con la chapa».
«¡Coño! ¿Y con cuánto?»
Era lo que esperaba que le preguntaban para ponerse ancho de orgullo. Se sentía rico.
«¡Con mil pesos!», respondió Marcelo.
«¡Válgame Dios! ¡Las mil vírgenes!»
«Eso es tener daga pa' dar».
«¡Hoy si que habla la muda!»
Y prometió que habría su cervecita para cada vecino del barrio. Sí, celebraciones. Es un dineral lo que ha ganado y le viene de perillas ahora que su mujer echa barriga por su causa de su daga. Feliz se puso Stalingrado por Marcelo.
Después de mostrar y convencer con la chapita de la suerte y cuyo corchito peló, con paciencia en su casa, utilizando una cuchilla de bolsillo, con $20 que tomó prestados, se lanzó a Mayagüez. Dicen que fletó el carro y se hizo acompañar de un guardaespaldas, porque, si le dan el dinero, vendría rico. $1,000 en aquellos tiempos serían muchos centenares de veces su sueldo.
«Voy a tener nevera», dijo.
«Mira, con ese dineral, carro propio».
Sin embargo, esa misma tarde llegó triste. Stalingrado lo esperó, rebosante de alegría, y él vino cabizbajo, casi lloraba. Su acompañante tuvo que explicar que la chapa no era válida. Que rayó la cifra de $1,000, que se perdió un pedacito del signo $. Muchas tonterías dijeron para no honrar la promesa del concurso. Había premios de $50, de $100, de $500... y esos mil, no lo van a pagar si no traen el signo de $... Son mil dólares.
«Esto me suena a vil putada. Han de ser unos ladrones».
Casi todo Stalingrado examinó la chapa.
«Tú levantaste el corcho, Marcelo. No dejes que se burlen de tu daga».
«Es que en Mayagüez no te conocen».
«Es verdad no me conocen».
Cierto. Le dieron largas sin dignarse a mirarlo, porque su mejor muda de ropa estaba pintarrajeada con una mancha de plátano. Se había bañado, pero le hicieron entender que olía a mugre. Lo vieron prieto y pensaron, se seguro: «No te bañas». En verdad, habrían pensado que la suerte y las gratas bendiciones no se aplican al pobre.
«El mil y el signo están claritos. El concurso no termina hasta diciembre», aseguró el barrio en pleno.
La noticia del engaño también corrió como celaje. Marcelo levantó el corcho y no pagaron su premio.
Reanimado por la solidaridad y esas ideas que ilusionan de pronto, Marcelo se fue directamente al distribuidor local del ponche. Un almacenista regional, si se quiere, de productos de India Incorporated. Felipe López Lugo le dijo: «Estoy para servirte, Marcelo».
«Gané y no me pagaron», dijo el pobre negro basurero.
«¿Te hallaste la tapa en los desperdicios?»
«No, señor. Compré los ponches porque mi mujer está esperando».
«Entiendo».
Don Felipe examinó la chapa de metal. Usó una lupa. Hizo sus alardes de zorro viejo y concluyó: «¡Es una pena! La cifra de mil indica el premio, pero los concursos tienen sus reglas. La Cervecería tiene sus expertos y sus asesores. Un premio se concede en acorde a ciertas normas y son rigurosas. Deben cumplirse. Si no validaron la tapita del producto el problema es grave... Vamos a hacer una cosa, Marcelo. Te voy a dar $150 por la tapa. Voy a arriesgarme a que pierda ese adelanto que he de darte; voy a ver si lo cobro en tu nombre; pero, por de pronto, me voy al intento, pierda o gane. Sé que tú necesitas e hicíste ya planes con el premio».
Rumbo a Stalingrado, se fue el hombre. Hipotecó la tapa. No va contento del todo, pero dice: «Algo es algo».
Alguien se encabronó en el bar de Millán: «¡Coño! ¿La vendíste? Tanta bicho para'o y tan pendejo. La Daga, ¿qué has hecho?»
Entonces, pagó al colillo de borrachines unas cervezas, así los tendría contentos.
Al paso de los días, quien estaba feliz fue el comerciante López Lugo. Chiflaba de puro contento. Daba los buenos días. Había cobrado unos $1,000 la misma tarde que vio llegar con rumbo a su almacén al pobre Marcelo.
Al verlo tan contento, se dio un momento y dijo al camionero: «Espérame un minuto», pues, estuvo en tareas de recogido. Colocó un dron de basura, a mano, a flor de tierra. Se quitó las guantes mugrientos y entró al establecimiento.
Don Felipe fingió que no oyó su grito. Y lo dejó con la mano extendida. No quiso saludarlo.
«¡Ay, qué pena, Marcelo! Lo supe hoy, por voz de mi abogado. La tapita no sirve. No se pudo validar. No cumplió con las reglas que te dije. En fin que perdí los $150 que te dí, pero no te preocupes. No te los estoy cobrando. Sólo te digo para que lo sepas».
«Lo siento, don Felipe».
«¿Ya lo has gastado?»
«No, no es eso, pero casi...»
Todo se sabe, al fin. Dijeron que Pepino es un pueblo afortunado. El premio mayor ya fue cobrado.
El más suertudo de los pepinianos llegó a la empresa India. Ante ejecutivos de la promoción «Levante el Corcho y Gane», fue trajeado. Es hombre blanco, respetable y eficaz al dar explicaciones.
Aludió al poder de sus asesores legales. Tiene abogados que puede consultar, si es necesario y, además, al cobrar va de por medio su prestigio como hombre de empresa, almacenista y distribuidor de sus marcas. Por casi todo el centro-oeste de la Isla, él es conocido. Dizque que pagó más de $350 por la tapita de un ponche. Planteó, conclusivamente, que la validez de la cifra bajo el corcho, acorde a las reglas del concurso, es incuestionable.
«Vengo a cobrar el premio», dijo Don Felipe.
Ya no hubo remilgos. La frase clave fue mis abogados.
Diciembre 2005
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Dossier Carlos López Dzur / Indice: Heideggerianas / Textos de «Heideggerianas» y aproximación de Carlos López Dzur a Martin Heidegger / «Cantos de la Experiencia», poemario: En torno a William Blake / Levante el corcho y gane
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