María Luisa Rodríguez Rabell Vda. de Negrón
... Cuando doña Dolores murió, yo —con todos mis achaques y los sacrificios que represento, a mi edad— dije a mi hija, llévame a Mirabales, voy a verla... Doña Dolores fue, entonces hasta ese día, una viejita, a la que no cupo más arrugas en el rostro; mujer linda de cuna. Tenía ojos azules, mirada cristalina y atenta; el carácter de una mozuela, por curiosa y soñadora. La hallabas siempre sentada en su hamaca y mascando su tabaco, esperando que alguien viniera a escucharla o a leerle... Tenía la voz dura, bien mandona... quejosa, irreverente a veces, mas en el fondo del corazón no había campesina más noble y generosa; más que lo que nadie imaginara; indoblegable, orgullosa, a pesar de verse golpeada por tanta maldad... Estaba orgullosa de ser mujer de campo y, aunque no tuvo más educación que la que le dio Doña Eulalia Prat, estaba enterada de todo y tenía viveza, inteligencia que si se hubiese cultivado, con libros, formalmente habría sido, como fue la esposa del Dr. Alicea Güemes...
Desde los tiempos de Andrés Cabrero Escobedo, el nombre de la familia Prat se hizo muy mencionado y querida en mi familia. La madre de Doña Lola fue bautizada por él... Con la muerte de Doña Lola, yo creo que algo de mi familia, Cabrero y Rodríuez Rabell, también se va, se pierden los recuerdos en común; la raíz de españoles y criollos de pura cepa, que hacían interesante al campo y que tenían una forma de ser, que no es la de la jíbara sumisa, sino la de una mujer de hacienda, como la descripción sicológica de Doña Bárbara, dada por Rómulo Gallegos:
Doña Dolores, a juzgar por lo poco que Aurelia María de los Remedios y su esposo Blanco, padre, recordaron y compartieron con A. Bastide, fue una mujer que deseó haber estado en el lugar de Josefa Vélez Prat y Cadafalch y que, pese a solvencias menores a las que obtuvo la primera, tuvo el mismo coraje de ser autodidacta. Vivió desafiando a todos con una curiosidad esplendorosa ante su mundo. Se convirtió en observadora crítica de su momento histórico. Este fue el por qué se convirtió en un deleite durante mi adolescencia la investigación de aquellos asuntos históricos sobre los cuales ella hablaba con entusiasmo: a saber, el Grito de Lares, la Abolición de la Esclavitud, el Centro Español Incondicional y las partidas de tiznaos y comevacas. A éstos, les calificaba como las tardías cáfilas de anarquistas, cuando no, incendiarios o embrisques. Todo pasó durante el lapso que viviera.
Nació el 5 de mayo de 1869 en una pequeña finca de Mirabales, barrio de este pueblo, y su madre Eulalia la parió con ayuda de una partera. Doña Dolores Prat anteponía su apellido materno y se negaba a utilizar el de su padre, a solicitud de su propia madre- Este fue el Tomás Nuñez. Sobre Doña Eulalia (1830-1890), según el recuerdo de su única hija, supo que fue renuente a casarse, aunque la rondaron muchos varones. Doña Dolores o, simplemente, Lola, sí se casó varias veces.
El abuelo fue don Manuel Prat, muy celoso en cuanto a quiénes daría sus hijas en matrimonio. Doña Dolores guardaba algunos recuerdos de sus tíos; pero, en especial, de sus sobrinos. Entre sus tíos estaban: Edelmiro, Leonora, Cielo y Dominga, a los que jamás vio. «Yo supe que Leonora murió y que a veces el viudo venía a ver a Lalita; a Dominga, la conozco por cartas que envió a mi mare». Don Manuel separó en secciones la antigua hacienda Los Vélez, ya que Edelmiro y Dominga fueron los primeros que se casaron. También actualizó los métodos de administración. Un licenciado de Arecibo visitó Los Velez, con este propósito, a mediados de 1854. Este, de quien se sólo se recuerda que era Cardona-Coll, dijo conocer muy bien las mejoras y métodos tributarios y administrativos que el oviedense Alejandro Mon hizo en el Ministerio de Hacienda, cuando fue el oficial de más rango allí, en España. Hablo sobre la experiencia adquirida cuando estuvo al servicio del señor Mon en Madrid, una vez que egresara de la Escuela de Leyes, entre 1838 y 1844.
Con cierta timidez, este abogado confesó inesperadamente que Leonora le atraía. Esta fue bella y lozana. Hizo, pues, ante el viejo Manuel Prat, una descripción de sus antecedentes, su generosidad y vida célibe, que no fue solicitada, sino que brotó tan espontánea y repentinamente del letrado, como su mismo amor por ella, al saberla hija mayor de Prat y soltera. Cardona pidió la oportunidad de visitarla durante algunos días y, al cabo de los cuales, congeniaron.
Leonora (1824-1860) tenía 30 años y él, 43. «En aquel tiempo aquello era estar viejo», dijo doña Dolores. «No era él bien parecido ni nacido en la península; pero tenía oficio respetable y propiedades en su natal Arecibo. Don Manuel lo halló hombre gentil, aunque tantiño mollejón. A varios días de estas visitas, Leonora informó a su padre que el Licenciado Cardona le simpatizaba. Y acordaron que la Navidad fue una fecha adecuada para casarles.
De hecho, la Navidad de 1854 no fue la última que Leonora pasó junto a sus padres en Mirabales. Mas marcó el inicio de una vida nueva, ya que se mudó a la ciudad de Arecibo. Vivió en el sector urbano, donde él tenía bufete y varias residencias. La mejor la escogió para ella y los hijos que procrearan, que fueron dos: Antonio (n. 1856) y Cosme (n. 1859).
Tampoco esta boda animó mucho a Eulalia, madre de Dolores, a que siguiera su ejemplo. Tomás Nuñez sí se entusiasmó. Gritó su amor a los cuatro vientos. Un terrateniente, a quien llamaran Pablito Luiggi, también puso ojos en Eulalia y no amedrentó a Nuñez, el terco, porque, ya hombre, éste miraba a Eulalia de otro modo. Sin embargo, ella hizo claro quererlo sanamente, sin interés sexual por él. Pablito si fue del agrado de su padre; pero la muchacha le tuvo otra clase de cariño, no de índole marital. Otro Luiggi, imagino que el padre, fue el mayordomo principal de Los Velez.
En el testamento que dictó Manuel Prat al licenciado Cardona, testó para los Luiggi la parte de la hacienda que correspondió a Cielo (1828-1843), quien había muerto. Pablito fue descrito como ahijado. O para fines prácticos, como sustituto consolador del pequeño muerto. Su padre y los suyos, fueron enaltecidos por su fidelidad y sus servicios a Los Velez. «Así era mi abuelo; de eso se trata el honor, de saber honrar», dijo Dolores Prat.
Eulalia, la soltera, razonó en vida que este ahijamiento (sumados a dos o tres encontronazos agrios y desplantes de Eulalia) convencieron a Luiggi, el chico, de ubicarse. Es cierto que una vez, cegado por celos y la obsesión fallida por olvidarla, Pablito se encaró a Tomás Nuñez. El rival se agasajaba con el magreo y Eulalia, a los 23 años, necesitaba de tales arrebatos a escondidas. Al sorprenderlos, Pablito articuló varias impertinencias y ambos se midieron a los golpes. Entre las habilidades que adornaban a Nuñez, una era para tirar los puños, esquivar y resistir. Pablito se había encontrado a uno más bravo que él. Horma de su zapato. Fue, con esta lección, que desistió.
Su gran amor fue un mulato que le estuvo prohibido «en aquellos días antes de la Abolición» y ésto fue lo que supo de su madre. Eulalia estudiaba dibujo y se sintió tan atraída por un adolescente hermoso. Jabao. Este jornalero fue muy especial. El tendría 12 años, poco más o poco menos. El pretexto utilizado por Eulalia para acercársele fue que él sirviera de modelo para sus prácticas de dibujo. Había observado los ojos azulinos a veces, grises otras. Su piel era más pálida que la de otros peones de la negrada. Guillermo tenía el pelo grifo. Amarilluzco en la niñez, castaño oscuro al crecer... Para su hermana Dominga y ella, el niño fue una rareza. Lo menospreciaban por su pelo ensortijado que tendía a ser más rubio que oscuro. Mas su piel, acanelada y lozana, motivó las primeras coqueterías burlonas a las dos.
A los 10 años, Eulalia lo llamaba Negro Jincho y Dominga, Guillito, el Jabao o El Albahío... Como la peonada, él se retiraba a las rancherías de arrimaos, después de su faena diaria.
Ni Dominga (1826-1867) ni Eulalia tenían la oportunidad contínua de verlo ni valorar su crecimiento. Muy pocas veces, los peones de campo, sin autorización, se acercaban a la casa del amo. Eulalia tenía prohibido rebasar ciertas áreas de la hacienda, donde el activo tráfico de peonaje la expusiera a peligros o al trato con servidumbre. Al aprender a jinetear, Eulalia cedía a secretas desobediencias. A menudo, se acompañaba de Luiggi para despistar su intención de merodear el campo, donde supo que Guillermo podría hallarse.
Después de la edad de 18, Eulalia tuvo sus pretextos para bocetear paisajes y rostros menos familiares. Entonces, se metía muy adentro de viandales y siembras de algodón. Y, cuando menos esperaba, un capataz cortaba su lento galope y advertía. Se enojará su padre. Vuélvase, niña, le decían, «y mi mare ni caso les hacía». El capataz estaba obligado a protegerlas de cualquier agresión por parte de la peonada. Se veía a negros trabajar en los campos y casi nunca estaban contentos y, por igual, Don Manuel, su padre, pedía que se le informara sobre las desobediencias que se vieran, aún las de sus hijas. ... aquel contrayao negro le gustó a ella, oye, desde niñajos se querían... Mare Eulalia hizo su primer retrato de Guillermo, «A la edad 12 años». Le produjo una fruición inquietante... memorizar su rostro y pintarlo.
Con los años, Guillermo provocó mayor admiración y no a ella solamente. En parte porque se dedujo, o sospechó, que fue hijo de alguno de los Prat con las negras... ¡Entre la negrada, incluyendo a Cangara, se le decía Guillermo Prat! Esta mujer mortificaba a don Manuel diciéndole que Guillo fue fruto de Edelmiro (1821-1865) con la negra paridora que le trajo Scharrón.
Eulalia, a los 21 años de edad, traía a muchos hombres gulembos, con la baba al pecho. «Juanito Carmona robó algunos besos de su boca; pero ella se aburría con él», por sus clichés de rústico bucolismo mirabaleño. A Eulalia los lugares comunes de la sicología diaria, no la interesaban. En las pláticas de Juanito, los tópicos rutinarios siempre fueron las vacas y cerdos, la crianza de animales de campo. Y terminó con él. Había ya poco en común, a excepción de la amistad entre sus padres.
Manuel insinuó a Cabrero Escobedo que se comunicara con la cepa Mendoza en Suramérica, donde Cristóbal Mendoza, pariente de su mujer, había sido «Alcalde de Bariñas, Juez de la Corte Superior de Caracas e Intendente de Venezuela» (María Luisa Rodríguez Rabell Vda. de Negrón).
Fue un balde de agua fría. Agramilaba ladrillos. Para quien a menudo repetía que no llevo leña al monte, el pueblo de las Vegas dell Pepino debería ser una bazofia, aramio de berbecho y, por el contrario, Caracas el lugar de los cachacos y el camí de la felicitat para su hija. Don Ramón Arteaga Pumar, también venezolano, se jactaba para no ser menos que aquel que se llamaba home de paratge. Fue hijo de marquesa y capitán de milicias. Sus hijas María del Pilar, María J. y María Luisa Arteaga López, deseaban, con igual tesón, esposos con abolengo en la vieja España.
«¡Vaya suerte! Se casaron localmente con hijos del país. Y mi mare Lala, caray, sin marido, con su barriga por causa de un sinvergüenza antiespañol».
Cabrero Escobedo dijo que, por su línea materna, hubo sediciosos dentro de la familia y que fueron sujetos a persecución, durante las etapas cruciales de las luchas contra España. Aún así, para bien casar a Eulalia, contactaría a sus parientes en Bariñas. «Alguien habrá, alguien». Aclaró, por ejemplo, que Cristóbal Mendoza fue parte de una Junta Revolucionaria en 1810 y de ésos «de esa cepilla de cáscaras amargas, seguro que usted no va admitir ninguno». Quedó advertido.
Según Dolores Prat-Prat, «no tuvimos necesidad de formar cabildos para interesarnos en Bolívar y Betances. Ellos supieron hacer su trabajo y ya duro está el alcacer para hacer zampoñas... No importa lo que hagan los revolucionarios, aún el que se queda o el que huye, se siente español, si ha nacido con esa idea en la sangre. Se necesitan muchas generaciones para que se quite de la cabeza lo que es la verdadera patria y la tradición. Mi abuelo fue más nacionalista a su manera y más conservador que todos los Cabreros juntos que se mudaron a Pepino».
Cabrero Escobedo, después de todo, comulgaba con el constitucionalismo español. Más importante aún, fue su respuesta a la falta de realismo con que Manuel explicaba el asunto de casar a la menor de sus hijas. Del tema de la rabona, dijo: «Que se venga un criollo con linaje y le doy hija y hacienda». Había decidido que así lo quería. Y no llegó nadie. Nunca.
A Eulalia le gustaba escribir cartas. O más bien, leerlas porque sus hermanas mayores se fueron de Mirabales, bien casadas. En aquellos tiempos, a pesar de tan primitivo y lento correo, las cartas entre los hijos que viajaban y sus padres, entre parientes y amigos distantes, constituían el instrumento de educación y difusión de ideas, más barato. Simón Bolívar, el gran revolucionario, llegó a escribir más de 3,000 cartas, cuyo fin era publicitar las luchas emancipadoras; también José Martí y Ramón Emeterio Betances formaban sus extensos epistolarios, ex profeso. Por esta razón, mediante las cartas, se sabía y se comunicaba «(sobre) aquello» que era dificultoso publicitar en gacetas y publicaciones.
Una hubo (Josefa) y fue atendida en Mirabales y dejó más de una raíz amarga en la Hacienda de los Prat-Velez. Esa Josefa sacó al padre de Eulalia toda la iracundia de que fue capaz. Aquello que se vivió fue otra cosa, «muy distinta a lo que hoy ves». Surgieron de sus labios algunos nombres de parientes, gobernadores y eventos históricos, que ayudaron a fijar las fechas de aquellas memorias que Eulalia aún tenía.
En vísperas del casamiento de Leonora, el nacimiento de Francisco José, el tercero de los hijos de Dominga Prat-Vélez, y del nacimiento del primero de Pamela y Casildo Vélez del Río, en el pradejón de La Dársena estaban citados más de 50 peones de las estancias de Manuel Prat, Edelmiro y Juan A. Luiggi. Entre ellos, estaba el servicio doméstico, 10 negros, esclavos y libres, pardos y mulatos, arrimados e hijos de esclavos, sin condición definida de muleques. A excepción de los esclavos, se pagaba jornales en pesos a muchos que compraban sus cartas de horros o negociaban el servicio de sus hijos, como abono a la cuenta de su manumición. Allí estaban para dar cuenta Higinio Arvelo Vélez, el viejo Hermida Gavarres y Cardona Coll, prometido de su hija mayor. Prat escribiría su testamento y repartiría sus bienes entre los hijos casados. Lo hizo en vida para que «nadie se peleara por tierras» (D. Prat)
Allí se aplicó en Los Velez el Reglamento de Jornaleros. Para entonces, simplemente llamados la ley de la libreta, pero más jodidamente perseguidora, ampliada y corregida por Cardona. A cada peón se le prepararía una libreta. Esta incluía sus nombres, un número para sus cédulas de vecindad, fecha de nacimiento o edad, condición civil (libre o esclavo), arrimado o con domicilio fuera de la hacienda, si soltero o casado, horas y tipo de faena asignadas, condición de su salud (e.g., si había sufrido bubas o adolecía de atrofias físicas), deudas con la tienda de despacho, o préstamos concedidos a usura, si poseía aperos de labranza propios o si utilizaba los provistos por la hacienda, número de hijos o familiares en la hacienda, si tenía convicciones por delitos antes y después de su contratación, caporal que lo supervisaría, su juramento de fidelidad a la Corona y al patrón y, claro está, la confirmación católica. La Libreta de Los Velez se diseñó para que, cada 15 o más días, se anotara la fecha y cantidad del jornal cobrado y no se produjeran más quejas de que alguien quedó sin paga alguna vez. Prat se sentía generoso al fichar de este modo a todo el mundo.
El mismo sistema se aplicaría por el cuñado de Prat en la hacienda de Cidral y la familia de Lisandro Alicea en Furnias. Pedro Sebastián dijo que organizaría el mismo en Juncal, tan pronto Emilio Avelino lo iniciara en Cidral y Edelmiro en Las Marías. A excepción de Edelmiro, la tarea se quedó en promesas en las fincas de Emilio (1805- ), Casildo (1808-1877) y Pedro (1831-1878).
En el curso de este proceso, el Licenciado Cardona, Hermida y Arvelo, supieron que había peones que no abonaban a sus cuentas en la tienda de despacho, otros que tomaban frutos y viandas a cuenta propia de los cultivos de la hacienda, sin que se autorizara este privilegio, peones que utilizaban aperos de labranza, machetes y picos, carretas y mulas, pertenecientes a la hacienda, aunque vivían domiciliados fuera de Los Velez y fueron contratados sobre la base de utilizar sus propias herramientas y carretas, otros que dieron por suyos caballos de Los Velez. Se hizo un mal conteos de rese, según informes y cuentas. No hubo acuerdo tampoco entre el número de cerdos y cabras. En menos del año de cotejo, habían desaparecido o utilizado para festejos de Navidad tantos como 25 cochinillos.
No hubo un particular renglón de producción y bienes, que no reportó algún tipo de pérdida, hurto o tasación impropia. Cierto es que, en las épocas de lluvias y temporales, se registraban las pérdidas; mas aún con estas restas, el número deficitario resultaba inexplicable. El único año que fue nefasto en la producción de la hacienda fue 1851, según las cuentas de Manuel y Edelmiro. Fue por causa del huracán San Agustín que en los primeros días de agosto arrasó pueblos y campos en la Isla. En sólo un año, mediante las rogas de axuda, se reconstruyeron casas de labranza, hórreos y establos. Se trabajó, noche y día.
Por los estragos de San Agustín, se apresuró el corte de árboles e hicieron reparaciones a cercas y corrales. La espesura de los bosques de Prat, Alicea y Vélez, antes los enriquecía. Ya no. Manuel Prat y Ayats reconoció que las rogas de axuda que patrocinó fueron indispensables, aunque Cabrero Escobedo y el Alcalde Pedro Perea las confundieran con arengas y precauciones excesivas. En 1852, como evidencia, fue la última vez que los Prat remodelaron la casa del amo. Se quiso vivir con más servicios y lujos esta vez.
Nicodema, mujer que vino de Cuba con Josefa Vélez, administró un taller de costura e instruyó sobre costura muchas mujeres de la peonada, pocas veces se les pagaba, pero tenían alimento de la finca. En la tienda de despacho, se abrió una sección de venta de camisas de trabajo y pantalones. Y, en la llamada Dársena, se abrió una cabestrería, donde se preparaban y vendían cinchas, cuerdas, jáquimas y otros artículos de fibra, jarciería y cables, manufacturados en la hacienda. A la cabestrería y el taller de costura de Nicodema, llegaron compradores de Isabela, Camuy, Lares y Moca.
2.
Así lo cuenta doña Dolores: «Después que el abuelo Manuel se fue a Cuba quedó visto que su mano dura hizo falta. Si alguIen robó, estando él en la hacienda, no era gente sufrida, si la mayordomía y yéndose el amo, había que ver, se multiplicaron las manos largas... Mentían y el viejo Prat acusaba a los indolente: Los maldecía: ¡Son ociosos que comen de mis campos, envían sus hijos a mi escuelita, porque yo sí les hice una escuela... y no salen de sus cobijas a honrarse con su trabajo!... Ahí se equivocaba... a espaldas de él, la gente que sus hijos ponían a velar, se montaban en sus caballos y queriéndose ver más señores que el patrón y sus hijos, no pasaban de ser unos segundones, que les cambiaban las marcas a la tierra, formaban sus propias fincas en lo que era del amo, y seguían trabajando para el amo, en apariencia, y todo lo que cultivaban lo vendían para sí y uno para el señor... cuando Doña Eulalia quedó sola, todo el mundo en su hacienda era parcelero y nadie se atrevía mirarla a la cara porque le estaban robando... y ni modo que ella dijera, te voy a sacar de ahí... Después de todo, ella quería que todo el mundo trabajara y comiera... Venían con quejas a ella. Gente en tus terrenos, señora, y llenan carretas y no las traen a su tienda, sino que las venden por fuera... Déjalos, decía mi buena Mare Lalita, son gente con hambre... ¡Mentira! si no ella, yo y Guillo nos dimos cuenta. Son los mismos a quienes Don Manuel hizo caporales e hizo mercedes al verles hambrientos o siendo golpeados de otras haciendas. Sepa que había gente abusadora en la Hacienda de Cecilio, gente como el negrero de los Bernales, abusos en las haciendas de Del Río y Monsiú Alers, el usurero.
Manuel Prat guardaba las libretas y cédulas de vecindad de mucha gente que pidió trabajo... Una vez que sobraron las libretas, se dijo que tales vecinos habían muerto, renunciado o escapado de Los Velez, mi mare se sorprendió. Se puso a averiguar con los vecinos. Y vio que estaban en sus terrenos, pero decían que allí habían vivido, por años y con sus parcelas... Gente que dio tierra antes que luchar por ella, como hicieron en los días de Bascarán, Babilonia y Flores Cachaco...
Según explicaría Dolores Prat, si el abuelo hubiese conocido sobre estas cosas, él les sacaría a pistoletazos de sus terrenos. Se habría encolerizado de que veintenas de sus peones no hayan tenido sus bautizos («confirmación cristiana»), ni que hicieran nada para procurarlos para sus hijos... En aquellos años, medio mundo fue hereje. Ni registraban los nacimientos. Entre los negros, una persona lo comprendería, ya que casi todos tenían edad de muleques; pero, carajo, fue la gente blanca y católica, que molestó a mi mare que ni a misa iba, ni a la iglesia para las Fiestas obligatorias y que dijeran que son tierras suyas, las nuestras.
Doña Eulalia Prat contaba a su hija que halló 18 casos de afecciones tales como: pérdida de dedos (en alguna de las manos), rencos, corcovados, picados de viruela, asmáticos, artríticos y «cortos de vista» que recibían a jornal de Los Velez y que su padre (Don Manuel) quería un médico para la hacienda, anhelo que nunca se cumplió, porque Dominga no regresó jamás con el Dr. Alicea. Se quedó en Barcelona. Hermana ingrata.
«Cardona tenía sus métodos para averiguar las cosas. La culpa no siempre fue de los amos. ¡Mijo! los alcaldes y las Juntas de Sanidad que no servían para nada; pero él agarró su parte y nos vendió tierras sin permiso. Era un ladrón por lo suyo; pero estuvo casado con mi tía» (D. Prat).
3.
«Un día que había faltado el maestro Coll a sus clases, pues ya sufría achaques, mi mare comenzó a enseñar como si fuera maestra», ésto contó Eulalia, quien regresó de la escuelita de Cidral y ofreció su colaboración. Por ser dibujante, su letra se dijo fue legible y bella.
... Ella misma interrogó a la gente en la fila de peones pa' hacerles libretas, escribirlas a mano. Como tenía memoria de diosa, seguramente, se acordaría de todos ellos. Hasta aquellos ladrones que, con el tiempo, se halló en terrenos de los Prat por Las Marías y Añasco... Esto de dar libreta en una hacienda, como la ley pidió, fue largo y tedioso. Tomaba su tiempo, su rigor. Venancio era tarda'o para escribir; el otro burro, Higinio Arvelo, demasiado impaciente con una peonada analfabeta que apenas entendía las simples preguntas sobre las que se quiso una respuesta... El se levantaba, airadamente, una y otra vez, se relajaba con su cigarrote, y todo por no echar bravatas con la gente.... Eulalia lo refería a la sorda (al joven Higinio) como «burro cargado de letras», con poco caletre. ¡Estúpido!, y si topaba con su mirada se lo decía.... Este bribón la espiaba cuando ella iba a los encuentros con Guillermo, ya no para pintarlos, si no se quedaba con él. Se hicieron amantes, como hoy se dice... Edelmiro tenía poco interés por libretas de los peones. Este Edelmiro fue bruto y la mujer de él, hiena, que lo llevó a la ruina... Mi mare no quiso ni mencionar su nombre. La hizo sufrir mucho en sus últimos días... Dijeron que Leonora, la que se casó Cardona, se enceló porque, con discresión y respeto, la presencia de Lalita, mi mare, lo deleitaba. Ella trabó de sus lenguas a peones, con tan solo preguntar edades, si en solterías, mancebías o casamientos... Una sonrisa de malicia, o de coqueta indignación, les bastaba y tartamudeaban de suyo, aún los que se creyeron muy currutacos. Los dejaba hechos jalea, así de linda la pintan... ¡Recuerdos a montón que tengo y yo, como tú, muchacho, le preguntaba sus secretos para que me contara; sabía que era feliz cuando lo hacía porque sufrió mucho! ¡Sufrió mucho también!
En vida y presencia de Don Manuel, nadie se atrevió descaradamente a galantear a Eulalia Prat. Es decir, nadie que careciera de prosperidad y no presentara credenciales de peninsular. Se decía que si Prat se la negó a uno de los Carmona, Eulalia tendría que tomar pareja entre cachacos y gachupines; pero, curiosamente, el valor que tomó un mulato durante el trámite de tener una libreta de Los Velez fue memorable. Es uno de los recuerdos que Dolores Prat-Prat incluye entre el acervo de los más románticos y valientes que se relacionan a Eulalia. Y fue recuerdo intensamente triste al revelar las costumbres y tratos humanos en la sociedad colonial y racista.
Guillermo se colocó en la fila para que se hiciera su libreta de peón. Y al preguntársele su nombre, añadió como apellido Prat. La reacción que se produjo en la mesa del trámite pinta de cuerpo entero el racismo de los mayordomos Arvelo y Hermida. Y Dolores Prat, al citar lo escuchado por su madre, lo reprodujo del modo siguiente:
«¡Cómo se atreve, hijo de puta!»
«¿Qué dijo el mulato?», preguntó Hermida.
«¡Mejor ni lo repito!»
«¿Alguna soez palabrota, ¿no?», comentó Cardona.
«¡Si éso fuera, pasa y lo perdono! Este negro se cree peninsular, ¡habráse visto!», se exasperó Arvelo, que lo interrogó para el trámite.
«¡Dílo, Higinio! Por mí, no tenga pena. ¿Quién no dice palabrotas? Creéme que todas dije como pirraquilla de bajíos y, muy pocas veces, me asusto si las oigo», convidó Eulalia, con sonrisa que exculpaba a Guillermo y que pretendió que se eliminara la tensión que se había creado por la súbita explosión del ánimo de Arvelo.
«Pregunté si él tiene nombre cristiano y apellido... a este bastardo. Dijo que se llama Guillermo Prat. ¡Qué atrevimiento! ¡Guillermo Prat!», informó Arvelo. Y entonces, Eulalia quedó fría y comprendió el odio de su padre por la relación de coqueteo que él y ella se traían.
«No... porque están los Centrich, que no son Prat de Llusanés ni Vélez de Vinarós! Y están los Prat de Arecibo, el primo Francisco».
«¡No, niña, no entendíste! El caso es que éste falta el respeto a su patrón. ¡Solo gente blanca se nombrará aquí con el apellido Prat! Así lo pidió don Manuel. Y mire que conozco cómo él piensa.
Y no satisfecho con acusar a Guillermo de usar el apellido del amo, al ver llegar a don Manuel, exarcebó más el escándalo.
«¡Don Manuel, don Manuel!», gritó súbitamente. Prat-Ayats se personó en compañía de varios otros.
«¡Ya veréis, jáyaro de mierda!».
«Don Manuel, don Manuelito! Venga, patrón!»
La escena no pudo ser más humillante para el mulato.
«¡Que es Prat!», dijo señalando al negro.
Manuel, aunque había palidecido, observó con rencor y fijeza al muchacho y, sin que mediara palabra, soltó un jinquetazo contra Guillermo que lo sacudió como maraca.
4.
Eulalia salió a los capazos y calmó la riña.
«¡Vaya caramillo que armáis!», reprochó Eulalia, cara a cara, a Arvelo cuando ella se aferró a su padre, abrazándolo, para evitar que peleara.
«¡Cuarenta azotes de látigo!», propuso Cardona.
«¡No! También es mi asunto».
Manuel dio jicarazo con el alegato. Besó la mejilla de Eulalia, aunque se fue mortificado rumbo al taller de cabestrería que lo divertía. Sintió que lágrimas de su hija se estamparon en su pómulo y que quemaban en el suyo al mojarlo. Quiso que la tierra lo tragara.
Después del incidente, según pasaron los años, se fue haciendo más obvia la atracción de Eulalia Prat por el negro. Fracasaban sucesivamente sus noviazgos, el más dramático el movido por el terco asedio de Tomás Nuñez. Este había descubierto una forma de atraer el alma romántica de la muchacha: ¡la poesía!
A veces cuando iba al Pueblo, a visitar a los Cabrero y a fiestas del Dr. Rabell Rivas, escuchaba a declamadores y se fascinaba con ese arte, hoy perdido. Tomás Nuñez fue uno a quien escuchó muchas veces. Le hablaba acerca de gente interesante. Eulalia se jactaba, por igual. ¡La Tía Josefa! y, empero, se enojaba cuando Nuñez le aludía a ella, con décimas del triste episodio de Las Golondrinas.
Cuando terminó este romance, al fin se creyó equivocadamente que no lo vería más. Ocurrieron, sin embargo, delaciones por boca de éste que originaron el enfrentamiento de Nuñez y Manuel Prat... Muchas curiosidades inquietaron a Manuel en torno a la subversiva y prestigiosa personalidad del Dr. Ramón Emeterio Betances que para satisfacerla encargó al maestro Coll a enterarse de sus andanzas y darle informes. Cuando creyó que ya era tiempo de escribir a Dominga, dándole cuentas de cierto puertorriqueño, fascinante para su esposo, Manuel se personó sin aviso a la escuelita de Cidral y, mientras ataba su caballo Canelo, vio a Tomás Nuñez. Y se enojó por verlo.
Este tipejo, primo de Manuel González, estaba allí... de plano, echando cuentos a su hija. Y ahora, la situación había cambiado. Ya sabía quién era él. «¿Quién iba a decir que, por querer saber de Betances, mi abuelo se enterara de la clase de ideas que tenía en su cabeza el sinvergüenza de mi padre?», se preguntaba Dolores, hija de Eulalia.
Ya tenía la edad 30 años. Todavía Tomás corría neciamente tras sus faldas. Tenía la garganta seca de tanto declararse. La Prat fue su guarapo de jalapón. Su martirio. Al hallarlo, Manuel le dijo:
«¡Sóis necio! Os mandé a hacer gárgaras a otra parte. Mi hija no está para comer jiguillos con nadie; dijo que no sóis al que ama», advirtió Manuel, «Entiende, hijo de puta, que no se casará».
«¿Es que tiene alguno?»
«¡No véis tres en un burro! ¡No os ama y que te baste!»
«Dígame la verdad, don Manuel. ¿Luiggi la sigue pretendiendo? ¿O será Coll?»
«Dejadla en paz, ya no quiere hombre».
«¡La quiero, don Manuel, y le digo más. ¡Cuídela del mulato!»
«Hijo de puta, ¿qué decís?»
«¡La verdad, don Manuel, la verdad! Es que de tanto quererla, se engaña, se niega a admitirlo, ¿o qué es? ¡Está encaprichada con ese mulato al que dibuja, el Jabao!»
«¡Follonete, no respondo de mí y hoy te muelo a garnatadas!»
«¡No me levante la mano, no me amenace! Está viejo para medirse conmigo y poquitita paciencia que tengo con las amenazas».
Quien con 60 años no comía miedo y porque quien pega primero, dos veces pega, Manuel surtió un primer jinquetazo a la boca del treintón. En el suelo, echó dos patadas. Tomás lo asió de una pierna y lo derrumbó. En el suelo, ninguno de los dos fue tan hábil en el reparto de puñetazos.
Sin embargo, en lucidez de instintos agresivos, Manuel jugó con los codos e hizo que sangrara por sus narices. Se puso en pie, después de recibir una patada en la rodilla izquierda que resintió. En pie, como rayo, su rival echó dos barrecampos. Al tercero le pegó en las costillas y al cuarto en la cara. Don Manuel aguantó y lanzó el suyo sin alcanzarlo. Emparejaron con golpes al estómago.
Lógicamente, la muchachería en la escuela, no más de una decena, descubrió el espectáculo y se fugó del saloncito en estampida. Los gritos de alto del maestro Coll y la maestrita, furiosa y desesperada, que corrió hasta don Manuel, ayudó en algo. Por no pegar al padre de su amada, delante de ella, Tomás bajó las defensas y se puso de blanco para el puñetazo que, de plano, le partió la boca, como si fuera de astillas. Eulalia ordenó a Tomás Nuñez que se fuera, a gritos.
«¡Me la debes!» dijo él. Le dolía la boca, «pero me las va a pagar» y no dijo más. Desamarró su caballo y se fue. Su ex-novia gritó: «¡Cobarde, cobarde!» por haber golpeado a un anciano.
El pueblo en sombras / 22.
No comments:
Post a Comment