Thursday, September 18, 2008

Pedro el Potro


Pedazos calcificados que bautizan
eslabones cimeros y ricos,
cerro cabazón que identifica
vetustos señores de durez
y de flores efímeras.

Obreros de fuego que encienden estrellas
en el negro cenit, herencia taína tejida
y de arte, artistas que labran y cultivan para la raza.
Orgullo e idilio ante la aldea nación,
féminas hijas de Atenea y Afrodita,
hijos de Baco pero genios, altar de próceres
y poetas. Todo lo del pasado, lo de hoy, lo del después...
Pepino de Donostiarras, de ideales y de lanzas sangrientas...
Ideal de pueblo que se envidia
pero que prevalece siempre
: Ramón A. Quiles Díaz
(poeta pepiniano), Pepino de donostiarras
Así le llamaban, Pedro Potro. Y se dedicó a cortar frutos, talar sus pedazos de parcela y vivir del Viejo Prat y de Edelmiro, sin que poseyera título de propiedad. No aportaba un almud a patrón alguno. Su choza fue mejor habilitada que la de algunos mayordomos. Día a día, del alba al ocaso, Pedro se pasaría sin otro afán que tentarse los escrotos y llorar para sí. Quizás alguna vez urdió e intentó ejecutar la venganza que dijo que haría. ¡Matar a don Manuel y su caballo!

Cangara, otra de las negras, ofició como una especie de sacerdotisa. Dijo que se abriría de piernas para algún chiquillo de la familia Prat. Osadía que tuvo Edelmiro que la hizo suya, sin temor al lenguaraz de su marido. Desde que Edelmiro se casó con Margarita Hermida Gavarres no tuvo ojos para otra. Su mujer no le perdía ni pie ni pisada. Fue tan celosa que hasta de la propia hermana, Eulalia, Margarita lo celaba. Según Hermida Gavarres, la mujer que no se casa se vuelve incestuosa. O pecadora, como decía eufemísticamente.

Abraham y Eleuterio también salieron huyilones. La dominicana diría que tomar otros negros, por más jovenes y hermosos que fuesen, ya no será lo mismo. Dar hijos negros al blanco es «otra formar de morir o de matar». Ella no quiere parir hijos que no sean respetables. Si el amo mató a pistola a los infectos (de viruela) de Los Uverillos de Mirabales y uno fue de los que ella procreó, que sepa, por igual, que al matarlos él derramó de la sangre que corresponde al apellido del que se jactara. «¡No me preño para criar mataderos!», dijo a Guillermo. Lo halló en el río, tan provocativamente desnudo, y se quedó un rato a mirarlo.

Esto lo convenció de que Cangara no pudo ser su madre. No, en verdad, él no supo de quien fue hijo. La madre, al morir, lo hizo a él fruto de todas las madres. Y él, bastardo como fue, era querido. El se sentía estúpidamente blanco. Jabato y se decía español por eso.

El esclavo Pedro fue paciente, estoico y diligente, con sus propias carrañas y miserias de rencor. No atentó contra la cafrería. No hurtó ni ultrajó a persona alguna. Justificó su holgachonería y labró la mayor parte de lo que comiera. En Navidad, la única autocrítica que lo aquejaba fue su jaquetonería. Los negros que le platicaban, amistosamente, picaban su cresta. Querían molestarlo. Echaron de menos los tiempos aquellos cuando la peonada blanca temía que sus hijas fueran llevadas a su lecho; o vérselo en sus paseos, ayuntándose en pleno matorral con alguna becerrita en celo. Pedro era zoofílico. En las parcelas de Paché y Emilio Avelino, Pedro Potro fue leyenda, desde los 15 años, por estas tareas y aberraciones.

En los choteos que se hacía de la decadencia viril del esclavo, por el accidente del caballo que le destrozó los escrotos, se hallaba, cuando repitieron el chisme de que: la hija del amo Prat —Eulalia— y que estaba bajo fufú con el mulato Guillermo, brujería de Cangara. Sin embargo, bien supo él, la gente siempre habla sobre lo que no ha visto. Así que suspendió la plática hueca con quienes lo escarnecían moralmente y se fue rumbo al valladar de becerrillos, sin premeditarlo. Un lugar donde rondaba el muchacho mentado, el jabao Guillo y ella, la hija del amo.

«¡Pedro!», escuchó la voz de Edelmiro.

«¡Vuestra mujer se torció su pie! Traed el caballo y llevadla a su casa.

Jinetearon juntos rumbo al lugar del accidente. A sugerencia de Pedro, atajaron cuidadosamente por cierto trecho de bajura, cerca del vado. En realidad, ninguno de los dos esperó esta sorpresa. La bajada, lenta y... la inesperada escena de amor. Guillermo y Eulalia se gozaban uno al otro. Había bastante distancia. Juró el negro a Edelmiro que no lo llevó allí para que viera, o porque supiera nada sobre ese asunto. No espiaba a nadie. Estaba como muerto en vida.

Los amantes no advirtieran a los jinetes.

Un chorro de agua cristalina manaba entre el resquicio de dos peñas. Se esparcía sobre unas lajas pulidas de pizarral, color negro azulino y, en medio de tal paraje, Eulalia se bañaba en putas pelotas. Guillermo restregaba sus nalgas, eñangotado detrás de la Prat. Desnudos como sílfides, o criaturas de la Edad de Oro de La Arcadia. El se dispuso a poseerla, porque al erguirse su picha se pegó al trasero de la mujer y se cavó dentro de ella. Sus manos se llenaron de los senos de su amada, apretándolos a tal punto que, diáfanamente, escuchó el quejido y la voz de Eulalia que pedía precaución en el derrame: ¡Guillito, sácala!

Edelmiro no pudo soportar más de lo visto y movió en retirada su caballo. Se apresuró en dirección opuesta, otra vez en subida, por el camino que ya habían cabalgado. Pedro siguió al amo. Había confirmado el borococo, palabra con que los negros designaban al amor oculto, en secreto, que es condena urdida, o desvío de la pasión, por oficio de macanda.

De vuelta al arresto inicial y recompuestos los semblantes, socorrieron a Cangara. Una niña negra estaba con ella. Sin desmontarse, Edelmiro la levantó en vilo por un brazo y la subió sobre ancas de su bestia. Pedro cargó en brazos a su mujer y la puso sobre su caballo y después subió a las ancas y tomó el estribo, flanqueando con sus antebrazos la cintura de su mujer. Cabalgaron otra vez como dos cómplices, sin que las mujeres supieran sobre el encuentro con Eulalia y Guillermo.

Después de un rato, al ver que el patrón aún quedó a la salida de su bohío, Pedro salió a encontrárselo. Se imaginaba el por qué no se marchaba; pero no esperó la solución que él propuso para que se guardara el secreto que, en bocas ajenas, sería afrenta.

«¡Pedro, ven otra vez!»

A paso lento de caballo, al apartarse del bohío, Pedro sintió miedo. Vio que él sacó su revólver de una alforja que tenía la montura de su bestia.

«¡No temas!», dijo Edelmiro. El miedo a que él lo matara por la escena que vieron en la bajura desapareció cuando puso el arma en sus manos, con la orden inverosímil e inesperada: «Sé que me odiáis. Esta es vuestra oportunidad».

Tenía el arma en sus manos. Pudo, al menos, intentarlo. Mas, con mayor lucidez, Pedro se negó. Había mucho que perder, siendo esclavo. Más valiente sería que Edelmiro afrontara la decisión del suicidio, o se buscara otro medio para atenuar su vergüenza. Pedro dijo que un esclavo no mata a su patrón tan cobardemente.

«Mátame y véte… ¡Os daré la libertad; dinero y, una vez cumplido tu deseo, idos lejos!»

«No, mi señor. Asesino no soy».

«Traje conmigo el dinero».

Según el análisis que Dolores hiciera, Pedro había tenido suficiente tiempo para meditar los escrúpulos y antagonismos que se daban en tal relación de esclavo y señor. Su propio dolor y rencor lo había convertido en un ser pensante, con interioridad y conflictivas cautelas. ¡Atractiva oferta: ser libre, huir de Los Velez, manumitirse al fin! Además, Edelmiro lo haría partícipe de la vergüenza sentida y honor que él había perdido al ver su hermana en pecado. Lo invitaba a participar del secreto: ¡Eulalia, mujer del esclavo!

«Si honor no tiene el esclavo, ¿cómo tal cosa pide el amo, mi palabra de honor y, además que le mate?

Entonces, en la mañana siguiente, delante de la peonada, lo redimió. Le regaló un caballo, dinero para que se fuera con su mujer.


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