La Capitaleña es una afrodita pandemoníaca, adorada en las villas costeras, deambuladora y querida por los varones de uno que otro pueblo. Cuando se cansa de la costa, invade los poblados y ruralías. No tiene un lugar en la Urania, en los Cielos que Platón divinizara. Viene por campesinos dotados. Le gustan los árboles de granadas y limas, las casas con palomares y golondrinas.
«Es perversa», alegaron los menos.
Se lo dijeron al juez del Pueblo del Pepino quien vive por la Calle Hostos, rumbo a Guajataca, por la salida que va hacia a Lares.
«No es de aquí. Viene de lejos».
La acusaron de robo.
Ella dice que no trae un peso encima. Si algo robara, ella hurtaría más belleza y encanto de los cofres divinos. No el oro, hebras de lana dorada. Eso no le importa. Ella es la curiosidad andante, el anhelo de vivir y conocer. Es como Psique.
Y se ha prestado a que hurguen en lo que trae. Que le pongan las manos bajo sus faldas y examinen su corpiño. Nada esconde. Camina a pie, o se sienta tras un jinete que cabalgue; ella, en las ancas, le clavará unos senos lindos, túrgidos a las espaldas de quien la transporte, no un cuchillo. Mas a todos los hechiza con el aroma de su cuerpo. Y son tan malagradecidos. No la comprenden. Se quejan más que ella.
Como si fuera uno de sus admiradores sin pensarlo, Pedro Echeandía Vélez, a los 50 y pico de años, cuando la tuvo que juzgar a fuerza de formalidades pues había sido acusada de un hurto, dijo, no ya para sí, sino al escribano de la Corte:
«Déjeme este caso para último. Recibí unos informes especiales que competen. Esto es más complicado que lo que ya supone».
Por primera vez, él estaría en presencia de La Capitaleña y los ojitos verduzcos le brillaron porque una mujer, con tal belleza, de seguro habría nacido en la Isla de Citera. Sería una ninfa de las montañas. Le habían dicho que, por días y días, caminaba desde el Oriente hacia las ruralías, donde el ganado se dispersa, se compra, vende y distribuye por todo el noroeste. Y es ganado especial. Con él, estos criaderos, pastan las vaquillas y ovejillas cuya lana es de oro. Unos torillos, intensamente fecundos que, apenas al crecer, enriquecen las haciendas.
¿Será que esta mujer es un numen venéreo? ¿O una afrodisia grata que desafía a los pequeños ganaderos? Echeandía Vélez mintió ante el escribano. No quitó su mirada de ella. Se embelesaba.
Lo que sucede es que la mujer le gustó. Y él está sin cónyuge. Francisca R. Font-Feliú, con quien procreara a Sebastián, Emilia, Julia y Juana, ya ha muerto. Estas niñas, sus hijas, no comprenderían que él se sienta solo en una casa inmensa, a la salida que da a Lares. Al frente, hay solo un cercado de ganado; a la distancia, toronjales y cítricos de la hacienda de Hermida. El no tiene con quién hablar. Apenas sus hijos le visitan. Se divierten con los cuidados que les brindan los tíos, sus mujeres, sus primos...
Tiene la intución del tiempo rescatable. En la casa, queda una botella de un vino que se adquirió de España. Como la visitante, él mismo se considera una figura misteriosa. Un fantasma en el pueblo. Es lector, sabe de todo, ama los clásicos. Tiene en su mano la Balanza de la Justicia. Y acerca de La Capitaleña tendrá la última palabra. Emitirá un buen juicio. Uno como los que solía dar su padre.
Entiéndase: él es de la cepa arcaica de Echeandía-Medina, quien tuvo su mismo nombre (Pedro Antonio, n. circa 1830) y quien fue separatista. En 1898, él renovó su rebeldía, reorganizó su conciencia. «Si no estuve con España que no crean las cañoneras de Brooke, Roosevelt y Miles, que me pasaré a su bando; yo no creo en el bizco sagastino, Zar de Barranquitas». Cuando habla del Bizco, la gente sabe que se refiere a Muñoz Rivera, padre de El Vate.
Hoy el juez Echeandía Vélez será réplica de su padre. Esta mujer no es veneno moral del anexionismo, pandemonia de valores malsanos. Es sólo Psique en aras de amor, seguridad y futuro. No que dijera que la hará su esposa. Es otro cantar. Se siente solo. No es justo.
Dijeron que La Capitaleña es mañosa y que vive lo mismo en una cueva, junto a Eros, culebrón alado, que en la cima de una montaña. Eso tendrá él que verlo y evaluarlo. Hoy la cima de la montaña será su convite. De ésto dependerá la suerte de la hembrita.
A su comparescencia en el juzgado, se personó solita, indefensa y dijo que anhelaba volverse a su ciudad... Tiene prisa, le urge y aquí la sujetan a una dura espera. Su incertidumbre es como bajar al Hades. Es él, Pedro Antonio, quien con ella discutirá la esencia de sus vidas y pondrá solución al hecho de que nadie vaya a verlo. A él, con la lámpara de la justicia cogida del mango, hay que darle un valor. Es el juez.
«Aquí no me comprenden», dijo dulcemente.
Y él, desde sus 5'.7" de estatura, su cuerpo blanco y de rostro colorado, consoló:
«Tranquila, mujer. El día de hoy ha sido muy pesado; pero prometo que yo le haré justicia antes de irme».
... pero, por de pronto, en Pepino, un jinete la acusó de robarle hasta el alma.
«Es una ladrona y una puta», se explicitó por escrito en las actas judiciales.
«Llevo horas aquí. Estoy cansada».
No se ablandará él con esos lloriqueos. Es al Juez Echeandía quien ella tiene enfrente. Punto.
«Este casito déjamelo para después, casi cuando me vaya», instruyó él.
Alegan que la Capitaleña bajó recientemente al Hades, al inframundo, y consultó los secretos que se les dio a Perséfone y Afrodita en una caja negra. Una cosa, en rigor, dijeron por cuanto es curiosa. Es una ladrona. La acusan de que robó un cúmulo abundante de belleza prohibida y confiscada que perteneció a otras deidades de la Urania.
Ella, diosecilla mundana, mortal común y corriente, dice que la belleza allí, en cielos inefables, arquetípicos, no es necesaria; más ha de serlo aquí, en estos pueblos que visita y que son tan penetrados e invadidos por brujas y piratas. Extranjeros.
La capitaleña dijo: «Soy realista, pragmática y, sin mis dones, vulnerable».
La vida no es fácil sin ese don particular que posee, ser buena hembra, valiente, arriesgada, mujer de armas tomadas, aún no domada por extraños. Ha vivido entre monstruos, vaqueros, persiguidores y acaparadores del oro de las ovejas doradas y, en rigor, ha vencido. La belleza manda. Tonta no es ni quiere serlo.
Son casi las 6:00 de la tarde y pregunta por la casa de la viuda de Juan Juliá Vergés, Doña María Castañer. Otra vez preguntó al escribano si todavia se tendrán cuartitos para rentar en lo que fuera el Hotel Juliá. No ha dormido bien en días y, en sus 25 años de edad, es la primera vez que entra a un pueblo sin que le ofrezcan una cama blanda, o una colchoneta con que echarse en un establo y sí, le urge que se pregunte a Antonia Juliá, o su madre, si es que rentan aún unas habitaciones, con agua para darse un baño.
«¿Cuánto más será mi espera? ¿A cuánto ascenderá la multa?», exigió como respuesta la mujer.
A pocos minutos la pasaron a la oficina del juez y se tiró en la silla, mortificada. Se le estaba acabando la paciencia. Fue así que sus pechitos se sacudieron bajo la ceñida blusa. Provocaron un terremoto en los ojos del hombre. ¡Qué manera de sentarse! Fue visualmente excitante. Está acomodándose pausadamente. Distribuye su anatomía hermosa. El escudriña su talle, volviendo después a su dignidad y al disimulo.
«Examiné el expediente del caso. Sé que está desesperada. La multa será grande, pero yo voy a arreglar ésto porque ha sido paciente y no quiero que vaya a la cárcel», dijo Echeandía.
«Se lo agradezco; haré lo que me diga. Estoy tan cansada».
«Voy a llevarle a mi casa hoy, porque el escribano dijo que preguntó por el hotelillo cerrado de Juliá. El cansancio se le quitará con una copita de vino. Mañana, al amanecer, pago la multa, porque esta noche vendrá conmigo. Seré su anfitrión si me admite que lo sea».
«¡Bendito sea un hombre tan bueno!», dijo ella.
«Yo me acuesto antes de las 12:00 de la noche, o aún más temprano. Entonces, pongámonos en camino y a probar ese vinito que he guardado».
Y, entre discretas penumbras del atardecer, Echeandía y La Capitaleña llegaron a la casa. Pernoctaron juntos. En fin que se bebieron el vino y amanecieron sobre la misma cama. El le pagó la multa. Ella no volvió al juzgado. Se aficionaron por días a rutinas de sexo, aunque los años de él y sus potencias de macho se menguaban, porque la mujer fue insaciable y, con el tiempo de las gallinas, se cancelaba su noche. Quería soñarla en el mundo de la Afrodita Urania, la del Cielo.
Ella practicó sus artes prácticas. Le servía su desayuno. Medio limpiaba la casa. Si bien lo surtía de sonrisas, placer, dulzura y mimos, su esencia voluptuosa comenzó a atraer a otros hombres y las palomas mensajeras iban y la comunicaban. Se acercaron los extraños cada vez que se apagaban los bombillos. En una noche, La Capitaleña en la misma casa de su anfitrión turnaba a cuatro hombres. Les entregaba sus placeres y el juecesito, ronca que te ronca.
De modo que a sus hermanos Cecilio y Getulio llegó la noticia. En la casa de Pedro, algo sucede que no funciona bien, como debiera serlo. Es que las luces eléctricas de Echeandía originaron ciertas sospechas entre sus propios hijos. Sebastián, de veintiseis años fue con Emilia, con la edad de 24, y sorprendieron a La Capitaleña.
«Usted es muy joven para andar con él. El puede ser su padre», le dijo Emilia cuando lo vio besándola.
«No es la criada como él dijo».
«Papá, echa a esa mujer de la casa. Ella no tiene vergüenza», insistió ella.
«No, porque yo la quiero y, no sólo éso, que mañana la llevo a la bohemia del Casino».
Y tan enamorado estuvo Pedro Antonio que así lo hizo y ocasionó la molestia de Cecilio y Getulio porque su posición social estaba en entredicho. El no quiere casarse y no dice por qué. El escribano no se atrevió a mentir, cuando le preguntaron, si es ella la ladrona a la que se hizo un juicio. Quieren su nombre, su expediente. Van a investigar todo cuanto se rumora por las costas y en San Juan.
Han visto luces encendidas a deshoras en la casa del juez y jinetes que salen a caballo de las cercanías. Hombres que llegan al jolgorio orgiástico con que ella se divierte cuando el pobre de Pedro Antonio duerme, abatido por un julepe de besos en tempranías de la noche.
«¿Qué dirán los Echeandía-Arteaga si es por tu causa que no van al Casino?»
«Esto no se resuelve rezando», dijo al fin Getulio cuando supo que, efectivamente, la Capitaleña es una prostituta, adorada en las villas costeras, deambuladora y querida por decenas de machos.
Y le dijeron que la van a velar, noche tras noche, y van a mudar unos asesinos a la casa para que también participen en sus inquidades y fornicaciones. Y se levantará del sueño más profundo al juez Pedro Echeandía para que se desengañe y la odie.
La Capitaleña, sólo así, bajo amenzas, huyó del pueblo. Ocho años después, aún la quería, la extrañaba, pero tras el huracán San Felipe su memoria se fue con la brisa del olvido. Y el juez ganó la Alcaldía hasta que un día, a seis meses en el cargo, él se moría y, al querer recordarla, la bendijo y dijo a Getulio, su hermano:
«¡Buscala! ¡Que venga a verme! ¡Es que, para vivir, la necesito!»
El no lo hizo.
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1 comment:
Esta parte me fascina. Muy bien escrita; vives y te transportas.
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