a la Dra. Marcianita Echeandía Font (1895-1968)
Last Monday, Doña Marcianita stumbled and fell down some steps at UPR… She was buried at San Sebastián, the town where she had once come by a sizable inheritance which she reportly declined, choosing instead to live at San Juan, in the center of the struggle for the ‘cause’, which was her other self... Fighting spirits like her own, which did honor to her warlike name, are too little with us (on all sides of the political fence) in a Puerto Rico corroded with complacency and materialism: Dimas Planas, The World of Doña Marcianita (The San Juan Star, Friday, February 2, 1968)
Para que Marcianita Echeandía viera y comprendiera la agonía, en su sentido más dramático y profundo, contemplo su otro Ser, el colectivo, el patrio; para que completara el análisis que ocupó toda su vida, hasta su muerte en 1968, se rodeó con perros y gatos pulgosos. Comió mal como ellos. También se adhirió a las protestas callejeras; sudó y se quemó con el sol en las vigilias, los piquetes y manifestaciones.
She was standard audience at concerts and lectures and at legislative hearings which might affect her ‘cause’… Doña Marcianita is an ambulant ralley. Wherever she goes, The Cause finds itself an excellent mouthpiece. She reads everything and is up on everything… More than likely, Doña Marcianita accompanied the anti-mines, pro independence students out to Utuado to post bills and distribute propaganda, attacking the proposed mining explotation…
Estos seres miserables, par de perros que la escudan de perseguidores infames, par de gatos, sus felinos del alma, como su sombra, fueron fieles. La protegieron. La pasearon por las afueras de la Ciudad Universitaria. La presentaron, como un animalito más que olisquearía a las frutas desechadas en la Plaza del Mercado de Río Piedras; aprendió a hurgar entre desperdicios, a tomar una fruta para hoy; otra para la otra mañana.
Marcianita no se avorazó por nada material. En casi un decenio, no ha pedido un vaso de agua a los suyos. Si algo, al humillarse deseara, habría pedido el amor de su padre quien, por linda y distinta, la adoraba.
«No me adoró otra vez», dijo.
Otros ladraron a ladrones y, los menos, fueron opresores de su libertad.
Marcianita llegaba, siempre a pie, hasta la fonda de El Obrero, donde Perico el Gordo, compadeciéndola por saber quién fue ella, hoy una farmacéutica ambulante, sin abrigo y sin establecimiento (en otrora época, profesora en universidades de New York), le tomó algún cariño y subía el tono de su voz, con la exigencia:
«Tráigase mingalo para Marcianita» y, no sólo para ella. A dos perros, sus guardianes piadosos, también hay que alimentarlos.
Siempre presta a dar algún servicio, preguntaba:
«¿Algo que pueda hacer por tí, amigo mío?»
A veces se tendría que pedir, como pide el limosnero, por caridad. Sufrió hasta el máximo para evitar mendigar de esa manera.
Por sufrir con las agruras, Perico se dejaba recetar por Marcianita. «Apunta. Esto lo tienes que comprar», y comenzaba a dictar lo necesario.
«Gracias, doctora».
Las sobrajas de la cocina de «El Obrero» hoy serán, como otros días, banquete para una mujer tan especial. Sobre todo, agradecida, Marcianita lo mejor de sí lo da. Lo viene dando.
No se pega como lapa para nada que no sea trascendental. Comer no es una de esas tareas que le quita el sueño. Sabe que ya es vieja. Tiende a ser parca y modesta. Anda en fachas, hoy fea, indigente, están sucios sus vestidos, pero no su alma. Le gustaría morirse; pero no dando pena.
Es la razón por la que estudia Leyes y persiste, viviendo...
Quien prohíbe que haga sombra en Pepino sus razones tendrá. Sí, temen que se acerque y participe de la riqueza de su padre, pero, ella no se va. Algo es su Ser que no lo censura ninguno.
«Algo soy... más que la pobre vieja que ven», se repite. Lo ensaya en medio del frío y su colchoneta de periódicos viejos.
«No estoy tan loca», ha llorado a solas al lado de algún gato que le presta los ojos.
Han advertido a Marcianita que robarán su herencia. Lo que su padre quiso que ella tuviera, como recuerdo, no será suyo. No espere que le ofrezcan un vaso de agua.
Ella responde: «Muchas cosas valen más que el dinero. Un poco del amor de todos ellos, los Echeandia, me sustentarían más. ¿Es mucho que lo pida?»
Fue sabia hasta para administrar este amor que duele. Está agotada, pero sigue luchando.
Encarna el espíritu de la Academia, la universidad, el Ateneo. Sabia es. Su presencia no falta en favor de movimientos sociales solidarios; se dio a la tarea de romper la Torre de Marfil, cuya misión intelectual fue apañada. Ella es éso: lo que reorganiza, purifica y libera. Todo y más, empero, encarnado en un espectro de harapos.
Las hojas de periódico con los que ella muellea su camastro son fieles. O dan su usanza de frazada. Con una caja de cartón, doblada en dos pedazos, Marcianita formó su colchoneta. Dormirá sobre el piso.
Un pasillo del edificio de Ciencias Naturales, dentro del campus de la UPR, viene siendo su habitáculo. Lo material de su entorno más fiel ha sido que otros seres que se llaman a sí mismos espíritus, entes de razón y sentimientos, pero no dan apoyo ni cariño al semejante.
Ahora a su familia, a la que ama, la define. La designa y la llama Patria, la Causa Nacional, el Ser-social, mitad de su alma.
A la edad que Marcianita tiene, no deja de estudiar. Asiste a la Facultad de Leyes. Sabia es. Fue sabia.
«¿Qué necesidad hay para que estudie a su edad, señora mía? Si sabe que se le negará la oportunidad de enseñar, a usted que sabe tanto, ¿por qué persiste?», le preguntan.
Bajará una escalinata.
«¿Qué necesidad?»
«Toda la necesidad; el proceso del saber es inagotable».
Económicamente, explica ella, se destruye a los individuos más fácilmente que a las sociedades. Al individuo el dinero lo alimenta. O nos separa o nos cohesiona... «y si comes mal, te mueres paulatinamente; pero, sin el estudio que es otro alimento, más nutriente, tardas menos en morirte. La economía del corazón requiere que haya el libro, tanto como el estudio crítico y espíritu diálogico, como alimento en las alacenas... ¿Y estudiar para qué? Bien... para que, sea más dificil que como persona se me destruya. Y para aprender a sonreír, estudio. Viviré para otros al defender la Causa, que es mayor que yo y mis penurias individuales».
«¿Quién hay en tu familia que pueda recibirte y no lo hace?»
«Gente infiel hay mucha; no pensar como ellos es la dicha. Mi familia es toda la Patria … A Getulio y Pedro, más pesados que un collar de melones, los enfermó el poder del colonialismo; ya no son míos; no querrán ni mi féretro», ríe ella; «pero que se estén en paz, ya no duraré mucho, ni voy a pedirles nada… El dinero me hizo falta, mas yo no estoy triste por eso. Tristeza da que nos falte trabajo y que se piense, en Puerto Rico, que por llegarse a mi edad, sirve una para nada… Desde 1947, las agencias de inteligencia, CIA y FBI prepararon esta faena, este destino, mi desamparo... y con el 'disruption program' me han herido. La guerra sicológica desarma... la Guerra Fría comenzó, para mí, el día que me anunciaron, como leprosa. Mujer con rostro escarlata, el Miedo Rojo... y que, al regresar a Pepino, se me haya temido de ese modo duele y oír lo que dijera sobre mí Hernán Sagardía, duele más... Pasó una pelicula de odios, The Hollywood Ten... ¿Quién me acusa así? ¿por qué lo hizo él? Si fui la víctima, no puedo ser a la vez la victimaria; si fui la espíada, no soy la informante ni la chota, ni la camarona... Ese apellido me fue fiel y amado, como el recuerdo de Teresa. Lo que propalara Hernán o mis hermanos son eco de las fobias coloniales y los espejos paranoicos que patrocina el imperialismo. Lo familiar y lo querido puede ser utilizado como otro tentáculo estrangulador de la Guerra Fría...»
Fieles son los militantes de la FUPI y «yo, más fiel a ellos, mis verdaderos hijos». Aún marchan y gritan contra el imperialismo. Los nacionalistas ya son tan pocos. El estadolibrismo los ha ido matando. O les ha torcido la boca para que blasfemen, mientan, o desinformen.
Marcianita colectó unos dolaritos. Ni un centavito será suyo. Son para la gasolina de varios fupistas que harán sus tareas de propaganda. Marcharán a Utuado. Evitarán, en lo posible, que el Imperio se quede con las Minas de Cobre y se complete la entrega de este patrimonio sagrado. Esto es más que la herencia que se insinuó que será suya, si renunciara al izquierdismo. Esto es la dicha.
«Ni van a darme nada ni lo pediré. Que no lo hagan».
«¿Qué importará? Getulio ya ha muerto. Y, ahora él, Pedro Antonio, ¿qué fortuna ofrece que ya no ha guardado para sí? Tampoco me quiso... A muchos ha bloqueado. ¡Pobres de ellos!... se morirán como yo, sólo que les dirán miserables», se consuela Marcianita.
Ella es la militante más vieja. Una independentista corajuda. Una de cuatro gatos, como dicen los anexionistas de su pueblo.
Otro comunista del Pepino, Pablito Rodríguez, ha visto a esta hermana militante y la evalúa: «(Ella) habría podido ser nacionalista-albizuísta; pero vio más lejos, se anticipó, visionariamente, a los juicios hermenéuticos sobre el fenómeno de la lucha de clases y la articulación del colonialismo».
Dice su familia: Ella es una mancha para el negocio. El negocio de un apellido prestigioso. Los Echeandía del Pepino la quieren lejos.
Desde 1917, Puerto Rico fue considerado un territorio federal y el Wartime Draft quedó vigente en 1917, por causa de la Gran Guerra y, en 1941, por causa del ataque japonés a Pearl Harbor.
«Malditos sean estos años», ha dicho su familia. Malditas guerras. La voz de Marcianita es la que se escucha cuando grita: ¡Paz, paz y paz!
«¿A qué vienes?», preguntan.
Marcianita: mujer más peligrosa que una piraña en el bidet. Más peligrosa que una mona con pistola. Es comunista, subversiva, pacifista, cuando menos conviene. Le lleva la contraria a todo el mundo.
«Estudió mucho, sí, pero tiene el casco como el del juey. ¡Lleno de mierda!»
Vieron que la Dra. Marcianita visitó los predios que dejara a causa de su exilio voluntario en Nueva York.
II.
Había realizado sus primeros estudios de farmacia en la Universidad de Puerto Rico. Se fue a Nueva York, a fin de dar continuar un posgrado. En los Font, el amor por la quimica fluye por las venas.
Allá pasó catorce años. Investigó la poliomielitis. Estudió la maestría y el doctorado en Química. En la Universidad de Columbia, fue laboratorista. E hizo descripciones orgánico-moleculares de las vitaminas.
Fue sabia, genial, aún dicen. Es sabia, ¡sí, señor!
Y acaba de recuperarse de un mareo. Su memoria se ha ido a los días de Getulio, a los días de la Matanza de Ponce, a los días de Chilín, su hermano.
«¿A qué vienes?», repitió Getulio.
Doña Teresa Sagardía, anciana piadosa, a veces cascarrabias, típica atalaya de la rectitud victoriana, la recibió.
«Que acá no venga», dijo Susana Echeandía, viuda de José Caballero Ayala. Que Marcianita apareciera por el Pueblo es mal augurio.
Una distancia afectiva creció. Con odio y envidia la desataron sus hermanas para que el padre dejara de quererla.
Juntas, doña Teresa y Marcianita, han recordado las palizas que a Chilín y a ella el padre les diera.
«Duras palizas a Chilín, no a mí y la gente ni supo».
«Ese fue bribón».
«Corregir es un arte; no una tarea para coersión y humillaciones».
«¿Has perdonado a tu padre?»
«Claro. No lo dije por eso».
El silencio es un modo de hablar de Doña Teresa. Ha bajado la guardia. Marcianita no es un casco de juey, como pregonan.
«¡Qué bueno que lo hayas perdonado!»
Ahora Teresa Sagardía cuenta a la visitante que Doña Sista Torres Arvelo, viuda de Pedro Benejam, murió también y su muerte fue triste. Los hijos de Toño Pavía-Conca y doña Laura Fernández se fueron a San Juan.
«Es una pena. Frustraciones políticas que han vivido… No quieren saber de este pueblo cochino».
A la más linda, inteligente, de las hijas del 'prohombre de apellido', don Cecilio, cuenta con lujo de pormenores que Pablito Rodríguez, el comunista, se paseó con una 'mujer de color' por todo el pueblo.
Marcianita no se escandaliza. Sonríe y parece gozar de la osadía.
Y Doña Teresa, para exagerar la intensidad de lo que cuenta, agrega: Pablito hizo que doña Bisa Rodríguez Rabell se echara con ella una colorida platicada. Bebieron el café de las 3:00 y a las 6:00 hasta pasteles de masa con ketshup y lechón asado comían mientras la negra le dio sus cátedras de antropología sobre linajes mezclados.
Doña Bisa celebró la explicaciones riendo a mandíbula batiente.
«Y se despidieron besándose las mejillas... ¡Qué horror!»
Marcianita refraseó algunas cosas. Quiso que doña Teresa entienda: «Pero, ¿qué es una negra, sino otro ser humano con un poquito más de melanina y azucarado cachondeo?»
«No has entendido, Maricianita. Tenemos nuestras razones... Negros son gente que quema las haciendas por resentimiento. Hay negros malos por naturaleza y la Biblia los llama diablos de hollín».
La incredulidad de Marcianita se tradujo a unas caracajitas que acompañó con sus meneos de cabeza.
Doña Teresa accedió a su memoria cascarrabias, yendo al módulo sensitivo que detona la amargura y las irreconciliaciones. A su hermana Tomasa, viuda de José F. Zagarramurdi Tornería le dejaron en llamas y arruinados varios caserones de su hacienda. Y lo mismo, quemarle, lo hicieron con su hermano, Sagardía Torréns, un hombre bueno. Un hombre bueno de 1898.
Concluyeron la primera fase de la plática en mutuo acuerdo. La necesidad de perdonar, aunque sea más difícil olvidar que clavarse en los rezos.
El almuerzo está listo y da gusto cuando come. Nadie quiso estar con ellos. Y dio tristeza que esté en Pepino y sola, escondida en la casa de la vieja Sagardía Torréns. Aún es más temida que en los tiempos de The Red Scare.
«Sé que sufres y se te acabó lo guardado».
No diría, a boca de jarro o con burla: Comes mal. Estás en la miseria; hambrienta, vieja loca. Mas es obvio: la obstruyeron. La ignoran aún. Y hay quien se alegra de verla sin trabajo, con el moco caído, pasándolas más negras que un luto. Doña Teresa se siente feliz porque Marcianita perdona. Ella es quien lo hace, no ellos.
Y no vino a pedir nada. Se irá como vino. No se le prestará un céntimo. Vino como una mujer que da el perdón de gratis. Sin cobrar por ello.
De contínuo, no como hoy, su almuerzo es más sobrio, a prisa, sin manteles ni cristalería. No almuerza ni desayuna ni cena como hoy, cuando cada detalle de protocolo fue cumplido: la posición de los cubiertos, la secuencia de los platos. De veras a doña Teresa le da gusto que venga Marcianita y la acompañe. Por ninguna otra de las hijas de Cecilio y Marciana Font, hace éstas cosas. Ni por Sara ni Teresa, ni Getulio ni Antonio, lo hizo.
Como Marcianita, hija, pocas de su cepa. A nadie vio en Pepino más fino, enérgico, noble desde su alma, ni aún en los días de Epifanio Liciaga y las hermanas Arteaga. Sólo a ella.
En otro punto hay mutuo acuerdo. Que no les gusta la persona que va y reza, se persigna y confiesa, hartándose del pan de comunión seguidamente, y se regresa a su casa con odio, envidia e impureza.
«Esa gente no nos gustan, ¿verdad, hija mía?», insiste.
«Verdad».
«Es la gente que te hará daño… pero cuenta conmigo».
La anfitriona lo sabe.
«Desde que eras niña, Marcianita, supe tu problema: ¡exceso de entusiasmo y, sobre todo, mucha belleza para perdonarse!»
No sería católica ni puritana alguien que, como Marcianita, dijo a sus hermanas que lo más rico que puede experimentarse en el cuerpo es la ropa suelta, el busto sin la apretura del corsette, pantaletas de seda o, al menos, ninguna, gozarse en cueros, para que una ventolera les refresque la vulva. No sería católico-puritana la niña influenciada por el Charleston, rítmica y osada, vestida con sus minifaldas en los albores del '20…
Su curiosidad lo arropaba todo. Vivía enterada por las revistas de Europa de cuanto dijera Coco Chanel sobre lo que es auténticamente sexy y lo exótico vs. lo burdo y vulgar. La entonces joven Marcianita sabía sobre las colecciones primaverales para vestirse e imagina esa ropa tocando la piel de cada mujer primorosa, en plena victoria y montando sobre caballos y, por lecturas locales, memorizaba la poesía de Rodriguez de Tió, las teorías de Luisa Capetillo, el pacifismo y el sufragismo de la Liga WILPF y su Marcha de 1915 en New York.
«¿Qué no has sabido tú?»
La recuerda ante el piano. En su juventud, fue una mar de alegría y había estudiado música.
En 1920, al fundarse la Liga de Mujeres Votantes y confirmarse una Enmienda Constitucional que concede el derecho, la hija brillante, la promesa intelectual de Cecilio, se trajo las ideas y todo lo que aprendió en la Universidad de Columbia, en New York, sobre organización de votantes, lucha anticolonial y feminismo, lo aplicaría a Puerto Rico.
«Lo que escribes en El Imparcial es exceso de entusiasmo, mijita», insistió doña Teresa.
«Exceso de entusiasmo que yo llamo libertad y que se manifiesta muy temprano en la psiquis».
«Así es, así es», asiente Sagardía.
«¡En la infancia, ay libertad pubertaria, te extraño! ... el primero que la observa como algo amenazante es la familia, no tú. No yo. Si no valoran esa energía que es la libertad y lo que representa, ellos serán lo que te pidan: Reprímete a tí misma; comienza a morir sin soñar, no seas independiente; no viajes, no vivas... Y yo me fugué con la libertad después de dos o tres palizas que papá me dio y castigos que pidiera mi madre, como eso de rodillas sobre el guayo y encerrarte en el cuarto por días, que son arrestos domiciliarios. Cuando en quienes has confiado que te aman sin condiciones, que son tus padres, no lo hacen y te castigan de ese modo, aprendes que tienes que soportar aún más por amor a otros y por amor a tí misma, ¿no lo cree usted? ¿No lo acordamos ya como verdad?».
Contra Chilín, su hermano, las palizas fueron más contínuas y se las daban a latigazos con una soga de esparto.
«¡Pero eras tan hermosa, Marcianita! Me da pena verte así, mal arreglada que hasta el guaraguao te picaría...»
III.
Es el tercer peldaño que baja. Ha regresado el mareo.
Todavía es la más linda entre todas las hijas de Marciana y Cecilio. Fue tan preguntona que, en 1915, se dio cuenta que existe el sufragismo. Había una Liga Internacional de Mujeres por la Paz y unas 25,000 de las mujeres de Nueva York marcharon por las calles pidiendo el voto.
Quería estar allí, ¿y a quién decirlo? Las mujeres de Pepino están llenas de miedo.
Sus hermanas se burlan; creen que está loca... Mas ella insiste, gústele o no a todos ellos, se irá a Nueva York. Quiere estudiar más allá de su bachillerato, ser útil. Descubrir algo nuevo. Inventar algo antes de que se le vaya la vida... papando moscas en Pepino.
Un decenios antes había regresado. La curiosidad galopó dentro de sí cada vez más apasionadamente. El amor es tan importante que vino; su padre está vivo.
Las hermanas, tras sus alegres semblantes, acudieron a verla, pero quisieron como siempre que se vaya. Que desaparezca. Una sensación de impureza las infligió al paso de los días.
Vio a su padre, hosco y frío. Marcianita sintió que se mareaba. Oyó que aún idealizaba al varón patricio, con hacienda y una sociedad con relaciones precapitalistas. La mujer debe ser, si bien coqueta, sexualmente inocente, virtuosa y obediente, que es lo principal, amén de modesta y piadosa, como la Belle of the South, según Don Cecilio supo por revistas de Georgia, South Carolina y New Orléans, que son mecas de jugosas plantaciones y riquísimos terratenientes.
Ha tenido que recordar sus reconvenciones. Ahora diez años después, cuando volvió el recuerdo del mareo y el calor de Pepino a las 12:00 del mediodía, Marcianita casi se escocota al dar ese paso, enfrentarse al padre que la esperó con el gesto ceñudo. Y le dijo: «¡No has cambiado!»
De adolescente, fue peor.
«¿Cómo se atreve Marcianita? Se maquilla, llena su cara de 'totitos' sin permiso de mamá. No deja nada a la imaginación cuando se viste».
Tal parece que se anticipó al fox-trot. Ha bailado como una negra del puerto algodonero de Carolina del Sur. Su desenfado fue tal que el ritmo danzón de su cuerpo fue la tortura mental de sus hermanas... ¿Quién la enseñó a bailar así? ¿Las Juarbe? ¿Dónde?
... donde se remeneaba María Songo fue por allá, en El Guayabal. Lo cierto es que una vez ocasionó el escándalo entre universitarios a mediados del ’20 en San Juan.
Cuando se enamoraba e hizo alguno contra ella un desplante, el varón supo que sólo en apariencia ella es frágil. Se le metió un Diablo adentro desde que se fue para la losa.
«¿Me voy o me quedo?», pregunta.
«No estés cerca de papá», pidió Sara.
Nunca necesitó, para nada, las protecciones agresivas de Chilin. Como él exigió que se le explique por qué se cultiva una voluntad débil y sumisa en un pueblo como en el que nació.
«El pueblo nació asustao, o qué es?»
No entiende, ni lo entendió en su adolescencia, el reproche de aquellas gentes que se aferraron al establecimiento victoriano y elitista. Este no es el Viejo Sur algodonero, idealizado por Robert E. Lee en 1830 ni la Barcelona de la que hablara Víctor Martínez Martínez. No había nada qué idealizar ni como belles del Sur ni como black concubines. No le acabó de gustar lo que ocurría en sus narices: Cheo Font que corre tras Cirila La Yegua. María Bejuco que da bastardos a los Echeandía...
Todavía el anexionismo colonial se fortalece a son de asesinatos, blasfemias y corbardías. Trabajan en las sombras.
Marcianita, organizadora del porvenir, vivió en carne y hueso el sistema de la estrangulación, que no siempre se solapa. Viéndolo en acción, se hizo una marxista declarada. Una feminista sin escarnios ni agendas escondidas. Una independentista corajuda... pero, en su edad humana, hay 73 años de síntesis entre la diálectica del amor trascendental y el tormento, y va a buscar a su padre, quiere verlo por última vez y se ha ido la luz por un resquicio emotivo de los huesos y, ahora para que comprenda la agonía, en su sentido dramático y profundo, se ha dividido en dos al caerse y golpearse la cabeza. Está unos peldaños más abajo. El cráneo le sangra... pero no es que muere. Cayó.
Contempla su otro Ser, el colectivo, el patrio.
Puede vivir un lapso de múltiples fragmentaciones desde los dos, a los 73 años y, al final de tal edad, sentirse completamente satisfecha. Se ha cumplido su destino entre los más honrados de la tierra, que son los que prevalecen en planos de la eternidad. Ahora puede sonreir con los ángeles, mendigos y descalzos, quienes cuidan a sus mascotas, gatos y perros abandonados y realengos que ella albergaba, desde niña, teniéndolos en viejos rancherones de la Hacienda Echeandía.
Ahora lo ve todo dibujándose claramente... muy, muy claro.
Han llegado algunos miembros de la FUPI. Allí, en un día lluvioso, están los fieles. Ocupará un ataúd de $60 pesos, el último de su tipo que Juanito Pana y Luis Cantántara echarán a una tumba en el Cementerio Viejo de Pepino.
Más duro fue el piso del edificio de Ciencias Naturales. Ahora tendrá una tumba con su miserable forrito de felpa. Es un espacio íntimo. Conservará los sentidos vehementes, como ahora que los oye y los ve.
Algunos creyeron que ha muerto definitivamente, sin gracia ni gloria.
Van a decir unas palabras en su nombre. Las agradecerá con corazón abierto. Se turnará Joaquín Torres Feliciano, otro poeta de la angustia Ramón Vargas, Rubén Arcelay, Pinchi Méndez, Evaristo Font, los hermanos Grillasca... sólo ellos dirán lo que Sara y Toño Echeandía no dirían, aunque están ahí. Unas de ellas, las hermanas, bajo la lluvia y los verbos encendidos, va a dar su último adiós con la mirada.
Para que completara el análisis que ocupó toda su vida, hoy en su muerte, se despidió de algunos perros llorosos. Los gatos, menos pulgosos, maullaron. Un juncaleño, presidente de la Federación de Universitarios Pro-Independencia (FUPI), Rafi Rodríguez dijo lo mismo que pensara Nilita (Vientós), Miñi Seijo y Juan Mari: «Ella es un ángel».
«Entre nosotros, es una luz del faro que no se apaga ni en lo más oscuro de las borrascas».
Unos perros llorosos, los que la escudaban de perseguidores infames y unos gatos, sus felinos del alma, se unieron a un nítido sollozo. Todos ellos, como su sombra, le fueron fieles incondicionalmente.
El pueblo en sombras / 10
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