Wednesday, September 10, 2008

El acto de Cobita


a Cristobal Castro Castellanos, alias Cobita

Una semanas antes de Navidad, se acudía al Casino del Pepino por la novedad de los juegos de mesa. Don Joaquín Oronoz Perochena, octagenario, ex-Alcalde entre 1893 y 1895, presidía la partida de póker más solicitada. Es un reyezuelo del azar. Mago del Bluff, manipula o convoca el dinero que no es suyo, pero nada parece que hay ilegal en lo que hace. El no se faja por las apuestas menores como los niños que juegan a las canicas. El desafia. Dice que el mundo puede acabarse y hay que sacar del corazón sus emociones antes que ésto suceda. Alude a una guerra permanente contra el caos.

A la escatología católica la toma como ejemplo: La Muerte o la Resurrección, la Gloria o el Infierno. Su vocación de jugador parece muy natural, siendo un hombre como el que ha sido, prestigioso, en sus paraísillos de ingresos y seguridad. El conoce las emociones vulnerables de los otros. Ofrece, en medio del juego, a quien lo pide un alivio temporario. Como El Acto.

Además, compra, vende y presta al jugar. Perdona o aniquila. Es un observador. Listo como un lince.

Cuando un jugador sube la apuesta del contrario, éste debe igualarla, o retirarse del juego, o también reenvidar, subirla aún más. Al igualarse las apuestas, los jugadores muestran sus cartas. Don Joaquín, ¿cómo lo hará que es inderrotable? Gana con una escalera de flor real, o cinco cartas consecutivas de un mismo palo.

El ex-Alcalde Santoni, otro jugador entre los siete, alega que la guerra del 1916, cuyos coletazos finales no acaban, lo tiene aún más sensitivo que a Oronoz Perochena. Mucho más lo está, al parecer, Cristóbal Castro, alias Cobita.

Desde las tardes de los jueves hasta la noche del sábado, los viejos ricos de la ruralía y del Pueblo, se pleitean las suertes ante su mesa de póker y, al menos, unos miles de dólares habría que arriesgarlos para ser menos rico o salir menos pobre. Estar ante Oronoz Perochena siempre sería divertido; una racha de mala suerte suya y cumpliría los sueños de quien lo arrastró a los avernos de las pérdidas.

«Jugar es un vicio divertido y lujurioso!», dijo.

Unos apostaban, no siempre por solvencia. Hicieron cosas por desesperación. Se discutía, en cada mano de juego una reposición de precios / deudas / adquisiciones de inmuebles, o su renegociación, si es que aún examinaban sus bolsillos, atreviéndose a soñar y darse una oportunidad, pese a los riesgos.

En una mesa larga se sentaron, desde muy temprano: Vale Santoni, Manolo Méndez Liciaga, Francisco Gandarillas Figueroa, Francisco García Peruyero, ex Teniente de la Tercera Compania de Milicias, de San Germán, Salvador Gayá Domenech, quien se retiró a tiempo. El español Ramón Urrutia Rodríguez, quien dijo que no juega porque no tiene con qué, «me gusta ver esta locura», agregó y Félix Prat Guzmán, hermano de Juan y José. Estos vinieron por hacer grupo, pues son amigos de Urrutia.

Desde la muerte de Paulino Prat Valentín, los Prat visitan más el Pueblo. Husmean entre ricos, no siéndolos ya. Anhelaban saber qué es éso del Casino que ni a Mislán, el músico, ni a su vieja pariente de Mirabales (Doña Eulalia), la admitieron, siendo hija de españoles. Estuvo entonces rica y sola.

En un día prenavideño del año 1917, ya comprenden a Urrutia: «Somos pobres; gente que no debe echar a la suerte su dinero, duramente escaseado después de muchos huracanes y del canje». A él lo señalan como parte de una gente rebelde, caída en el ostracismo por dar su favor a movimientos pro-sociales, anti-despóticos, que claman por lo dispuesto en la política del «Buen Vecino». Los logieros del Pueblo, siempre adláteres del blanquitaje, no se explica cómo gente tan bien parecida, españoles de clara extracción y ojos azules, son tan pobres.

Mas ahí están mirando como bobos. Oronoz escruta a algunos de ellos sin creerlo. Piensa que Urrutia se lame los calderos; recuerda cuando, entre los Juarbe y los Scharrón, el viejo Prat de Mirabales elegía sus esclavos. «¡Qué pinta la de aquellos robustos catalanes, cachacos y esclavistas!»

Estos son otros tiempos. Urrutia lo sabe «y tú, Cobita Castro».

Hay algo peor. En estos tiempos del Presidente Wilson, pululan las oposiciones a la Guerra y son organizadas por la IWW y en el escenario europeo, las gentes se matan como pajas y el por qué de la hecatombe se explica menos que los 8.5 millones de muertos que han sido calculados, provisionalmente; se han ido a la chatarra unos 15 millones de toneladas de acero, barcos y tanques que hoy sirven menos que 21 millones de heridos, o perdidos. El mundo se está llenando de tullidos, gente traumatizada, ineptos.

«Es como el fin del mundo», dijo Félix Prat. Lo miraron con lástima por hacer el comentario. Don Joaquín Oronoz levantó el entrecejo y pensó para sus adentros: «Mira este llorón. Está perdío en los albores del siglo».

«No. Bebamos, comamos y gocemos», dijo Santoni.

«¡Vaya que dicen algo con sentido! El mundo es una lujuria. Cierto que es más aburrida si no hay dinero, muchacho», corrigió Oronoz.

Manolo Méndez y Gandarillas comentaron en voz baja una noticia. La artillería alemana bombardeó Londres y la primera batalla de tanques tomó lugar en Cambrai. Los EE.UU. declaró la Guerra a Hungría y Austria. Allá en los campos de batalla, hay (¿quién que no lo crea?) hasta pepinianos. Dieron dos o tres nombres: Sinforoso Arocho fue uno. Un Vélez de Mirabales. Un Font del Casco Urbano.

Una vez que se barajaron los naipes, empezaron los lances especiales. Cristóbal tenía los cinco suyos, pero no hizo movimientos, sino que dijo:

«Ya me voy pa’la mierda, sin un peso en el bolsillo».

«No me digas que eres más corto que las mangas de un chaleco. Regálate una última apuesta», le dijo Oronoz Perochena, de 84 años de edad, terrateniente de Perchas y quien ya estaba viudo de una las hijas de Juan Rodón.
«Mírame. Soy valiente, arriesgado».

«No. En verdad mi dinero voló».

«Mira, Cobita. No me trabajes menos que los Reyes Magos. Sube a la tarima y prepárate para el acto».

No quería admitir ante Oronoz que los Castro no tenían una riqueza sólida ni que todo se va, en un santoamén por desazones. El tiene dos o tres mujeres que visitar. Será hoy antes de regresar al campo. No quiere irse con las manos vacías. Quiere llevar a sus mujeres algún detalle. Son las damas que se monta en los güevos. El tiene que dar lo suyo.

«La chocha no es gratis», ya lo han advertido, «aunque la verga sea grande».

«Cobita, tú eres un Castro con vínculos con aquellos poderosos e inagotables Grau, cepa de Juan José y Francisco Castro, varones de Tenerife. Canarios que yo respeto y, mira Cristóbal, que yo a pocos de ellos, los canarios, les pongo cinco naipes en las manos para que jueguen conmigo y me ganen. Soy vasco… Unas veces se pierde y otras se gana ... pero todo vuelve a nuestras manos, si nos damos la oportunidad. La esencia del hombre y su progreso es que no hay derrota final. Lo dice un vasco terco. No hay una verdad objetiva del dolor y las boqueadas, sino que hay que elegir. No hay destino, sino lo que el americano ha llamado el free-choice. Y si hay valores universales y sustentan la moral, por de pronto y para no aburrirnos, vamos a reínos un poco. ¡Házte el acto!», insistió Oronoz.

«No es mala fe. Es que la decisión prudente es que me vaya, no sea que pierda más que las mangas del chaleco».

«¿Le vas a dejar todo a tu prole, sin darte un gusto?»

«Ya se me espera», dijo Cobita, quien vestía con botas vaqueras y sombrero tejano como todo el terrateniente que es. Es cierto que el canje de la moneda española en 1898 (al valor depreciado de la moneda americana) le redujo a mitad su fundo y la plusvalia de sus terrenos; pero, peor lo hicieron sucesivos temporales y él domó con su trabajo ese toro bravo de la lluvia y el viento.

Sin embargo, a Cobita, por bonachón, se le envanece el rostro, colorado. La brillan los ojos verdes cuando Oronoz, partidario de los cañeros, lo asocia todavía a la competitividad agrícola, al status de los progresistas y le admiran la virilidad. En este grupillo con el que comulga, se pelean los egoístas y anti-altruístas del Pueblo con el hombre generoso y saludable del campo. Siquitrilladamente y no lo sabe Oronoz, él cree en ayudar a otros. No se cinga a las jibaritas por un machismo burdo. Otros no entienden la calidad de su líbido. Cobita dice que es tierno y la mujer de campo lo enciende más, con su humildad, que una riquita perfumada e inútil.

«La de un chaleco sin mangas esa es la vida del pobre; pero usted es trabajador y Dios le dio hasta un cañón grande y suerte tuvo que no lo mandaron a Cambrai», adujo Oronoz. Los jugadores ríen porque ya saben sobre el acto y una verga de 10 pulgadas que tiene el canario y utiliza con esa jibaritas que viven en sus fundos, arrimadas y que estarían hambrientas si no fuera por él. El suple como macho al que les falta en la cama al quedar ellas viudas o, cuando por hermosillas, vale la pena que se encapriche en ayudarlas. Un amo bien dotado puede todo. Se enchufa en la familia. De las vaginas vuelven a nacer los crios.

«Don Félix, usted viene hoy por primera vez al Casino; pero mire este hombre que mucho nos recuerda al fundador de Mirabales, a Josef Vélez y a Nicasia y a don Manuel, amigo protegido por la cepa de los González de Mirabal y los Segarra. ¡Vea al buen Cobita Castro, por quien vamos a juntar una plata para que apueste y cumpla su viaje anual con los camellos! El se cree, por triste, un rey mago que no va a llegar al viaje... ¡Usted presenciará lo mismo que en los tiempos de su parentela, Vélez Prat y Cadafalch! Se va a recordar de todo aquello que admiraron porque España nos dio a todos, por ser buenos cristianos, el don de amar al necesitado, nos dio la libido, no lo olvide...»

«Lo está perdiendo todo, don Joaquín. ¿No vio que se ha quejado?», dijo Prat.

Oronoz es un experto en non sequitur, falsas premisas que se asocian al vacio, a nada procedente.

«Yo no entendí eso. Se va a la mierda porque de pronto no tiene un peso en el bolsillo; pero, si la mierda es pobreza, él no quiere la mierda y él no es pobre; tiene mujercitas por ahí que lo admiran y no solo porque esperan una bolsa de alimentos del colmado. El es uno de esos que llaman altruístas comechochitos; pero, riqueza tiene y, más que una vez, le protegí sus fincas, se las aposté al riesgo de que no me completara el acto, ni me pagara lo que debe».

«Ya, don Joaquín. No me averguence con sus explicaciones… Quiero llevarme cincuenta pesos. Perdí aquí lo que vendí en la Plaza del Mercado y me quiero retirar, con su permiso y sin su enojo».

«Lo que pasa es que no hícíste el acto y no avisaste a tiempo. Abrimos una apuesta y a todos nos retaste, con cinco cartas del valet para arriba. Eso como jugador no se hace», lo corrigió.

«Fue un bluff».

Supo entonces que tendría que complacer al viejo y no enojarlo. De Oronoz, siempre necesitará, si no hoy, mañana. Y se fue a la tarima. Todos se voltearon a observar lo que haría después. Al fin, se decidió por ejecutar el acto más íntimo y admirado del Casino. Cobita se abrió el pantalón. Por de pronto, iba a puñetearse. Santoni se levantó, ya al verlo decidido, y fue a un comedor aledaño, al fondo, cercano de la barrita de los tragos y le trajo dos platos de porcelana. Dos platos soperos, duros, que parecían una bandeja por lo grandes.

«¡Cobita, dedica este acto al viejo de Los Vélez!», le aconsejó Gandarillas.

«¿A Paché, el amo? ¿O al esclavo Pedro el Potro?», inquirió García. Lanzó una puya negrera.

«¡Concéntrate, tú no hagas caso!», quiso atenuar Oronoz lo mortificado que quedaron los Prat con la alusión al esclavo que barrió con la dicha y la integridad de los mirabaleños.

Lo que importa es que ese riejo crezca. Que el canario pague con ese buen espectáculo lo que debe (negarse a envidar sus naipes) y se vaya del Casino, bien inspirado para dar sus consabidas fornicaciones en Pueblo y campo, con el aplauso de sus amigastros.

«¡Ya ni soñamos hacer cosas como ésas!», dijeron los más viejos.

«No soñamos», balbuceó uno de los jugadores.

«Abran bien los ojos. Ahí les va Cobita. El Canario».

«Estoy listo», dijo Castro y se puso, con el pene erecto y pulsátil, a la vista de los jugadores. «Veánlo. Dios me lo ha dado». Lo tomó, fijándolo sobre un plato de porcelana, lo levantó y dio un cantazo con éste que hendió en cuatro o cinco pedazos la dura porcelana. No había perdido esa precisión del golpe ni la dura fortaleza del miembro.

«¡Qué fuetaso, Cobita!»

«¡Hombrazo!», lo felicitó Oronoz.

Le dejó unos 50 dólares en la mesa.

«Me voy a la guerra», dijo. Tomó su sombrero vaquero y los $50 y se fue del Casino porque lo esperaba una mujer y le iba a dar unos fuetasos, piernas adentro.

«¡A gozar, matador!», lo despidieron.


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