Saturday, September 27, 2008

El primer héroe

A Rodrigo Font Román (1897-1918)

Se llamó Rodrigo Font y Román y continuará llamándose así en las páginas de la historia escrita con la sangre derramada en los campos de la vieja Europa... Obediciendo a los dictados de su conciencia y satisfaciendo anhelos de su alma, salió de sus nativas montañas, bravo muchacho, el joven arrogante, llevando en su mente un mundo de ilusiones y en su pecho el hervor de su juvenil fogosidad, de su valentía y de su exaltación libertaria... En la línea de fuego ocup Rodriguito su sitio de honor y peligro. El peleó con arrojo en varias acciones, saliendo unas veces ileso y otras, herido, pero llegó un momento supremo en el que habían que arrostrarse todos los peligros: Andrés Méndez Liciaga, Nuestro héroe, 1924

Cuando Sinforoso Vélez Arocho fue seleccionado como el primer recluta puertorriqueño del Ejército estadounidense que participaría en la Guerra de 1914, como la mencionaría Blanco Aurelio, éste ya era uno que discutía el tema. El quería ser un héroe. Anticipaba su ingreso y la victoria de Nuestra Nación en esa guerra de rivalidad entre potencias.

Su padre recibió una medalla de servicios en Cuba y se fue con la intervención del 1900 y, al final, como él mismo decía, el ejército intervencionista que lo reclutara le dio una patada por el trasero. «Fueron diez años sin ver a mi familia» y haciendo lo que él sabía hacer, que nunca fue matar. Pero el hijo, Blanco Aurelio, se exhibió como voluntarioso. Es lo que dijo su suegra para consolar a la hija, su esposa, cuando se fue a la guerra, como un mambrú de aldea. Por no seguir consejos ni de su mismo padre, dejó a mujer e hijos y partió a los campos de batalla con el grupo de pepinianos que encabezó Sinforoso. Fue a finales de 1918.

Los héroes son tercos. Pasan muchos trabajos y sufrimientos que la terquedad les ocasiona. Cuando su padre [Blanco Ortiz Vélez del Río], regresó a Pepino de su servicio en Cuba, no tuvo ningún recibimiento. Vino sin deseos de ver a nadie, excepto a su mujer y su único hijo, que se casó con Laura Alicea Prat, tal como le había dicho.

Blanco, hijo, hic est, el terco chiquito, se atrevió en previa ocasión ir a buscarlo en La Habana. Un abogado de Nebraska, Charles E. Magoon, fue designado Gobernor de la Isla de Cuba en ese entonces, bajo los auspicios de la Constitución, con autoridad absoluta y el respaldo de la Armada estadounidense. Aunque Magoon dijo que su afán no era colonizar a Cuba, otra cosa pensaba Blanco, padre, y la mayoría de los cubanos.

Entre 1900 y 1902, ya Ortiz Vélez del Río había aprendido mucho. En realidad, quería salir de Cuba, volver a Pepino y no lo dejaban. Lo metieron en camisa de once varas con el cuento de su recomendación de hombre adecuado, guía y consejero puertorriqueño de su reclutador, al servicio del Comandante Brodie. Este había dicho: «Los cubanos son completamente irresponsables, casi salvajes, y no tienen la más mínima idea de lo que es el buen gobierno». Blanco no estuvo de acuerdo. Cubano en el diccionario del encono colonial del anglófilo significaba: negro. Estaban ofendiendo a sus ancestros. Blanco, padre, si sentía orgulloso de su padre cubano.

Abundándole sobre ésto, el reclutador, un Teniente del Capitán Brackford, le dijo: «Es por ésto que permanecemos en Cuba: los enseñaremos a ser gente y amistosos; allá, hay muchos chinos mambises que aún hoy se pasan quemando. A la hora de crear instituciones, no confiamos en nadie, porque el odio político es tan grande que, como mensajeros de paz, no podemos realizar nuestro trabajo».

Lugo Viñas tradujo cuando estuvo Blanco y su hijo en Puerto Rico. «Dijo el muchacho, this young man, que él no es hombre de armas, sólo un campesino que no sabe sobre cosas de Estado». Esto mismo se lo espetaba a sí mismo el Terco Chiquto. Sólo que él si soñaba con espadas y carabinas. Es cosa de soñador utópico o de verse engañado, sí, tiene que serlo, que un militar extranjero y de rango, lo estremezca con elogios: «En última instancia, me lo llevo por amigo y por sincero. No todo el mundo, en este pueblo, donde hay partidas de asesinos e incendiarios, cabalga tan tranquilo, sea de noche o de día, y nos trae alimentos. Usted es valiente, don Blanco».

Tal como ha sido su experiencia y lo dijo delante de su hijo, el terco chiquito, el caso de Cuba son otras 40 / pesetas. La élite ibero-europea fue tan racista en Cuba, como lo era Pedro Ortiz Carire, el abuelo. Esto lleva al hueso de sus penas. Meditó, en cuanto a doña Eulalia, con nostalgia. El padre de ella, Prat el catalán, prefirió abandonarla y dejarla en estos montes de Pepino, porque sabía que anduvo enamorizcada del mulato Guillo el Jabato y tenía ideas extrañas sobre el dominio de España en el Caribe y en la isla. Una vez en Cuba, dijeron a su padre que la Enmienda Platt fue suscrita en la primera constitución cubana, desde el 1903. «Puede que de Cuba no nos vayamos nunca, si el cubano no aprende a gobernarse». Le hablaron de que sanearían la sociedad y que van a explicarle un proyecto de la antropología criminal en que trabajaría con los Comandantes Brodie y expertos de la Escuela Positivista Italiana de Cesare Lombroso. Recomendaron: Olvídate de si tu padre o tu abuela eran cubanos; vamos a fabricar en Cuba un Hombre Nuevo, una Cultura Nueva. Esto es: Nuevo Gobierno, Nuevo Servicio, Nuevas Lealtades.

A los militares de los Estados Unidos, ni antes ni después de rendir a los españoles que dominaban a Cuba, les agradó la enorme presencia de negros en el movimiento de independencia cubana. Dijeron que Maceo es como el tal Juancho Bascarán que sus tropas buscaron en la antillita borincana. Y, aún más, es como Cabán Rosa. Gente polarizante. Que pone al pobre contra el rico y al negro contra el blanco. Y don Blanco, el jibarito cidraleño, era distinto. No tiene miedo a nadie y, lo mejor, ya que carece de la cultura política para discernir todo lo que Lugo Viñas tradujo, en particular, la idea de que un patriota como Maceo es inconveniente, él sería reprogramable. La idea sería, dicha en cristiano: «Tú eres el jíbaro bueno. Dúctil. Hospitalario. Lo que queremos en Cuba, mas hallado en Puerto Rico, para sustituir a mambises como el Maceo cubano, es un modelo, un hombre como tú».

El Ejército invasor concluyó que Maceo representaba el peligro de una segunda revolución haitiana o una guerra de razas en Cuba. «Hasta donde yo entiendo la inmediata abolición de la esclavitud es asunto indispensable. Es lo único bueno que hizo España por Puerto Rico hace poco más de 25 años». Más tratándose de Cuba, pese a que dijera ésto, añadió: «De Cuba no sé, de Haití menos». Con ésto, dejó a los yankees tranquilos.

2.

Cuando Rodrigo Font Román, hijo de la rica familia de los Font Medina y los Romanes, llegó a Pepino a lucir sus galas de capitán del Ejército y su entrenamiento completado en el ROTC de la Universidad de Puerto Rico, Blanco Aurelio sintió más enojo que envidia. Había enterrado ya a su padre en 1915. Y Rodrigo se desespaseaba por el pueblo ese domingo en que él cabalgó desde Cidral, frustrado por muchos sueños truncos. Blanco, terco chiquito, como su padre lo llamara, se encontró, tristeando, en tránsito por el miserable pueblo, sin acueductos todavía. Las calles apisonadas con piedras. Si lloviera, los caminos serían charcas de excrementos. Verduzcas cagarrutas de vaca.

La Central cañera es la principal fuente de trabajo. Es sabroso el olor del bagazo. Todavía el farolero. Larrache en sus faenas. Santiago Luciano, el carretero; Juan Román, el panadero, quien llenara de olor a pan la Calle Miraflores; allá, la pobre Rafaela González, lavandera de la Calle Esperanza. Cercana está la casa del herrero. Félix Méndez, venezolano, casado con doña Sebastiana. Acullá, Blanco Aurelio vio la Oficina del Telégrafo Insular, detectó a Juana López Lugo, esposa de Alejandro Castro. Ella hacía sus milagros en clave, como si fuera una espírita que formara sus palabras con lo etéreo. En la Calle Aguadilla, vio la Herrería de Pesante.

Más adelante, a Rodrigo Font. El sí que es afortunado. Con poco menos que la edad de su padre, lo mandaron a estudiar a Río Piedras. Seguramente, cuando vaya a la guerra, será de los que manden. «¡Míralo! Se alaba con su porte. Viste su uniforme de galas. Se ve tan elegante. Las hijas de Luis Cardona, el tabaquero, esposo de Carmen Sosa, se derriten. «¡Miren al niño Rodrigo, tan guapote!» y les salen al encuentro porque va vestido de príncipe del trópico, aunque ahora bajo el Nuevo Imperio americano.

«¿Quién pudiera ir al barbero?» Que le pongan lociones y memjunjes lubricantes en la cara. El, sobre su caballo blanco, siendo joven, se siente tan viejo y demacrado. Quisiera bajar de su caballo y pagar por una afeitada de Bienvenido Sosa Hernández. Para oler como Rodrigo, no a tierra húmeda de las honduras de Mirabales. A la distancia, ya que sigue en su pausada cabalgada, observó el Almacén de Andres Emilio Cabrero, donde vendia frutas del pais. A don Andrés, los Vélez del Río vendieron de sus aguacatales y las mejores naranjas de su finca, grandes y hermosas.

Ahora tiene a Rodrigo Font tan cerca de los ojos. Hinca los ijares y observa a la señora Dolores Hernández González, hoy esposa de Cabrero y madre de Pilar y Josefa. Son tan lindas y elegantes. A ricos, con la estirpe de Font, los saludan de ese modo. A él, como si no existiera, como si no fuese un Ortiz, gallego y bien viajado como Urrutia Carire, Ortiz Franca y Ortiz Carire, su abuelo, los hubiesen saludado igual, en sus mejores tiempos. Son gente de la ya he empobrecido. Valen nada. Ahora ya hasta se han ido de este pueblo, miserable y presuntuoso.

Blanco Aurelio experimenta una pesadumbre muy intensa. Ya se resienten las miserias de estos tiempos. Ningún Vélez Prat se habría enterrado con tan pobres pompas, como él hizo con su padre. No había dinero. Sencillamente éso. El cajón de su féretro se hizo de maderas por don Aguedo, el Padre de los Pobres. Se compró en La Cuna de La Muerte, con una oración incluída del Templo Luz Divina. No es justa esta miseria. Ni para él ni para su padre, enterrado en la sombra, como si quien muriera fuera un delincuente.

No. No. Quien murió a su juicio fue el primer patriota que dio el Pueblo del Pepino. Primer patriota del régimen despectivamente descrito: Régimen Yankee. Cuando Blanco Aurelio fue a verle, en 1906, tenía hasta su oficina en La Habana. Leyó el cartelito: Mr. Ortiz, Special Projects. Despachaba papeles; él hacía las entregas de mensajería y en persona, a caballo o a pie, iba de campamento en campameno. Fue el ayudante personal, o mandadero del Comandante Brodie, y Blanco recibió al hijo, después de muchos malabares burocráticos. Terco Chiquito no fue tan listo y no sólo ante el padre se dejaba entrever.

«Véte a Pepino con estas noticias que te doy. Los negros no quieren a los presidentes ni tampoco los gringos que aquí se quedaron para cuidar a Cuba. Mira a ver qué aprendes de eso».

Y fue así que su padre se quedó en Cuba hasta los años de la Guerrita de 1912 en la Era de Roosevelt. Blanco Aurelio regresó a cumplir una promesa de casarse con Laura, hija de Dolores Prat y un Alicea prieto y cuando pudo cumplir con su promesa, escribió a su padre. A principios de 1912, en vez de escribir, regresó con el mensaje: «¿Por qué no le dices al gringo que me ofrezcan trabajo? Quiero trabajar para las bases».

Algunos preguntaron por el señor que en El Tendal repartía enlatados de salmón y banderines multifranjeados con la insignia yankee. Sí, su padre. El que se fue a Cuba. Manuel González Cubero todavía recordaba lo que Blanco, el Terco Grande, dijo a él siendo chiquillo y fueron muchas veces: «Me voy como si fuera un hijo abandonado, como aquí hay tantos».

Corrió el tiempo y lo preguntaron a Blanco Aurelio: «¿Qué pasó? ¿Víste a tu padre en Cuba y vio él al suyo [a Pedro Ortiz, alias el Gallego] , siendo que lo buscaba?»

Blanco Aurelio dijo: «¿Quién eres tú pa' preguntar eso? ¿Son insolencias? No tengo que darte explicaciones».

González Cubero reflexionó que los Ortiz, por ser tan blancos y gallegos, tenían que ser parejeros. Blanco Aurelio lo puso en su lugar porque, después de todo, González es un mulato preguntón. Tiene el pelo malo. Es un negro feo y quiere actuar como blanco. Es un negro inculto de la monada que se soltó. Con la respuesta quedó de una pieza y sorprendido. González juró que ya nunca volvería a preguntar por los Ortiz Vélez del Río. Es más. Ya no habrá para él la idea de que, por ser gente blanca y caritativa, puede alguno, viéndose como hijo abandonado, que se hagan pitiyankes, como la negrada de Pepino, casi en plenitud identificada con el socialismo de Cheo Padró Quiles, Santiago Iglesias y Jorge Celso Barbosa. «Buscamos una autoridad con cierto paternalismo. Nos gusta, como nos habla, la Proclama: Hijitos, venimos a protegerlos, a instruirlos».

Ahora bien, si lo que rumoraron en secreto en el Pueblo es cierto, Blanco Aurelio no es como su padre. González Cubero quiso expresar gratitud «y mire usted» con lo que saliera el albayalde. No van a decir a Don Andrés (Méndez Liciaga) lo que hizo para que lo publique en El Regional ni dirá que, a pocos años de la parejería del hijo, Blanco, padre, llegó, silenciosamente, tal como se fue. Diez años plazo el cidraleño regresó, el mismo que, con sus ventas en El Tendal, desafió al alcalde Rodríguez Cabrero y a Juan Tomás Cabán, el alzado de los comevacas del '98.

«No tengo por qué darte explicaciones», frase que, dicha así por Blanco Aurelio, ofendió a los artesanos y obreros que organizarían a Los Amantes del Progreso. Eso fue en 1906 y, aún arde. Duele.

«No me trate así. Voy a hacele saber a Padró Quiles que usted se siente crecido». Lo dijeron nomás por asustarlo. No para que nadie le queme.

Si hubiese sido con un gringo con quien hablara, de seguro sería, como su padre, tan humilde como el recadero. Lo mismo que, si hubiese sido con Oronoz Perochena con quien habla, Blanco Aurelio no diría ese «Tú» entrometido. Espetaría su Usted, lleno de pleitesía. Bajaría la cabeza. Hoy ya sabemos que, en su casa, su padre lo devalúa cuando lo llama Terco Chiquito.

«No me trate usted así. Sólo le digo que su padre era mi héroe. Sólo pregunté si llegó o si no vino. El me daba enlatados de salmoncillos y galleticas y el primer banderín que tuve de los Estados Unidos».

3.

Cuando Blanco Aurelio nació se hablaba todavía sobre la Depresión de 1893 y que la misma Norteamérica sufría el agudo déficit de la balanza de comercio. «Mi padre sí sabía más de ésto; yo no sé», reconocía el hijo. «A mí no me enseñó a leer Doña Eulalia y puede que a Doña Dolores no le cayera tan bien como mi padre. A Doña Lola yo le recordé a Pedro Ortiz, mi abuelo, a los Carire». Estaba casado con una hija de Doña Dolores / Lolita / y, en los mismos días que le dio una primogénita de cepa Prat y Vélez, se fue por una mujer de los González. Hizo un hijo fuera de la casa. Deshonró a Laura y a su madre. Y por eso también estuvo triste Blanco Ortiz Vélez del Río.

«Hijo mío, eso de burlarte de Laurita no te hizo más hombre y eso de irte a la Guerra del '14, no hay mérito, Mira que te lo digo a tí únicamente. No porque sea un unionista de los que odia a los Estados Unidos. Deja que otros imperios se coman su pan con su mierda. Ese enfrentamiento entre Austria-Hungría y Serbia, al que se une la Rusia no traerá nada bueno». Blanco Aurelio recuerda que, cuando su padre dijo ésto, fue en agosto. Rusia se consideraba la protectora de los países eslavos. Austria-Hungría quería consolidar una posición de dominio en los Balcanes y por eso declaró la Guerra a Rusia. Estas cosas la aprendió su padre, después de dar diez años de servicio al Ejército. No que él aprendiera de muchos libros, apenas miraba los periódicos. Oía consejos, aprendía del que sabe. Pero él era listo. «Blanco, muchacho terco, tú sólo sabes de ñames y yautías». Y estuvo el terco chiquito, en resentimiento callado, porque así lo devaluaba su padre. Era la sombra del suyo. De aquel Pedro español, gallego majadero.

«Pero tú, Blanco Aurelio, me matas cuando quieres ser militar. Llenarte pecho de medallas y el hombro de galones; mira que deseas ser un serafín para el gringo». Entonces, agarró una medalla de servicios que le dieron en Cuba y la tiró entre espesuras del monte, después que él hijo la miró con fascinación».

«Esto no vale nada», dijo el padre. Al parecer, estuvo bajando los humos a su hijo.

Su pensamiento estaba en Cuba cuando tiró la medalla de servicios. Como primera reacción, los ojos de Blanco Aurelio volaron hacia la dirección a donde pudo haber caído, después corrió irrefrenablemente a dar rescate aquel recuerdo que su padre tiró cuán lejos pudo, «porque es una mierda».

«Ven acá, cabeciduro», le gritó el padre. Su mente estaba en Cuba, sin embargo, no viéndolo cómo corría monte abajo por salvar aquel recuerdo en forma de medalla. En 1912, las élites cubanas, dizque libertadoras, dizque martianas y maceístas, recurrieron a aguijonear y provocar a las masas de origen africano para que acudieran a la violencia. Después, pudieron justificar su uso excesivo de fuerza militar y la masacre de más de 6,000 miembros del Partido Independiente de Color.

«Tú no sabes lo que es la guerra, pila de mierda».

4.

Ya para finales del año 1918 empezaron a llegar los militares pepinianos del Tributo de Sangre. Fue poco después del Terremoto que partió la Iglesia Católica en dos cantos y que, además, dañó la Alcaldía de Rivera Negrony y la Escuela Whittier de primeros grados en el Pueblo de Pepino. De la poca soldadesca que llegó triunfante, aunque muy tristes tras el Armisticio y el pavor del pueblo por otra sismo potencial como aquel, uno fue Sinforoso Vélez Arocho, entrenado en el Campamento Las Casas y otro Blanco Aurelio Ortiz, quien desde Santurce, saldría hacia el Frente Europeo. Este se excusó con la familia. La Ley de Marzo de 1917 hizo el Servicio Militar Obligatorio. Se salió con la suya después de todo.

El quería irse. Y, con Sinforoso, de Salto, ante Joaquín Oronoz Rodón, presidente de la Junta Local del Servicio Militar Obligatorio, se personó. «No me obliga nadie. Vengo al enlistamiento», dijo. Allí estaban ya los que serían oficiales: Un Cardé-Peruyero, Delfín Bernal, el futuro Teniente Getulio Echeandía, el Licenciado Cheo Rivera Morales, uno que otro.

Tendría la excusa ideal si su padre viviera. El sólo se engaña si creyera que no va. Lo han reclutado. Si su padre hubiese sabido que esa ley sería aprobada, no lo permite. Se rebelaría. Le insiste en que no vaya. Hablaría con los generales que conociera en Cuba. Hubiera dicho a su hijo: «Niégate. Eso de ser héroe es vanidad y la vanidad huele a ratón podrido», le dijo. A muerte.

De quienes también llegaron, en silla de ruedas, supo de Juanito Ponce. Fueron unos cuantos más, o más bien, entre los tullidos. Calcularon que no fueron muy pocos los pepinianos en el reclutamiento. Y Sinforoso Vélez Arocho fue el primero en todo Puerto Rico. «Hizo historia para gloria de Pepino». En la Junta Militar de Pepino, en la que estaban Oronoz y Cebollero, se dijo. «El Army no quiere leña». Y, a fin de cuenta, Ortiz Vélez se contó entre el cupo de unos 148 pepinianos que se fueron a enfrentarse con la muerte, lejos de su lar nativo.

No hubo, por supuesto, quien a Blanco Aurelio diera su bienvenida heroica. Fue la misma situación que cuando Ortiz Vélez de Río decidió su regreso de Cuba. Prácticamente, que ignorasen a su padre, lo entiende. El desertó. Jodió y jodió hasta que le dieron el licenciamiento, sin un peso de agradecimiento. Dijo que a matar no fue. No era tal trato. El fue empleado civil con el ejército. Eso era todo. Un serviceman al que confiaron tareas especiales, porque dijeron: «Es un hombre de campo. Que entiende la conducta de otra gente al verla. Un hombre de confianza. Buen jinete. Honrado y práctico. Un hombre bueno».

Aún así, no lo aclamó nadie, aunque dijo que en la Provincia de Oriente (Cuba), a donde fue enviado en los años de Magoon, él conoció a ex-esclavos africanos y los vio, organizándose para formar su partido. No dijo: Son criminales. El no lo dijo y eran lo que querían que afirmara. Eso debió ser importante que se sepa: «Eso, pensé yo, que es bueno que el ex-mambí participe. Organice su partido y que hacerlo no los hace criminales, sólo porque son negros». Conoció al cimarrón de Las Villas, Esteban Montejo, y a revolucionarios descontentos con el blanco, herederos de los elitismos. Estrada Palma, el primer presidente en teoría, mejor quiso que la República fuese para los gringos. La independencia se hipotecó en 1902 con el General Wood y la ocupación a la que Blanco Ortiz dio servicios, de 1900 al 1902. «Aquella maldita Enmienda Platt dividió la República» y él fue suficientemente honesto: «Creo en la Cuba Libre, porque en Pepino lo quiso el boticario Forest; aquí parece que el que peleara, no ha peleado por lo mismo».

Los Ortices saben lo que Cuba ha sufrido. Pamela Ortiz dio recados de Nepomuceno Ortiz para Prat sobre los estallidos revolucionarios, más graves que el de 1850 y 1851, cuando Narciso López entró por el pueblito portuario de Cárdenas y se materializó la amenaza de la anexión. Y ya que hablarse sobre tales cosas es diálogo de sordos, no lo quiso de tal modo Blanco Ortiz Vélez del Río y lo dijo cuando tal cosa oyó. Entonces respondió: «Eso ha de ser terrible; me espanto». No se metía en su concha como otros en la familia, como su hijo quien había que tratar con cautela por ser un pájaro de cuenta, demasiado avergonzado por nacer empobrecido, no ya de aquellos Prat originarios. Blanco Aurelio, pobrecito, colocó su ambición en el acto heroico, o en guillarse en fuga hacia una guerra necia, conspirada en acorde a causas imperiales, no del pueblo.. Burda persona de piñón fijo; terco quien no aprende de la experiencia ajena ni tiene algún sentido de la historia. «Para la milicia eres tonto, hijo. No da ninguna importancia a un hombre cargar una carabina al hombro».

En los años sucesivos, desde oficinillas de militares yankees, Ortiz Vélez del Río evaluó el proceso: «Según lo veo, la república aquí en Cuba será para los yankees y para colonos blancos; se la quitaron ya a los negros». Su mente se remontaba desde Cuba a la negrada de los Juarbe, a los Alers, a los Galarza, a los Font, a los Alberty. En 1912, las matanzas en Cuba que se hicieron contra la gente de Massó y Evaristo Estenoz, y ya no las quiso ver, hizo que se pusiera más que politizado odioso. «Estar en Pepino sería mucho más bueno». Si en algo batalló, como nunca, fue para que le dieran el permiso de largarse, no pensiones ni sueldos ni medallas.

En vano fue que Ortiz Vélez del Río lo explicara a su hijo: «Cuba está peor que Puerto Rico, rumbo a la dictadura y el vicio». Por Cuba se moría de pena, antes de morirse de una buena vez, con unas ganas de escribir al General Samuel Young a su despacho de Washington y decirle: No quiero estar aquí un segundo más. Ordene usted mi regreso a San Sebastián, mi Pepino.

Una misa se ofició por Rodrigo. Es un cadáver [de 22 años de edad], acomodado en su féretro de lujo. La madera es de cuajaní más fuerte que el cedro. Lo cubre una bandera y una insignia de la Tercera División del General Bradley y el Noveno Batallón de Artillería («Machine Guns»). En la batalla de Chateau Thierry, librada cerca del río Marne, en Remis (Francia) el 15 de junio de 1918, Rodriguito encontró la muerte. Se reunieron los Font Medina para enterrarlo. Agustín Font, recién graduado de abogado y casado con Rosa María, fue a decir su adiós eterno. Habló por la familia y por la presencia de las chupacirios, que mantienen la iglesia vibrante pese a que un temblor pretendió que la haría ciscos.

Los Alcaldes Rivera Negrony y Rabell Cabrero se abrazaron con la familia en luto. Cabrero está triste porque en Nueva York también murió El Caballero de la Raza, el poeta aguadillano De Diego. Pero se está frente a la Iglesia y, cuando su reconstrucción se termine, van a colocar un Gallo porque, como dijeron los poetas desde Gautier Benítez a De Diego, «el gallo aleja los demonios malvados». Y los planes son: toda una enserta de Te Deum.

Al parecer, el atrio de la Iglesia se llenó de juventud, adolescentes de la cepa Font-Echeandía, hijos seguramente de Evarista Echeandía Vélez. Identificó a Emilio, Hipólito, Evaristo y Concha. Por allá, con los viejos cincuentones Teresita Medina y su esposo Cheo Aldea, de Bahomamey. Por un rincón, se asomó Agustín Font, el tabaquero de la Calle Hostos. Y los que más le lloran los Romanes: Cruz y Julia Román Soto, Angel Román Rivera y los Román Román. Y esperan a Getulio con su grado de Primer Teniente y un discurso que Oronoz Rodón tiene, con los mejor de una épica elegíaca. No murió el terco chiquito; quien murió fue un FONT en mayúsculas de gracia y heroísmo.

No que se invitara a Blanco Aurelio. Se personó por su cuenta. Se asomó como si fuera una tímida rata. Es que supo que el Gobernador Arthur Yaguer fue citado en la prensa. Mandó unas condolescencias. «Quien ha muerto es un capitán». No es cualquier fulano. Hasta la niñita, Diana Yaguer, la de la mano santa, dijo el nombre, no el de Sinforoso, jíbaro de Saltos; no. Un Font, como decir un Teddy Roosevelt.

«¿Y yo? ¿Quién o qué soy?», pregunta el terco chiquito. Incapaz de un dulce condumio de heroísmo. Carne de cañón es lo que es. «Dígase bendito porque ha sobrevivido», le dijo su madre viejita. «No se lamente usted tanto, mijito». El mismo se forja su imagen de perrengue. Se encoleriza a solas, fomenta su inmediato pesimismo. Cree que a él siempre le dan morcilla y lo desprecian. Que no gafa en el mundo. Que no es suerte que ha tenido quedar vivo, pues bien que regresó, pero sin una perra en el bolsillo. No trajo otro botín que los recuerdos. Cadáveres. Ruinas. Estallidos. Peores olores a quemado y lloriqueos que las que percibiera su padre cuando los comevacas y tiznaos quemaron el Pueblo y las haciendas. En la guerra que Blanco Aurelio viera oyó cómo gimen los varones de güevos y le tiemblan las piernas aún a los bravucones.

El padre que le dijo: «Las guerras y las medallas no son nada», murió tres años antes de que Blanco Aurelio se lanzara a la cresomanía. Quería ser héroe y tener uniforme como el de Rodrigo Font. Y ahora, seguro que si lo viera, ya no lo envidiaría tanto. Está tan impotente ante la gloria. Su vida se fue en un periquete. Su comisión de capitán es el fantasma que mudarán a Arlington, después del novenario y unas misas y unas mediaciones. Y unos discursos de Oronoz Rodón, Salvador Gayá y el Alcalde.

Blanco Aurelio fue a espiar ese sepelio. En vida, nunca se cruzaron palabras. Ni se saludaron. Si se vieron, en suficientes veces, no fue para saberse compueblanos. Uno es rústico, campesino, otro urbano, desinhibido, vivaracho y sofisticado. Rodrigo fue blanquito. Un niño bien del Pueblo. Adinerado. De los que hablan inglés desde primaria, o de quienes viajan para un lado y para el otro. Un niño sin complejos, seguro de sí mismo; quizás, como Blanco, padre, en su carácter. Listo y desenvuelto. Sólo que uno, como Rodrigo, no ha trabajado igual, ya que lo tuvo todo. Como tal no conoció ni hambre ni cansancio. Blanco, padre, sí rompió los lomos. Era más que un capitán en sus adentros.

Por el contrario, Blanco Aurelio no tiene esa esencia de los Vélez del Río y Prat. La escasez lo tiene asustado. Del hilo de miseria no ha cortado la hebra y cree que el que vino de Cuba, aún su propio padre, lo humillará por eso. «En diez años, carajo, no has logrado nada por tí mismo». Como grupo familiar, ya no salen a comprar ni mucho menos de pingos. «No sacaste a pasear a doña Lola; hija Prat y Prat, la catalana». ¡Qué vergüenza! Eso sí: Blanco Aurelio vestirá de blanco, inmaculamente bien lavado y almidonada la camisa. Brillosos los botines y levantado el cuello sobre el bruto caballo. Su mejor es la heroína, que le lava, le plancha, lo mantiene bonito, aunque él se sienta miserable por dentro.

Es bueno que sepa el pueblo, aunque sea por verlo, que él vistió el uniforme de militar americano. Que cuando se fue, como otros, se le dieron despedidas. La Cruz Roja les entregaba obsequios, algún detalle. Los oradores los llamaban patriotas. Ahora que vino, nada. No hay agasajo público, sólo el semiluto de alma que su padre presagiara años antes, cuando le dijo: «No vayas»..

Irse a la aventura, a revienta cinchas, así hizo su padre y él, no trajo atención para sus personas. Tal vez fue falta de kairós, de momento oportuno. Aquí están de regreso. Y a encerrarse en el campo, en la espesura, sin luz electrificada. A vivir de una luz de quinqué, medio soñando. A partir de este momento, Terco chiquito reanudará una vida de peón en el campo. Su padre ha muerto.

Viendo este sepelio de Rodrigo, entenderá algún día lo que su padre dijera acerca de la guerra: «Obedecer al que dice mata, eso es la guerra. ¿Heroísmo? Esas son otras 40. Héroe es quien descarga la consciencia, enseña el cobre y aprende».

23-02-2002 /

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