Wednesday, September 10, 2008

Los delirios de Belén


Al final de una danza entre el depredador y su presa, Andrés Belén se creyó el beneficiado. Lo divertían sus baladas moralísticas. Se ajustaría el cinturón y la baqueta, desafiando la incómoda cintura que le lleva la macana y el revólver casi a la altura de sus propias verijas. A un perseguidor como él, no le gusta el lenguaje de protesta. Lo incomoda todo resentimiento porque ignora que él mismo vive en negación. Lo asaltan malas memorias, quizás de una niñez de miseria. Odia a los provocadores, sean reales o imaginarios. Tampoco lo complace el ruido innecesario; mucho menos que se lo cacheén con mofas.

Cuando él llegó a Pepino a dar servicio, a mediados de los ’40, se creyó un león solar, muy autodefinido y disciplinador. Un creyente en la correlación racional y causal de la realidad. Dijo que a los ojos, en cuanto mecanismos perceptivos, lo separa un eje: lo que se ve realmente, lo objetivo, y lo que otros dicen que se ve, aún mirando hacia lo mismo. «El paisaje que yo veo, el asunto, es éste». Apostó por la objetividad sin sentimientos. Y, entonces, se dio cuenta donde estaba. «En un pueblito de sinvergüencitas y bribones».

Al parecer muy adscrito a una moral piadosa, victoriana y ortodoxa, tranquilo en apariencia, pero, de algún modo, la gente que él juzgara está buscando los resquicios, malos agujeros y silencios amargos. En el Pueblo, lo sabe, la Iglesia está encarnada por un hombre que ha dicho: «En la iglesia usaré una sotana; en la calle soy tan hombre como cualquiera que se meta conmigo». Mas la gente defiende esa piedad del Padre Aponte, sólo porque trata a palos al pecador y él no se siente uno. «Esto es maldad del Pueblo».

Del ex-Alcalde Oronoz alega que hace lo que le da la gana y neutraliza a los mismos populares.

En la periferia de estos existenciarios, a los que juzga objetivamente con el ojo derecho, a ojo pelado, no con ojos metafóricos, están los inconformes, junto a los hijos del Joy’s de Millán Matos, el Amusement Center, de Forito y Santos Méndez, las Camaronas de Cubero, los escapistas, hijos de la Guerra Fría, Corea y el choque ideológico. Está Toño Palomo, chilla-gomas y burlón como él sólo.

En su apasionada trayectoria policíaca, se había ido hasta La Chula por los rumbos de Hoyamala por la pista de Genjibre el Mentao, quien mató a un delator que lo arrojó al presidio. De ese nacionalista ya no se preocupó más como antes. Está en la cárcel, donde no se daría ya sus traguitos de ron pitorro. Un asunto pendiente que tenía con los choferes de carros públicos lo resolvió con un tiro en el ojo de Justino Ortiz en 1954.

La clase con la que él se identifica y da por la única decencia en el Pueblo puede que sea elitista, pero, ha sido honrada. Doña Bisa Rodríguez Rabell y el Juez Negrón Benítez son dos almas de Dios; Helga Franco Cabrero, ex-Secretaria de Actas de la Constituyente y Puyi Méndez, ex-Senador de La Pava, han creado cierto orden en el Pueblo. «El orden en que yo creo: Muñoz en la tierra; Dios en el cielo».

A excepción de esas cuatro personas, en el pensamiento de Belén, no hay ninguna otra buena. «Son la mierda, con diferente peste». Cayo Estrada, primer Alcalde del Partido Popular al que echara loas, fue un ladrón; Fey, un pelele; el Cura Aponte, un santón de retablo y Cucán Oronoz, símbolo de la dinastía de los viejos caciques.

Pero, hay días de eventos extraños, pájaros de mal agüero, encantamientos. Lo supo por una ráfaga que echó el miedo a correr por todo el noroeste en Puerto Rico. Y, desafiando el traslado que le dieron en castigo por haber matado a Nano, el chofer de carro público, se asomó a la Calle El Bacalao, donde algún bochinchoso de los grandes (tendría que ser, a su juicio, Ché Pelao y Guillo El Soco) convocaron el Diablo, o brujos enjundiosos. Todo el andurrial de aquella calle se detuvo en el tiempo. Un alma colectiva fantasmal y numinosa les congeló y... aún a él (Belén que no es creyente y sólo cree, como dice, en el Orden de Dios en los cielos, y en «el orden de Muñoz, aquí abajo»), por lo que imaginó el regreso de una Bruja vencedora que a todos los varones les mata las pasiones. Los enreda a los males. Como demonia de la autosuficiencia femenina y Fiera Corruptia, suelta las lechuzas y los malos augurios.

Aquella escena por la que vino al Pepino una noche, en ropa de civil para no ser notado, se ha grabado en su memoria. Y la ha soñado, repetidamente, no porque tenga remordimientos de ningún tipo. Es cierto que él ha matado, en virtud y cumplimiento de su oficio; «pero yo saco del medio a lo más malo de la gente. La legalidad de mis actos va primero». La pesadilla, si hay que llamarla así, tiene un elemento que concierne a una hija suya. Así entra al sueño. Como algo personal, que es sangre suya. Y el sueño malo se sucede desde que entró a Pepino, tan furtivamente, y vio la Calle El Bacalao y la casa de Belmontí, tomada por el caos de habichuelas marca-diablos y sartenes que brincan por los aires sin que nadie los tenga por el mango.

«¿Qué es ésto?», pregunta y se levanta de la cama bañado en sus sudores.

Andrés Belén es alto de estatura. Delgado, escuálido, arrugado. No necesariamente corpulento. De su rostro destaca la boca que se recarga con la caja de dientes postizos de los que ya hicieron burlas algunos que han visto que, en medio de sus histéricos gritos, se le zafa y apura fuera de la boca. La dentadura ha caído como un gargajo al suelo y él, sin pena ni gloria, la levanta, o la devuelva a la boca o la echa al bolsillo. Dos o tres de aquellos dientecillos de ratón de la prótesis, brillaban como el oro.

El ideal más grande que acarició, antes y después de la muerte de Nano Ortiz y su traslado, lo confesó al guardia Rojas, el negro. Con él fue a la fiscalía de Angel Viera Martínez, se entrevistó con una señorita que noviaba con un gendarme de los círculos cercanos al Gobernador. El detective, guardaespaldas de Muñoz, decidirá quiénes o quién custodiaría al Dr. Pedro Albizu, preso en La Princesa de Río Piedras. Para que lo recomendaran al cargo, se personaría y diría, con lujo de detalles, cómo Andrés Belén siente la responsabilidad de cuidar del orden. «¡Búscame una fusta y yo lo hago!» Allí, ante él, estaba un campeón confeso del odio contra los nacionalistas y las camisas negras de su ejército.

«¡Cadetes de la República, es la misma mierda y diferente peste!»

Ahora compara a los activistas de la Huelga Cañera de 1934 y su roña la dirige a los socialistas del Jacho. Había 8,000 obreros en huelga en el litoral de Moca, Aguadilla, Aguada y Pepino, según dice. Va echándose un viaje retroctivo de memoria y recuerda que Albizu Campos trajo al movimiento el espíritu huelgario, en tiempos en que Muñoz, su Vate idolatrado, prometía más que el Comisionado Residente Santiago Iglesias, «ese politiquero, vendido al comunismo americano».

Belén es muñocista desde que oyó a Francisco Colón Gordiani rebatir el programa de Justicia Social, tan diferente al de los 40 sindicatos de la Confederación General de Trabajadores. «Los comunistas están con la CGT si no ya estuvieran con La Pava». Contra Santiago Iglesias, siendo tan pro-yankee, Belén discursa otras lindezas, pero más ciertas que un templo. «¡Es un oportunista! ¡Es peor que el más hambreador de los ricos en el pueblo!»

Para Belén, sin que ésto representara simpatía ninguna por los nacionalistas de Albizu, Santiago Iglesias merecía el balazo que le dieron y el que no alcanzó a matarlo.

Ha vuelto a recordar a tres o cuatro ídolos, el que bien se jacta de antipático, y que son los pepinianos de su ojo derecho. Quiere pensarlas, detenidamente. Gente son no como otras de la nuevas camadas de liderazgos que entregarían al país a la corrupción y al extranjero. Helga Franco es una. Estudió Pedagogía.

A veces, cuando paseaba en ronda por la Calle Esperanza, se la hallaba en el balcón. Es una mujer grande, corpulenta, puritana y «hasta me ha dado consejos». El mensaje de Muñoz la fascina, siendo una mujer rica y de abolengo. No porque esté jamona, él se le acerca y saluda. «Nos une un ideal: educar en buenos principios a este pueblo con tantos bujarrones e importadas puterías. Salen del campo y van a la loza de Perth Amboy o New York y se traen malas costumbres».

Así le dijo Helga, «educar para el progreso; no para la ineptitud, la inmoralidad y el pancismo» y Doña Bisa se lo había repetido en otro par de ocasiones. En la sociedad pepiniana ocasionó mucho escándalo cómo se paseó, por pueblo y campo en un jeep, tras su captura, a Luis Ríos Flores, atado como un reo. Fue en 1949. Cometió sodomía en un niñito de Pozas y lo estigmatizaron. Era dura, como vendetta, la ortodoxia de Don Cayo Estrada, pero, si supieran que Andrés Belén tiene un mejor olfato para rastrear cuán cochinamente se ha degenerado el pueblo. Quizás que se expusiera a Luis Ríos a la burla y el público desprecio fue el escarmiento ejemplar para quienes practican en privado tales actos: de Maquín a Venero, de Johnny Cortés a los Cabrito y Bijo Maricao.

Andrés Belén, el policía, antes de la muerte del ex-juez Negrón Benítez, no guardó odio por él. Si hubiera estado en la judicatura, lo hubiese defendido. El pueblo le pagó con odio sus desvelos por acrecentar la decencia del Pepino y combatir el engaño. Sí. Tuvo que matar a Nano e igualmente mataría a cualquier nacionalista que quiera separar a su país de los Estados Unidos o asesinar a un líder bueno. «Yo no soy un matón, don Eduardo. Es que un orden de lealtad y un oficio como el mío me exigen las duras decisiones de quien tiene vergüenza y responsabilidad. El que se burle de la autoridad constituída que se atenga y aguante».

Una vez se le vio llorar. Belén vino al entierro del Juez Negrón un día de septiembre de 1960, un año después de ver la Fiera de los Poderes Enemigos, los nuevos rumbos del porvenir violento y la inmoralidad triunfante.

Sin embargo, el traslado se hizo. Y, al pueblo al que sirvió por tantos años, después de las muertes de Eduardo Negrón, Helga y Alicia Franco, lo vio como no quiso. Sin la influencia de su ley organizadora y su amarga medicina. Sin las gentes que sostuvieron alguna luz de decencia y buenas costumbres. Sujetos al afán de lujuria, usurpación, riñas e hipocresía. «¡Pepinianos que olvidaron a Dios!», decía al recordar a Helga y Doña Bisa, sólo que él habría enseñado una receta que no falla: Que admitan sin chistar la jerarquía, la autoridad, porque hay certidumbres y valores, creálo el sinvergüenza o no lo crea. Y Belén sabe mantener la gente derechita y tiene sus guardias que lo obedecen, más influyentes y simpáticos que Jimmy Meneíto. Este no es el tiempo de las gangas violentas de Cubero, Acevedo y Urrutia.

Casi a finales del ’80, siendo el alcalde de Maricao Vicente Bayrón Vélez, el dolor moral lo visitó en su propia casa. Volvió a soñar con la Casa Embrujada de la Calle El Bacalao y lo asaltaron las voces de ultratumba, los posesos de Paco Domenech, brujo de Moca. Belén se levantó suda que suda. Y dijo para así.

«¡Me estoy poniendo viejo y sueño pendejadas!»

Mas no. No es éso. Lo que rezonga y lo estresa en este sueño es alguna cosa del poder. Ha visto a Helga y Doña Bisa, a las beatas Malavé, a Puyi Méndez echando pestes de la superstición, la lujuria, la ambición desmedida y el nepotismo. Se imaginó, junto a Puyi, en la Legislatura. Oníricamente, también se halló a un excompañero del servicio policíaco. Uno que fue expulsado del Departamento por bígamo y hostil con los nacionalistas de Albizu.

«¿A qué llegaste? ¿Cuál es la emergencia, oficial Quiñones?»

«Un bochinchoso que está haciendo bromitas en el pueblo».

«¿Qué?»

«¡Mira la casa! ¡No puede ni el más valiente detener la lluvia de frijoles y dentro están, imagino yo, dizque unos demonios, vestidos con camisas negras como los Cadetes de la República!»

«No puede ser. Muñoz se encargó de Albizu y ese muerto se pudrió en la cárcel en 1965! Está enterrado».

«¡Seguimos en la misma mierda, Belén!»

«¿Quién es el reo?»

Sintió, angustiosamente, cuando Quiñones desapareció de su vista después de haberle dicho: «Tu hija».

Se despertó otra vez. Entendió que regresaba a su pueblo. Se despidió de Helga, la Jamona, de María Luisa, la victoriana de la inmensa casona, las viejitas Malavé, todas beatas y vio a don Eduardo. «Vine de incógnito a ver ésto que llaman el embrujo de una casa; pero usted sabe que, desde el casito que tuve por la muerte de Nano, se me tiene prohibido que venga hasta Pepino. ¡Cómo les extraño! Usted que es juez me vio servir a Muñoz y a San Sebastián con mucho celo. ¡Yo soy un hombre bueno; lo que me falta de dientes, lo tengo de hombría y decencia, don Eduardo!»

A pesar de justificarse, el juez guardó silencio y se deshizo como un fantasma de humo.

«¡Tu hija, tu hija!» fue lo único que oyó. Sudaba frío y se fue a la casa de la más pequeña de sus hijas, aún soltera. Les cayó por sorpresa y la mayor dijo que su pequeña, su tesoro, estaba indispuesta.

«No sé qué tiene, papá. No ha querido decirlo y evade que hablemos. Llora y llora noche y día. Se encierra. Lo más probable es que la haya embarazado la persona con quien anda».

«A mí no dijo nada, siquiera que tiene novio. Permiso no pidió para tenerlo y menos embarazarse».

«¡Te tiene miedo, papá!»

«Vamos a dar con la verdad. Ojo derecho».


2.


Y fue el padre, triste y más amargo que de costumbre, a la oficina del Alcalde, hombre casado y con hijos. Le negaron su presencia; pero, Belén se limpia el trasero con las ineptas excusas y viles burocracias. Bernardo Méndez Jiménez, ex-senador del Distrito de Aguadilla, gestor constituyente del Estado Libre Asociado, le dio lecciones de cómo realizarlo.

Pasó al despacho y el hombre se puso tenso. Le hablaron sobre Andrés el Cascarrabias como un guardia temible y temerario. De antemano supo por qué vino.

«¿Cómo se sentiría usted, Alcalde, si alguien le dijera que otra persona ultrajó a su madre? ¿O a una hija suya?»

«Una relación sentimental no es ultraje. El problema es que soy casado y su hija quedó embarazada».

«Ese es su problema. Usted tiene el día de hoy para que inicie el divorcio y dos días más para que se case con mi hija».

«En ese plazo no es posible».

«Debió pensarlo antes; pero, mire…», desenvainó su revólver de reglamento y lo puso sobre el escritorio del alcalde. «Usted se casa con ella, hoy o mañana, porque si no lo hace, voy a buscarlo dondequiera que se meta y le voy a vaciar esta pistola encima».

Salió de la oficina y dejó al hombre cagado de miedo, sin acertar a decir otras palabras o negociar con ese tipo de justicia. No tenía otro recurso político que lo que hizo apenas se cumplió el emplazamiento. El Alcalde se suicidó. Lo hallaron en el mismo lugar que Andrés Belén lo dejara, en crítica desesperación y zurrado en los calzones.

Retirado de la policía, dedicado a faenas en el campo, se entretiene con pensamientos del Vate: «El campo es la patria. Sin la tierra que el jíbaro labre con sus manos no hay identidad ni destino». En ocasiones, el sueño del embrujamiento en la calle El Bacalao sí lo obsede, pero más tranquilamente. Cree que ha rescatado un reo, que ha exorcisado una tormenta y puesto la paz en Pepino.

12-10-2006 / El pueblo en sombras / 5

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