Thursday, September 11, 2008

La sangre que se escurre


Noviembre de 1957. Hombres de sangre ardiente enlutaron la tarde. Sábado, a las 3:00 pasado meridiano. Don Felino, el dueño del barecito en la Loma de Stalingrado, sospechó unos signos agorantes de tragedia. Se lo dijo al propio Lolo Nuñez: «Es la tercera ronda de rones que vendo a tu compadre Lencho y quisiera que fuese la última que le vendo». Agregó una amenaza: «Tu compadre se pone majadero con mi hija y, si lo sigue haciendo, lo tundiré a trancazos».

A la mano, bajo el mostrador, tenía el madero. «No temblará mi brazo cuando se lo parta encima, amigo Lolo».

Al paso de las horas, la sospecha trágica se intensificaba. Entre cerdo y cerdo que el matarife destasajaba en su casa, regresaba horas más tarde. Hora tras hora y cumplía con el mismo ritual: elegía un disco de la vellonera de la barra, bolero descarnado de la época; se surtía del agasajo contingente de admirarla y apretaba sus labios para no soltar, con indeseada grosería, unas palabras que ofendieran a ella ni a su padre ni a clientela presente.

Sin embargo, son muchas las señales que delataran la pasión que lo carcome. Lencho no es listo. Es matrero. No verbaliza fácilmente lo que quiere. O lo que siente. Es más que solitario, traicionero. Mira con ojos lujuriosos que hasta el mismo Lolo lo reprende cuando Lencho visita su casa y observa que ni con doña Ana, su comadre, disimula sus lascivias y desalientos. «Lolo si tiene suerte y es más viejo», alega Lencho.

Mas Lolo Nuñez, vecino en Tablastilla, está en la inopia. Ana, su mujer, tiene tres hijas de un primer matrimonio. Lolo la hizo procrear cuatro más, los suyos. Al menos, cuando se acuerda, Lencho Colón es generoso. De algún cerdo que mata, lleva a la casa alguna grosura y calma el hambre de todos. «Aquí, compay Lolo, para que coman los nenes». Es que son siete, en total y, por de pronto, Lolo compra al fiado. Siempre lo mismo, la carne es lujo, máxime cuando no está empleado plenamente.

Lencho ha vuelto. Es el cuarto asomo suyo a la tiendita de Felino. Marca sus discos en la vellonera. Entrega un billete de diez dólares a quien, por su gusto, lo mandaría al demonio. Felino observó el gesto de escarnio en la boca de su hija. Lolo lamentó que el compadre abriera la boca vulgarmente, insinuando sus besos. Con la lengua se limpiaba los bigotes. Lleva unos tragos demás y en el pensamiento una muchacha, tan sensual y pizpireta que presupuso que le meneaba el rabito.

Y, si es así, ¿por qué estos celos?

Propuso una canción descorazonada para la vil ingrata. Pidió dos conitos de ron porque apuraba el primero sin inmutaciones. Así palo tras palo, el licor se escurría por su garganta con más velocidad que antes. «Esta Navidad no la paso solo», gritó ante Felino.

«Conmigo no será», murmuró la muchacha, casi evitando que su padre la oyera. Mas se hizo rotunda la osadía del borracho.

«A usted es que me refiero».

Don Felino respondió con el gesto de buscar la tranca y despedirlo a golpes. Habría sacado un machete. Por fortuna, a fin de evitar confrontaciones, el buen Lolo concilió el asunto con presteza. Tomó a Lencho con delicadeza por los hombros. Lo hizo mirar a su rostro; Felino ya sólo tuvo ojos para el fantasma de la hembra que le huía como Atalanta a Hílaco. Se envalentonaba y no lo convencía la amistosa persuación y serenidad de Lolo Nuñez. A los 40 años de edad, si bien se daba sus traguitos, éste aprendía del buen consejo, la necesidad y la mesura. Por el contrario, Felino era un tunante presuntuoso.

«Compay, ya, ya... deje éso. Usted no está para hacer amenazas ni peticiones. Anda bebido».

«Es que estoy loco por ella, Lolo. Voy a pararle el caballito a esa mujercita para que me respete».

«Ella le dijo que no, así que deje eso. Mire que bebido, sufre más».

«No me amenace con eso. Bebo para no sufrir. Es lo que haré, pararle el caballito a ella para que me respete».

«¡No, no! ¡Has perdido el juicio!», lo aguantó por un brazo para que no avanzara hacia ella y le diera una bofetada prometida, según lo que había dicho una semana antes.

Forcejearon.

«No me ofrezca más consejos, ya! Se acabó».

«No seas bobo, Lencho. Entiende».

Este epíteto de bobo lo ofendió más que su interpretación de que Lolo obstaculizaba su romance con la hija de Felino. Lencho buscó entonces el cuchillo con que clava la garganta de los cerdos después que da un marronazo sobre los cráneos porcinos para así atontarlos y que queden quietos.

No valdría otro consejo. Delante de todos los presentes, sacó el cuchillo carnicero y dio unas cuatro puñaladas al amigo. De repente, viendo con terror el cuchillo-matacerdo, empapado hasta el mango por la sangre de Lolo, dijo: «Lo hice porque es un entrometido, pero no quería hacerlo».

Un segundo de reflexión, al ver lo que había hecho y escuchar los gritos y clamores de todos, salió del lugar con el cuchillo en la mano. Lo vieron salir, rumbo a Tablastilla, los hijos de Andrés Pulga que azuzaron a otros mozalbetes de la chillería a ir tras él. Con el revuelo dentro del bar, se coló la noticia. Avisaron a Ana y llamaron un médico. Cuando huyó y se le vio por la muchachería, cuchillo en mano y el puño sangriento, no fue como se creyó por un momento, por estar cumpliendo con tareas del oficio o por examinar algunas porciones de carnes entregadas. Salía del barecito, no de un colmado. Su rostro estaba al rojo vivo y desencajado, casi con pánico, como pocas veces se le había visto.

Asesinó al compadre. Quedaron siete huérfanos.

Ahora, en Tablastilla, con una cajita de ataúd que Guilo Vargas hizo, el sótano se acabó de llenar. La casucha, hoy sí pareció estrecha e insuficiente. Se apretujaban en tal covacha, unos a otros, a más de los trece vecinos más compadecidos. Siete niños y la viuda. Lloraban porque mataron con cuchillo matacerdo a Lolo Nuñez. Se inquietaron porque su sangre salía de las heridas, incoagulable, y se escurría del cajón. El chorro era sonoro, no por mero gotear. Fue caudal de llanto lastimero. Se recogía en un baño de lavar ropa que se puso bajo el rústico féretro.

En un comienzo, la sangre salpicó el piso hasta que lo observaron e informaron con el grito de alarma. El cajón no está forrado ni el cuerpo embalsamado. No se estila en Pepino entre vecinos tan pobres. Los Nuñez, del Callejón, eran de esos.

Han tratado de enfriar el cadáver con hielo y sal, con lástimas y rezos. No se puede hacer más. Gotea la sangre. Gotea y se escurre.

«¿Cómo fue?», preguntó un curioso cuanto más quedito pudo. «¿Quién fue el que lo mató?» Se oyó la pregunta, sin embargo, como si utilizara un altavoz. Tanto fue el silencio que desafiaba el gotereo de sangre.

Aconteció que después que Lencho Colón, vecino del callejón de Guillo El Soco, entre las 2:00 y 3:30 de la tarde, destasajó unos cuatro lechones. Huyó del barecito de Felino, hombre pacífico, emprendedor, padre de Olga. El vendía, entre 1950 y 1955, cuanto podía. Surtía hasta al fiado. Cortaba el pelo, despachaba sus rones y vivía así, ajetreado.

«Agarraron a Lencho», informó uno que supo. Uno que tuvo el presentimiento malo. Es Felino. Se paró en las afueras de la casita del velorio en Tablastilla. Quiso que no se digan sobre el asunto rumores que no vienen al caso. Háblese propiamente sobre don Lolo y el lío de Olguita. A su juicio, murió como inocente. «Y a su asesino, yo mismo tuve ganas de sacarle los sesos». Sorprendentes palabras las que dijo. Un odio por Lencho se lo estaba comiendo.

Ejemplificó con don Lolo al especímen del hombre bueno traicionado por el amigo falso, el matapuerco. En resumidas cuentas, Felino salió y expresó pésames; pero tenía que saborear este gusto. Aclarar, defender a don Lolo, lamentar la situación de hambre y angustia que su muerte causara e informar el destino de Lencho, el causante de la vil tragedia.

El policía Echevarría se daba unas cervecitas, junto a Vitín Oppenheimer, cuando vio la avanzada de la muchachería. Estos dijeron que Lencho, ebrio y alucinado, corría como loco en escapada y todavía llevaba consigo el cuchillo carnicero. El arma del delito. Que mató a un buen vecino en Stalingrado. Echevarría se puso en vela para interceptarlo.

«¡Suelta ese puñal!», ordenó al encuentro de Lencho. Desenvainó la pistola de reglamento. Lo advirtió como dos o tres veces.

«¡Desármate! ¡Suelta el puñal!»

«No», él se negaba. «Es que no sé lo que me pasa. No sé ni lo que he hecho».

«Tira el cuchillo al suelo porque voy a esposarte. Mira el revólver con que te apunto. No huyas porque te doy un balazo. Si avanzas, te corro a tiros y te vacío el arma en tus espaldas», explicó el guardia.

«Entonces lo rindió y se lo llevó en su carro, esposado como reo», terminó de contar el tendero.

Y, según continuaron los rezos y los pésames, importaba saber por qué un compadre mató al otro. Ciertamente, otra vez sería don Felino quien deseaba decirlo.

«¿Quién es el culpable y cuál es el motivo?», indaga la gente, parentela y curiosos. Llegan hasta del campo por afán de saberlo. Y, si es la prensa, con interés en el caso, Felino se hace indispensable como el cuchareta que lo sabe todo; alegando, por demás, haber vivido con sus ojos protectores en Olguita, la hija suya que, por linda y juvenil, rompe corazones y a todos encandila cuando va por la bajada de Pueblo Nuevo.

Con delicadeza y suspicacia lo ha dicho. Alguien enamorado a lo divino, residente en lo profundo del Callejón de Guillo, es el asesino. Confirmó que el fisgón de Olguita se enceló porque lo que su hija tiene de diablesa, también lo tiene de niña protegida. Por su causa fue que vivía entre infeliz y contento. La espíaba al observarla parada en la Loma de Stalingrado.

Y, es verdad, Olga es bonita, alegre, coquetona, mas a nadie suelta prendas todavía. Es la hija de don Felino quien tuvo a Lencho como ajíaco. Es la espinita clavada que lo angustiara porque, como filosofara el muerto en vida, «las felicidades perfectas no existen, ni muriendo».

Lencho se quejaría con el compadre. «Me desanimas; me estorbas mis amores». Lolo dice que no es cierto, sólo que del propio acusma de su alma es que él toma sus recriminaciones y las tuerce y no las racionaliza. «En amores, no maduras, Lencho. Te portas antojadizo y vas para viejo».

En más de una ocasión, se justificó: «Estoy loco por ella. Hago cualquier cosa por tenerla y hacerla mía esta Navidad».

«Malo, malo; pero cada cabeza, un mundo», supuso.

«Tú dáme por mi lado; díle a Felino que soy bueno».

«Mejor callaré, compay, porque con las cosas de padres e hijos no miento. Un consejo, si quieres, deja eso. Olvídate de quien ya te cantó muy claro, que no te querrá nunca».

Comenzó a sentir el dolor de los celos pues la hija de Felino sonríe a todo el mundo. Lo ha escuchado y no lo quiere creer. No soporta que ella le sonría a ninguno que no sea él. Lencho, además, tiene un hijo abandonado. «Es mala gente», le dijeron, nunca Lolo. Es evidente que él es irascible, posesivo. Se informa solo. Se le va la lengua cuando bebe. Tanto que, con respecto a Olguita, dijo que le gustaría convencerla de que se ande con cuidado. Si es que ha de ser suya, «mejor que no sonría tanto, porque yo la quiero pa' mí y para que sea madre de mi hijo».

Don Lencho, tras veinte años de prisión, buscó a su compadre. No recordaba que lo había matado. Repasó, en medio de pesadillas y alucinaciones, la última conversación que con él había tenido. Recordaba las palabras de su amigo.

«Estás mal, compay Lencho. Te irá mal si buscas a esa muchacha tan joven y jariosa. Tú no le interesas y lo dijo a su padre. No es a tí a quien ella quiere».

«Pues eso me lo tendrá que decir a mí».

«¡No la busques más! No sufras con ese embuste de que puede quererte».

«Que venga y me diga que no soy hombre pa' ella; si tiene otro pretendiente que lo vaya largando, porque le voy a quitar la cabuya que ella se da por caliente».

«Es que, por joven y en la edad de marido, son muchos los que la rondan», insistió Lolo.

«Pero aquí hay hombre y mejor que yo ninguno», dijo el enamorado.

Había sufrido otra pena de la que tenía muy confusos sentimientos. Mientras cumplía su condena carcelaria, a Freddy, su hijo, le dieron 20 puñaladas. Entonces, se preguntaba cómo pudo haber sido.

«¿Dónde está viviendo mi compadre?», pregunta Lencho. No recuerda que lo mató hace 20 años.

«¿Qué le pasa Lencho? Los muertos ya no perdonan», le dicen.

«Yo maté a uno, no a dos. ¿Por qué vienen a joder conmigo?»


El pueblo en sombras / 14

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