Thursday, September 11, 2008

Como una amazona


a Luisa Bottari Rico

Decía Paula Rico Cardona, esposa de Don Eleuterio, que su hija le salió vaga y cachorra. Se refería a Luisa Bottari Rico. Muchas quejas se dieron por causa de rumores. Las verbalizaron las familias García, Oronoz, Rivera Alers, Yparraguire, Echeandía, Rodríguez Rabell y otras, en fin, gente que siendo de la clase propietaria, católica y conservadora, vio que la muchacha crecía con abundancia, pero como liebre salvaje en Piedras Blancas.

Nacida entre los fundos agrícolas de Eleuterio Bottari Brigalio, Luisa parecía la plenitud del espíritu mundano y auto-estima ensanchada con libertad a su paso.

Supieron muy poco y casi ninguno sobre el por qué, en 1899, don Eleuterio emigró a Puerto Rico. Un hermano suyo y él, nativos del Sur de Italia, pisaron la aduana de Ellis Island; pero el más joven, Eleuterio (nacido circa del 1865), cambió de rumbos. Llegó a Pepino. Se enamoró de esta tierra. Supo que habría un edén en los campos. Se obsesionó con la isla borincana que invadieron los americanos. Quiso trabajar con la tierra, criar caballos, oler a frutas, a cascajo, a montes. Y, para alegria de los Rico-Bottari, lo hizo.

El tenía poco menos que 35 años cuando vio a Paula Rico, bella muchacha, flor de linda cepa y de 18 años. Es hija de Braulio Rico Martín y Moreno, español.

Y siendo la edad suya el doble que la de Paula, se enamoró y se casó con ella a pocos meses. Como un niñajo caprichudo, dijo a don Braulio: Io sono completamente nell'amore con quella ragazza, se non posso ottenere sposato con Paula, appena possibile, io morirò.

No tardó en preñarla. Se la comió con gusto en los montes de la cama. Fue una concha de rica sensualidad para sus huesos. Fue un premio de alegría para su alma. No obstante, nació así el dolor de cabeza de su casa, Luisa, linda como la madre. «No, aún más linda», dijo Eleuterio.

Y el italiano la consentiría en todo. Un dia, al rico terrateniente, por soñar qué nuevas alegrías daría a doña Paula y su hija, se le ocurrió traerse un Ford, el primer carrazo que pisaría las tierras pepinianas. Haría, como familia, historia, por aquellas calles apestosas a mierda de caballo, repletas de baches y agujeros, carentes de aceras y acueductos.

Como ya el Viejo Eleuterio tenía su auto, la muchachita le solicitó:

«Papá, quiero mejor tu caballo negro y tu caballo blanco. Quiero aprender a montarlos».

«Son briosos, muy grandes, para una piccola ragazza», le dijo, besándola.

Tarde o temprano, lo que anhelara, Luisa Bottari lo obtendría. Es que se transformó en una mujer adorable, espléndida por su silueta, su busto, sus nalgas. Derrite a quien se asoma a su mirada. Tiene carácter y, en ese cuerpecito esbelto, su portento de energías.

Por demandas de costumbres en la época, muy jovencita, le dijeron: Cásate. Le asignaron hasta el varón, según su clase. Y ella dejó la hacienda de Piedras Blancas de Bottari, su padre, y terminó en Juncal, barrio hacia el sur, más profundo que Eneas y Cidral, colindante con las fincas de Echeandía en Magos, donde pronto el plan matrimonial dejó de perfilarse a su gusto. La mujer debe cuidarse. No vestir en pantalones. La mujer fina que no alimente cerdos. Que no tome la cabeza de un gallo ni les bese la cresta ni el plumaje.

«Pórtate bien. Has llegado a la casa de García. Debes visitar con nosotros el Casino e ir a la misa, aunque sea los domingos».

Habría querido verse mucho más libre, como antes, soltera, redescubriendo los huevos de las gallinas ponedoras, vaciando latones de alimentos para un corral de puercos. Le gustaban las flores, el viento aromado que penetraba el campo, tirar peñones, o pedruzcos con atinado pulso al río, dibujar los movimientos de ondinas en las aguas fluyentes de las quebradas y charcos.

Por eso, sólo por eso, rememoró la viuda de Eleuterio que Luisita es vaga, cachorra, una liebre veloz y a quien solamente el cansancio y la fatiga han de llevarla mansamente a los brazos de quienes la aman. Es independiente. Ama los caballos más que al coche que se le trajo de regalo. Luisa se ejercita por instinto. Es una amazona griega. Guerrillera o gladiadora romana metida en los huesos.

Esta jibara de Piedras Blancas, sin duda, es preciosa, tiene una negrita vacilona, duendecilla fabricada con fuego serpentino, en medio del corazón. Es cachonda, a veces imprudente.

De hecho su esposo Enrique se apesadumbra, aún queriéndola. Da su queja.

«Luisa es lúbrica, algo libidinosa».

En realidad, él ha querido decir que es ardiente y que no da la talla. Se cansa. Tiene sus preocupaciones. No está para desvelarse. Ella no es lo más importante. Si lo acosa, él se hastía.

Ella le pide que salgan y viajen juntos. Que es hora de ir a New York, ciudad que llaman la perfección de Babilonia, La Gran Manzana. Es hora de ver a los puertorriqueños que se han ido al Bronx y ver unos primos suyos, porque allá aún vive su tío. De hecho, según ha sabido Don Enrique, este tíazo es un capo del crimen organizado. Con él no quiere vínculos.

El ingeniero explica a la cachorra y malhablada potoquita qué sucede en el mundo, en la isla, en los Estados Unidos. Le dijo, por ejemplo: «¿Qué... no sabes? La Depresión aún no acaba. El mundo se está llenando otra vez de resentidos, trotskistas, quadristi fascistoides, la Tercera Internacional pide que se inciten más revoluciones, el Congreso no quiere japoneses ni inmigrantes. Gente que desata quemazones y mata a presidentes».

«Pero, ¿qué me dices a mí, Enrique, si no sé nada de eso?»

«Que no hay dinero. Ni en el Pueblo de Pepino ni en el mundo... Y apenas hemos podido terminar el Acueducto Urbano y la Planta Eléctrica de Riverita no da abasto para alumbrar los campos. Tenemos que comenzar el progreso en este pueblo... Tú sueñas mucho, mijita... Sí, es cierto que hay que salir de los trapiches, pero que sea poco a poco. No todo el mundo puede comprarse un tren, un Ford, alquilar aviones, comprar uno y pasearse. La miseria nos come como pueblo».

Tomó un periódico de un taburete y le dijo: «Léete ésto: acaban de predecir 'A new US Market Crash' y viene fuerte, desatará en el mundo depresiones».

A Luisa no le importa qué suceda. Sí supo que el invento del siglo que conmueve a los aventureros y valientes son los aviones. Ya se sabe que han volado sobre el Polo Norte (italianos como Umberto Nobili), desde Noruega a Alaska y, al reflexionar sobre el vaticinio del USA Market Crash que adviene («¿y qué me importa?»), al lado del titular que lo destaca se menciona que Charles Lindbergh ha volado solo sobre el Oceáno Atlántico. Se siente incomprendida y malinterpretada oído el hecho de que su esposo crea que pedirá como obsequio un avión de Floyd Bennett o Nobili.

Tan desazonada la puso él que soñó en la noche que tenía un caballo que volaba. Y se levantó al otro día, temprano en la mañana y se fue a los establos. Iría al Pueblo. Montó un caballo negro que había sido de su padre. Se puso unos ceñidos pantalones, una camisa azul de Irlanda más grande que su talla, se arremangó y, asiendo de las crines al caballo, jineteó desde Juncal a campo abierto. Al no llevar brassier, sus formados y turgentes senos se agitaban. Sentada a pelo, su nalgatorio fue agasajo. No estaba en cueras, como Lady Godiva, pero, a los 25 años, Luisa Bottari se asemejó a una diosa, con su pequeño moño trenzado, porque su cabellera no fue tan larga como pedía su marido y la madre de éste.

«La mujer fina no debe cortar su cabellera ni dejar que su busto se descote. Ni subir a un caballo a horcajadas y a pelo. Ni andarse sola por caminos rurales», pero ella lo hizo. Y no sería la última vez.

Son los tiempos del Alcalde Antonio Sagardía Torréns. En 1927, fue que admiraron su galope por primera vez. A las diez de la mañana, Chilín Echeandía y Getulio, su hermano, dialogaban en plena esquina, en punto tal en que se juntaban las calles Padre Feliciano y la M. J. Cabrero.

Y, sólo Getulio se echó al lado cuando vio el galope de la mujer. Chilín se hizo el gracioso; se quedó en medio, como si quisiera atajar la bestia y hacerla que ella frenara con un jalón de las crines. Antes de que lo hiciera, poco faltó para que el caballo lo botara y derribara sobre el rústico pavimento.

Ella oyó lo que él dijo:

«Bestias, par de contrayaos».

Dio vuelta en regreso. Retrocedió el camino galopado y buscó al emisor del comentario.

«¿A quién carajo llamó los contrayaos?», preguntó ella. Ahora es Getulio, quien sonríe.

«¡Ah, la mujer del ingeniero!»

Chilín ya había sabido, por rumores, que doña Luisa y su marido discutían. «Habrán tener problemas en la cama por causa de esta mula, la italiana», pensó mas sin decirlo.

«Casi me echas el caballo encima», se quejó él.

«¡Pues quítese del medio y no estorbe el camino!»

«¡Bien se ve que lo que necesita es un macho que la dome!», ripostó; pero la examinó de arriba abajo y decidió, corazón adentro que le daría su escarmiento. La agresiva soberbia de ella lo flechó.

«Sí, yo la domo», meditó aunque haga que la reputación de los García se hunda en fango. Es que había, cerquita de la esquina, sus curiosos. Oyeron lo que dijo la criollita italiana, ¿a quién carajo...? Que sepa el pueblo, desde hoy, al hijo de Cecilio Echeandía, a la cepa de Font, Vélez y Mendoza, nadie le da carajos por respuestas. Se le trata de USTED, ni más ni menos, aunque les arda la boca o le sangren las encías.

Unos días después, Chilín comenzó a espiarla. Le mandó recaditos amorosos. La buscó por sus rumbos. Dijo que le preparó un nidito de amor, en rancherones avivados por palomas. En una casita azul, él la esperaba. Y, maravillosamente, Luisa fue, accedió al fin y ambos se amarían como tórtolos, porque los dos rabicalientes parecieron hechos el uno para el otro.

Este amor hizo escándalo. Se juntaron y los García sufrieron y echaron la culpa a los caballos de Bottari, cuyos enormes falos implicaban que las hembras de la hacienda estaban en celo permanente. Y con estas puyas le dijeron a Paula Rico: «Lo que sucede es que esa hija suya que le dio al italiano es una ramera desvergonzada. Ustedes han perdido el orgullo».

Siempre se justificaba a los varones.

«No es culpa de Luisa, señora García; Chilín la persigue».

Y pasaron varios años. Los amantes seguían juntos. Ambos cómplices, como Bonnie y Clyde, creando disparates y escándalos, dándose amor y sexo, riéndose de las miserias / depresiones que vaticinó el Ingeniero García por leer las portadas de los diarios como si fuese la biblia del absolutismo burgués y económico. O el pragmatismo benthaniano

Mas no se había equivocado: «In 1929, the stock market crashed, begining the Great Depression». Getulio Echeandía atrajo, como imanes de simpatías a sus iguales, politicastros del colonialismo. Y, con grandes picnics en el campo, llegaba la gringada de La Fortaleza, terratenientes ausentistas e inversionistas millonarios. Incluyendo, por supuesto, al Gobernador americano. Después de los años en la Alcaldía de Sagardía Torréns, el Pepino de la Depresión más aniquiladora organizó un clan poderoso, asociado al Gobernador Teddy Roosevelt, a los Morgan y los Vandervilt, ecos de Tugwell y Winship.

Más que el mismo Cecilio, su padre, Getulio es quien más conectado estuvo. Es el Imponderable Cocoroco, un gígolo, seductor / mandamás de corazones / traidor con plata. Administraba ya millones de dólares de su peculio heredado cuando el grueso de la población pepiniana (y de todo Puerto Rico) lamía calderos, empobrecía, perdiendo lo que tuvo y boqueando en los matorrales y en la nueva labranza, el monocultivo cañero.

Getulio era personero / representante de capitales extranjeros, uña y mugre de Teddy Roosevelt. El nacionalismo de Albizu Campos no lo asustó jamás.

Ni el socialismo de Santiago Iglesias.

Ni el populismo de Nito.

2.

«Te voy a necesitar, Chilín. Háblate con Fundador Cubero porque ésto es muy secreto», dijo.

«Estoy para lo que me digas, hermano», ripostó Chilín.

«Te entretuviste suficiente con Luisa. ¡Déjala ya! ¡Cóbrate la insolencia que nos dijo!»

«Sí. ¡Recuerdo que nos mandó al carajo y me echó un caballo encima!»

Para proceder, ya que hoy Luisa Bottari estorbaría su trabajo político, los nuevos desafíos que tiene La Colchoneta y La Mogolla, Chilín la citó a solas. Habría podido citarla en otro lugar que no representara ese nidito de amor que ambos fabricaron. Es ya una casita limpia y bien acondicionada. Y Luisa, tan hacendosa, la adornó con flores, y compró unas suaves cortinas, y todo huele tan primorosamente, como su carne cuando se bañaba en cueras delante de él que le besaría de los tobillos a la rabadilla y, en sube y baja de lamidas, y le acariciaba los pechos, después de clavarla por donde se le place:

«¡Potoquita, mi única potoquita!», la chulea.

Hoy no habrá dulzura. Es el día de la separación.

«¡Me dieron un nombramiento grande y peligroso!», dijo a Luisa.

«¿Y qué?»

«No quiero involucrarte. Coordinaré la Ganga de los Siete Puñales».

«Yo no tengo miedo a nada, Chilín», aclaró Bottari.

«De todos modos, no quiero que estés».

«¿Te lo ha pedido tu hermano?»

«No. Tomé la decisión. Es más... me aburrí de tí. Dejé de quererte».

«¿Me mientes? Todavía hoy me tomaste, me besaste del tobillo al culo, te vuelves una marota cuando estás conmigo y me dices... 'dejé de amarte'?»

«Sí, porque es la verdad. Tengo otra mujer, otra que me gusta».

«¡Tén más güevos y díme que no es cierto! Sé más hombre, carajo!»

Soplándole un bofetón al rostro, Chilín repuso:

«¡Es la última vez que delante de mí y refiriéndome te oiré la palabra carajo. La próxima vez que me la digas te juro que te mato», la amenazó.

Y, oyéndolo con los ojos encendidos de coraje más que de llanto, Luisa Bottari salió de la casita. Su escondido nido de amor entre matorrales. Fue a un corral de cabros y gallinas, donde tenía un machete. Se hundió entre un montezuelo de bambúas y cortó dos con suficiente largo y grosor para que cupiera en sus puños y se manejara hábilmente su peso. Después volvió rumbo al nido de amor.

«¡Chilín, Chilín! ¿Todavía estás ahí?», gritó Luisa a todo pulmón.

Vio que de un tirón él abrió la ventana, a la que ella puso sus coquetas cortinas de seda. «Te dije que te fueras. Ya no somos nada».

«Venga acá, carajo. Que el bofetón que me díste como despedida me lo voy a cobrar hoy, por si acaso no te vuelvo a ver».

«¿Qué te traes, potoquita? Mira que yo todavía tengo orgullo. Soy flor y nata de este pueblo. Tú, sin mí, ya no eres nadie».

«¡El orgullo del pueblo me lo paso por la tocineta! ... pero ven para acá, a ver si vales algo».

«Contrayá mujer, ¿qué te traes? No me enojes» y, al fin salió mientras ésto iba diciendo, prometiéndole unas nuevas ensartas de gaznatás.

No había terminado de aproximarse a ella, cuando Luisa tiró a sus pies una de las varas de bambúas que había cortado en el monte. Se quedó, con la suya, bien en guardia.

«Dáme una tunda, carajo, porque si no te la voy a dar yo».

Chilín superó el instante de asombro. La campesinita, a la que él llevara al menos dos pies y medio de estatura, lo humillaba por segunda vez. Esto ya merecía su perro odio.

Y, pese a que la quiso golpear, tundir en serio, fue ella quien le resonó un fuetaso en sus orejas. Sabía dónde golpear, el punto frágil y doloroso, cómo agotarlo y enlentecerlo. Apena él la rozó. Luisa era una liebre y una avispa brava, impredecible, y con la vara le rompió unas costillas, le hinchó la nuca, las clavículas; lo hizo revolcarse con dolor y contusiones que lo mantuvieron en cama tres semanas.

«Tú no sabes pelear ná. No sé porque Getulio te quiere al frente de la Ganga de los Siete Puñales».

Calentaba el agua, cortaba y empapaba unos parches con ungüentos. Ahora, piadosamente, atendería a Chilín para curarlo.

«De valiente no tienes un gábilo, necesitas matones y pistolas».

Según lo iba curando, estudió el rostro suyo.

«Eres guapo, malote, me gustaste; pero hasta hoy me fijé que tienes unos ojos traicioneros».

Luisa vio que Chilín convaleció con sus cuidados. Ella le cocinaba, lo alimentó con una cuchara como si fuera un niño porque le hinchó las muñecas y los dedos cuando lo molió a palos. Un día ella no llegó. El le esperaba. Quería bañarse y que ella lo vistiera. Amanecía cada noche con la pinga en arrecho y, ella ni pensar que accedería a tocarlo, después que le dijo: Me aburrí. Dejé de quererte.

No volvió. Ella se fue al Bronx. Quería ver los aviones, recibir la lealtad del hampa.

Chilín mismo dijo a su familia de Pepino: «Ella está bien», porque se fue a verla.

Luisa prosperó. Tuvo un bar-restaurant cerca de la Casa Hernandez y otros dos edificios, uno lo ocupó su joyería. Vendía diamantes, rubíes y esmeraldas.

Después de 28 años en Nueva York, rica y millonaria, la jibarita regresó a Pepino e hizo cuanto le gustaba, criar puercos y gallinas, vender su joyería y, sobre todo, trabajar con sus manos.

Enero 2006 / El pueblo en sombras / 6

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