Sunday, December 16, 2007

Ahí va don Medi

Ahí va Don Medi monta'o en el hijo:
Dicho popular en San Sebastián durante los años de mediados del '50

En la Calle del Bacalao, en el sector mismo (Pueblo Nuevo) donde un cohetero embrujó una casa, vivía un hombre que fue costal de penas. Con mucha humildad se condujo en los años en que su hijo hacía su servicio militar en Corea. También se recuerda que Don Nicomedes Cruz tenía poco más de diez cuerdas de conuco; sin embargo, por causa de sus rachas, se vio sin jornales de paga ni aperos ni medios para cultivarlas. No lo ayudó nadie entonces. Difusa fuente de sus enojos que a veces parecían auténticas angustias. Antes sí, fue asunto diferente. Tuvo su muchacho fuerte, el que se fue a la guerra. Lo llamaron y fue. Previamente, Don Medi se ejercitaba con él hasta sacar algún fruto a la finca de Planas.

Para 1953, con algo que la tierra y sus animalitos produjo, se compró una casita, seto con seto, casi anexa a la casa de Bachichi, el cavador de pozos sépticos. Al paso de los meses, otra racha. A la mísera casa se presentó La Muerte. Dio su recado solemne. Dijeron que la presencia fúnebre llegaba de Corea. Una madre quedó desconsolada. Don Medi, don medes por nico, salió a la calle con gritos. «¡Dios del cielo! ¿Por qué me quitaste a mi hijo?»

La madre se vistió de luto desde el día que supo. Le entregaron una gran bandera multi-estrellada. Bandera por la que el hijo dio la vida. A pocos meses, después de sepultado su cadáver, en féretro que viajó desde Corea a Norteamérica y, finalmente, de San Juan a Pepino, a la familia dieron 10,000 dólares, que son miserias de Dios y de los gringos, según dijo Don Mede, don medi por malagradecido. Y echó sus nuevos gritos: «Dios del cielo, ¿por qué me quitaste a mi hijo?»

Unos meses más y, quienes reconstruían la casa de este campesino, observaron un reloj Bulova, reluciente, en la muñeca de Nico, don Medi como le dice el vecindario en la Calle del Bacalao y en Planas en pleno. Los zapatos que calza por las tardes son nuevos. Brillan sin haber sido lustrados ni una vez. Don Medi utiliza ya hasta espejuelos. Espera que lo miren; va siempre callado como si de veras lo demoliera el luto por el hijo perdido. No es que se haya vuelto parejero y antipático. Sólo que espera ciertos saludos, al menos condolencias, y no abrirá la boca antes que lo distinga otro, porque, aunque pocos lo saben, ya no tiene un conuquito miserable, o meras diez cuerdas terreras. Tiene tres veces más. Todo cuanto se venda en el agro de Planas (ya lo ha anunciado) ha de ser suyo. Es lo que ha querido ser: ¡Terrateniente! Y, come de los yautiales, ñamizales y sembradíos de gandules, que Fabián el Lila y otros pocos peones le cuidan en el campo.

Ahora lo que Bachichi Ramos, su vecino, Doña Modesta, bordadora y su taller de agujas, que son esencialmente sus hijas, más admiran es el jeep, color aceitunado, que Nicomedes estaciona delante de la casa. La mujer de él, en luto perpetuado, se peinó con un moño que quisiera alcanzar el techo, verse a la altura del retrato que cuelga lo más alto posible en la pared de la sala. Es su hijo. El veterano. El héroe de Corea.

Esta vez del jeep bajó una pareja joven, Fabián y su mujercita. Al peón lo llaman El Lila, porque su piel está curtida de sol y manifiesta una tonalidad extraña de violeta, pigmentos de melanina que brillan en la noche. Tiene un color de sortilegio que a la jibarita la mantiene en permanente menstruo. Informó quien cavó una letrina para Don Medi que a la Calle del Bacalao, con su remodelada casa, se ha añadido cierto lustre y, a sotta voz, indica el fontanero que la mozuela de Fabián destaca por una silueta encantadora, sonríe sin timidez, no parece hacendosa. Es una muchacha linda que no merece los harapos que víste. Lo refraseó el mismo Nico. Ayudará a esa pareja de recién casados porque Fabián es un jíbaro bueno, tranquilo y de confianza.

Urgía un cuartito de renta para la pareja y lo halló con Braulio Vélez y, al fin, se mudarán. Les preparó una cena de arroz con gandules. Una faena en que su mujer no tomó parte, ni desgranó ni una vaina. Mas comió como una autómata. No dio las buenas tardes ni las buenas noches. Se levantó a media cena y se fue a la sala, a solas. Nico hizo un gesto que significaba. Dále, pichón. Está loca. Más importante: vio que su invitada comía con placer y le daba sus miradas de soslayo cuando su mujer, de moño alto, con el rosario en las manos, se comunicaba con su hijo, alcazándolo con su imaginación casi en lo alto, sobre el techo. «requete-elevado para que esté más cerca de Dios».

«Don Medi, ¿qué hace su señora?», abrió la boquita la mujer de Fabián. La presencia del luto que guardaba la cohibía.

«Rezar. Desde que murió nuestro hijo, ella vive casi en silencio. Me desatiende, ¿me comprendes?»

No son tontos.


Ni la muchacha ni él que ha sabido sacar la máxima raja de la compensación financiera que le dieron por dar a la nación su primogénito. Cuando dijo que su esposa lo desatiende, casi suplicó con los ojos lascivos que intersecara su mensaje... La mujer de Fabián ya sabe que ella le gusta y don Medi / por me deja sin aliento / ha entendido que Fabián no provee a la mujercita ni enaguas ni pantaletas. No la acicala como debe, siendo que es pizpireta y vanidosa. Don Medi filtra su mirada por las transparencias de su pobre vestido; adivina las nalguitas carnosas. Para subirla al jeep la asió por los costados. Sintió la desnudez de sus muslos y chorros de electricidad que repercutieron en sus gónadas. Entendiéndolo así, indirectamente, les promete sus progresos a ambos. Urde sus convocatorias íntimas (si, con ella y por ella) siempre en presencia de Fabián El Lila, para no hacerlo menos. Piensa: «Algo de ese cuerpo es ya mío».


Después de convidar la cena y dar la bienvenida, Don Medi nombró al peón el capataz de sus terrenos en Planas.

«Voy a tratarte como al hijo que perdí».

Fabián sonríe. Ajeno a toda maldad, pela el pleno de sus dientes y a su mujer no le gusta. El tiene las muelas podridas. A veces de su boca sale mal aliento y, por más ganas que ella tenga, esto es, de vérselo encima, penetrándola, lo rechaza. Don Medi, sin embargo, se arregló la boca. Come bien. Ya se preocupa por la imagen, se perfuma y se pasea en su jeep, aunque ya ha oído un rumorcillo de la envidia que inspira por causa de la camioneta americana, digna de los terratenientes.

«Ahí va don Medi monta'o en el hijo».

Antes de mudarlos al cuartel de habitaciones de Braulio Vélez, con menos de $4 pesos al mes que don Medi paga, antes de bajar los tiliches y la única riqueza del matrimonio, su colchoncito sin catre y la estufita eléctrica de sólo dos hornillas, les programó la vida.

«A las 4:15 de la madrugada, ya estoy despierto. Quince minutos después iré por tí, Fabián. Tú ándate listo. No me gusta que me hagan esperar. Cuando estemos en la finca, será de las 5:00 o 5: 20 de la mañana, tomas nota de a qué hora llegan los peones e inician sus faenas. ¿Cuántos sacos de ñames entregan cada día? ¿Cuánta es la producción de yuca y de yautías? ... no descuidemos las gallinas ni las cerdas paridas... Tú sabes que este trabajo que te doy no es matarse; peor te iba en el corte de caña, ¿verdad? ... Mañana vengo por tí a las 4: 20; hago mis gestiones en el Pueblo, te llevo desayuno, me regreso rapidito y a hacer que el campo florezca».

Y la rutina se sucedía de este modo por años. A la segunda semana, tras dejarlo en el centro mismo del conuco, donde había una choza, la antigua casa de Nicomedes Cruz antes de comprar en la Calle del Bacalao, el segundo destino del patrón era la casa de Fabián El Lila. En las tiendas de Los Cruz, parientes suyos en el Sector Pueblo, iba y compraba pantaletas para la ahijada. Al ahijado, sin fortuna, no le compraba nada. A la mujercita que le abría la puerta, entre 6:00 y 6:10 de la mañana, la tendía sobre el colchón que Fabián había dejado ya en candela y ella respondía, con tal de verse al final con bragas nuevas.

¡Cómo disfrutaba el patrón aquel cuerpo tan joven y hermoso! El mismo la vestía y desvestía. ¿Y quién como testigo? La camioneta verde, quizás. Allá, la pared de cemento. Una salita y la cortina. Abajo, sus dos cuerpos, dándose cuarenta minutos de agasajo, complicidad, lujuria; hasta que al año de mudarse dijo por el camino, muy felizmente, Fabián a su patrón: «¡Don Medi, mi mujer le dio un nieto!» y sonrió, con esa boca y dentadura, que a la muchacha no gustaba debido al hedor de las muelas picadas y la gastritis.

Don Medi lo abrazó. El pagará la atención médica que el alumbramiento implique. El atenderá los antojitos de la futura madre. «Te voy a dar dos pesos más. Mas no descuides mi finca», le dijo, sin que sonara a amonestaciones para el tonto. Y la rutina se sucedía de este modo por años. A las 4:20, rumbo a Planas; a las 5:00... Y, al segundo año, nació otro hijo y nada de lila o lilo. Nacían tan blancos que don Medi sentía miedo de echar sus palos mañaneros con aquella trigueñita, color café con leche y verla en bragas rojas antes de abrirla como una tijera, chupar de su bollo en profundo. Ahora, antes de metérselo, urgiría alternativas.


Mas ella, cada día se hacía más hermosa y cachonda. Todavía siendo infiel, no se pensaba una perversa. Defendió el ano con la igual terquedad con que Fabián lo pidiera en la noche de bodas.


El siempre, arrodillado atrás, clavándola bajo las nalgas. En el brete de amarla, seudo humillado, por su mujer que verbaliza picardías, sabía cuando su boca hedía y ella, repugnada, le pujaba sus pedotes en los güevos. «¿Sabes por qué lo hago, Lila?»

No que Nicomedes fuera a jugar con sus niñitos. O que cayera necesariamente en la chochez de viejo, o que deseara sentirse abuelo con sus propios hijos. O perpetuar mentiras en la casa. Va de lucidez en lucidez: no conviene que la reviente de partos y, por sugerir opciones, preguntó a ella: «¿A él das de lo otro? ¿Te come el culito?»

«No. Es un gran pecado», musitó ella.

«Pero el mal está hecho. Quiero ese último pecado», respondió él. Le dio la opción de pedir algo a cambio. Ella sucumbió al enunciarlo. Cederá el ano también si los hijos de ambos heredaran la casa de hormigón en la Calle del Bacalao. Y don Medi se dio gusto entonces, prometiéndole que si su mujer muriera primero que él se llevará a todos a ocupar la casa. Y aún quitará la bandera americana y el retrato del muerto que cuelga del seto.

«¿Alojarás a Fabián en la casa de ella?», preguntó la mujercita.

«¡Carajo como no, si con él te he comprado!», contestó. No quiso que ella abriera los ojos de su entendimiento a tal grado de que supiera que el Lila puede que sea estéril. Pobre peón, como una llaga violeta, cada día lo ve más tonto ante sí y, ante el vecindario, cornudo...

Al saberse del segundo nacimiento, los vecinos con socarronería daban a Don Medi las felicitaciones. Sabían que el bebé, seguramente, sería suyo. No bien se arrancaba en el jeep, sea cual fuere su rumbo, la gente del callejón susurraba: «Ahí va don Medi monta'o en el hijo».

Del libro Leyendas históricas y cuentos coloraos
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