Y el Ciego, a quien llegaron las consoladoras,
los agentes migajeros, los interrogadores,
en medio de una calle bostoniana,
sintió que quien decía «Curaré tus pies».
Una mujer acercó una ollaza con senda cobertaza
y se convirtió de pronto en otra bruja.
De pronto se vistió con un manto de hermosura.
Se había predicho: sería como dama,
deliciosamente perfumada, elocuente y serena.
Y ella advirtió:
¡No escuches lo que te diga una Hada!
Todo su mundo es falso. Su fondo es la inconsciencia
colectiva, el depósito de la perversidad milenaria,
caldero del asco del viviente, historial del pánico
que va arrastrando un pueblo que no quiere aprendizaje,
ni justicia ni lavado de sus pies en justa palangana…
Ellas son brujas. El sucio lo acumulan, lo guardan
y lo devuelven cuando pides la dicha, menos esfuerzo
en el oficio de sobrevivirte. Ellas siempre hablan
de trabajo, de sacrificios, de seres torturados.
Representa un modelo intemporal.
Te dan el atavío lujuriante de un optimismo ingenuo:
Te prestan un vestido y las sandalias por un rato,
pero deben correr a devolverlo todo
antes que sean las 12:00 de la noche.
No yo, así las brujas que se llaman Madrinas /
seudosocias / Comadres / protectoras del ente
Ceniciento, fatalista, embrutecido.
Soy distinta. Vengo y curo tus pies
y me voy, con el consejo: ¡No confíes en las hadas!
¡Son las brujas de Walpurgis, las mismas que devoran
la existencia, perpetuando el dolor en camuflaje!
Canto al hermetismo / La casa embrujada
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