Pero yo, ciego en apariencia,
con ojos visionarios estuve al oído,
no en sordas penumbras de hermetismo,
cuando Jefferson redactaba el documento,
la Declaración de Independencia.
Yo le hablé sobre los negros y su esclavitud infame
y, a contragusto mío, triunfó la frase timorata,
insuficiente: igualdad de todos ante la ley.
E insistí yo: Mr. Jefferson,
anota que los negros sean parte
de esa igualdad de todos, dílo claro.
Escribe que no exista esclavitud ni latifundios
que se levanten a expensas
del derecho del indio y del esclavo
porque hay quienes tienen ojos y no ven;
hay quien los oye llorar y maldecir por causa
de su yugo y el recuerdo de que llegan en cadenas,
arrancados de sus patrias ancestrales,
y teniendo oídos no oyen y, si es que tienen alma
o consciencia, no se compadecen.
Dí claramente que la América soñada
es revolucionaria, anticolonial, antifeudal,
inclusiva, sin discriminaciones. Haz que exista
el negro, ese fantasma del trabajo, házlo libre.
Dílo claro, mata ese hermetismo, tentación
de enemigos y piedra de tropiezo para el Gran Proyecto:
Cien mil negros ya son revolucionarios y se han unido
al Comandante Washinton; tén ojos para escribir
han de ser libres, tén la boca para llamarlos hermanos;
voluntad para darles las gracias porque van junto
a nosotros, en batallones libertarios; son cien mil
hijos de la nueva patria, la Nación, América la hermosa.
Establece que los indígenas que en el Sur de Carolina
desafiaron a británicos, con ejemplos singulares
de su rebeldía, serán nuestros primeros ciudadanos.
Y, contragusto mío, los excluyeron.
Canto al hermetismo
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