Saturday, December 13, 2008
Manuel González Prada (1844-1918)
A caballo, galope de voz propia, va
roque-roca, genaro latino.
Ocho años en trayecto hacia la Fuente
donde el pueblo canta claro con sus dudas,
hiere profundo con sus desprotecciones.
Manolito va, añorante de paisajes
que no son citadinos y, de pronto,
el recuerdo de su madre,
su memoria manipuladora.
A relinchos lo sorprende la noche
y los versos de Hugo que son lumbre;
al fondo, escenas de Quevedo que,
entre leña quemada, brota en humo
y se reencienden y arden.
En una hacienda familiar de Cañete,
descansa con pradejales de apellido,
solitario, con voz que liberarse quiere,
hasta conformar el hombre social,
hombre extendido y narrarse
en cosas nuevas y ocultas
sin mérito aparente. Conjuros pide
contra la abulia cómplice de curas
y canallas, electos por propietarios
y opresores. Manuel González
se acuesta y no descansa.
Su rebeldía parece la de un inca,
pero en la mañana su caballo
no quiere desbocarse. «Falta mucho
por hacer», es lo que dice.
Voz que aprende a clamar en los desiertos.
Por ocho años ha meditado mucho.
La abogacía no lo llena. Lo sabe.
La ingeniería se ha vuelto el poemario
en minúsculas, gusto por Ménard,
análisis inacabado de positivismo.
Esta madrugada ya entiende a dónde va.
Hablará sobre los desprotegidos
y señalará su causa, los verdugos.
Escribirá sobre fragores militares
y las armas que tomara en Chomillos;
recordará con nostalgia su niñez
en Valparaíso; pero ya no podrá
su familia aristocrática, peruana,
detener de nuevo su camino.
Es un hombre extendido.
Ya es un hombre.
26-06-1985 / Indice: EHE
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