La gente nota cuánto fumo.
Dos cajetillas diarias, por lo menos.
Es que el abrigo absorbe ese olor.
El tabaco observa las noches
sin yo pegar los ojos, mis juegos con el humo.
Acabo de gritar como una gata
sobre el tejado caliente. Me da pánico
sentirme tan diftérico, pensar que ni Dios
quiere mi cuerpo, y ¿qué derecho tengo a levantar
mi mano si soy como esa loca heroína,
sola, enferma, refugiada en el rezo?
¿Quién le pegaría al padre por odiar
un dios que no te grita tanto, que te golpea
con silencio, por qué abrir el cráneo de Rose
y sacar un fantasma, si la flaca es linda
y no mata una mosca? Es simplemente
esquiza, paranoica, pobre hermana...
A veces, por estas calles de Nueva York,
siento otros miedos que no sentí en New Orleans.
¿Qué tal si la mente me engaña con el Cairo
o los chinos del barrio se mudan a Shangai?
No digan que no admito compromisos.
No soy el rebelde, marginado
que discuten... ni un marica amanerado para que
vengan cinco adolescentes, en homofóbica bola,
a herirme, a golpearme... yo, realmente,
no vivo tan atormentado. Tengo a Merlo,
que me inspira, a Moisa y el mundo de la razón
y si faltara, por desgaste, mi homosexualismo.
Mi único rival, ¿se los digo? ... la hipocresía.
El cigarro que me da guerra tan obsesivamente.
El licor que a veces me encañona.
Las pastllas de seconal. Mis calmantes a menudo.
El mundo quiere demostrar que yo soy un solitario
y que no me quiere nadie. Ni uno. Falso.
Cierto. A menudo recuerdo a una niña hermosa,
mi romance en Provincetown. Tan bella como Vivien Leigh
o Anna Magnani. Como amigo, Frank Merlo me basta.
Elia Kazan, también amigo.
La timidez se me quita con un par de copas.
Entonces, mis ojos pueden que vean más
que en los veranos raros, últimos veranos,
o tras cristales zoológicos de lobotomías.
Mire, yo voy a donde me da la gana.
A veces quiero conocer a otros; otras veces
que nadie me conozca. Simone de Beauvoir,
es glacial como hielo, y yo la quise conocer.
A Sartre lo temí, me dijeron ve a él y ódialo
y siento que es amable como un santo
siendo ateo, duro como la muerte
y la depresión y la náusea.
En la piscina del Hotel Nacional,
allá en La Habana, en un principio avergonzado
por acercarme a ellos, fue con quien simpaticé.
Usted no crea que Hemingway es
ese supermacho apabullador y malhablado.
Uno que imaginé, esbozando una pieza teatral
o una novela. No, a quien conocí en el Floridita
de La Habana, fue todo lo contrario: un caballero,
un hombre dotado de mi propia timidez.
La suya tan enternecedora...
Hace unos minutos, cuando buscaba una pastilla,
algo que tranquilizara a mi multitud de recuerdos,
me hallé con mI muerte tan estúpida y mira,
ahora vuelo sobre mi cadáver y veo a quien fui
(ya sin bigote, flaco, envejecido), 70 años, carajo,
ya atragantado con la tapa de un frasco
[torpe que soy, abriendo cosas con la boca,
por cegato]. En la habitación del hotel,
lleno de pánico grité como un gato
sobre el tejado de zinc frío, pero dejé de respirar.
08-09-2005 / El libro de la guerra
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Sunday, November 30, 2008
Tennessee Williams observa su muerte
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