Saturday, March 14, 2009

10. Rodeado de vampiros y odio





A veces pienso que tengo 4,000 años de edad. Me han escupido los tirios y troyanos. Todos los extranjeros han aborrecido mi nombre. En las tierras ajenas, fui esclavo, igual que ayer que lamí la coyunda del ser. Yo no pude tener un lenguaje utilitario, como usted y cualquier hijo de vecino. Escupo serpientes aún sin quererlo.

Converso con las moscas y los dioses falsos y me resisto, al darme cuenta de ello. Esa es la diferencia entre el mundo y yo. Mis experiencias se parecen muy poco a la holgachanería prudente de este mundo. Quien impulsó mis actos y me robó el control y la autonomía fue un ser temible. A veces este mundo es la burla de aquel que me poseyó y esto sí me amarga. Los días de seres como éstos son largos e impropios. Nos los introyectan. Mordemos como ellos. Nos canibalizan. Nos transforman en vampiros.

Siempre mi familia me justifica, en nombre de la poesía, al yo explicar la naturaleza de mi obsesor. Digo que los vampiros no me dejan en paz. Entran por mi ventana al atardecer. Llegan en Luna Nueva, preferentemente muy entrada la noche. A estas horas, ellas odian la hora en que nació el primer poeta y maldicen a la madre que lo parió.

Dijeron que leo a los góticos alemanes. Que me pinto los párpados negros, no por putoide, ni por heredero de una propaganda subterránea en la escena darketa. De niño me dijeron que necesitaba un colegio militar, o una paliza que nunca me dieron.

«¡Qué falta hizo un padre en esta casa! Uno duro que te hubiese roto los huesos», me dijeron.

Comprendo. No tuve padre. Ni lo necesité para que me amenazaran con partirme la madre han sobrado voluntarios y todos en la casa lo quisieron. Menos yo. En realidad, ahora le echan la culpa a la poesía. Parece que es un delito ser poeta.

«¿Poeta?», me preguntan.

Sin embargo, ni quise ser poeta, antes ni después del arrimo del ser, ni creo que lo que pasó se relacionó a la poesía.

Como individuo que inspira las sospechas y los recelos ajenos, por mi lenguaje y mis hábitos, yo soy el primero en sospechar el tipo de responsabilidades a las que fallo. Mal haría en no reconocerlo. Al ser invasor, al testigo falso, hay que eliminarlo. Lo que la gente sospecha y aborrece de mí es algo más que lenguaje. La esclavitud no huele a otra cosa que a odio.

Todo mi problema se reduce a éste. Soy un odiador perfeccionado. Mi voz se levanta en el polvo con fermento de ira que el Viento lleva a todas partes y mi raíz huele al humus del odio que la pudre, cada día más y más. Y esta irresuelta sed de certidumbre, hace de la realidad una impermanencia, viento y neuma, del que no sabe de dónde viene ni a dónde va. Espero que haya quedado claro lo que a mi identidad se refiere.

Aunque se pretenda el consuelo de las palabras racionales y lógicas, el exorcismo con métodos y conceptualizaciones rigurosas y experimentalmente verificables, es la misma canción: el ser invasor es fantasmal, ente indocumentado, axioma del que no sabemos ni el allí ni el ahí de lo pertinente.

Son una legión de vampiros. Y los vampiros no se matan con poesía. Ellos son los que nos colocan el arma homicida de su beso, no en nuestras manos, en la boca. Con labios y palabras, nos forzan a ser brutales, crueles, perversos, aún con el oficio den matar en nombre del amor y la eternidad.

El lenguaje, cotidianamente estructurado, en armonía con las categorías espacio-temporales, lo encubre. Todo él apunta, como el arma que nos dio, hacia nosotros para culparnos. El mismo se ríe de que seamos tan cobardes y de la complicidad generalizada. Los vampiros, si los conociera usted, en lo denso de la noche. Son como pájaros disparan a las escopetas. Nadie tiene más cómplices que el eximio Ser, Su Majestad el Ser Vampiro, o Don Nadie Vampiro, el Gran Payaso, Vampirazo, ni más amantes que él ni más pulgas que hallar en su petate.

Pero, ¿qué haremos si es difícil matarlo? Ya, en vano, colocar las cabecitas de ajo en los espaldares o encima de una mesa de noche, o bajo la almohada… y vano es decir en palabras honestas, como las mías, que la solución no es así de simple… Disparar con el arma que nos entrega. Pues, el arma es odio, será.

Indice: Berkeley y yo

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