Saturday, March 14, 2009

8. El suplantador y mi interrogatorio



Le dí mi casa, mi ropa, mis gratitudes por todo lo recibido. Todo. Sin esperanza de que él me ofreciera el auditorio de las consciencias limpias, lejos de la plaza y las moscas. Donde empieza la plaza, empiezan también las estridencias de los grandes comediantes y los zumbidos de las moscas venenosas. Esta es una cita de Nietzsche.

Sin embargo, el yo sabihondo, logrero, sin gloria, me traicionó. Me pudrió. Quedé sin abrir la boca, no como el hombre intenso que anhelé, mudo año tras año. Mudo y triste, a no ser que echaría el rollo que le dije:
«Estoy loquito, gracias a Dios, y él en su misericordia me dio la mamacita más chula del mundo y tres hermanitas hermosas como soles».

Todo cuanto fue callado, reprimido, estorbado y prohibido, frenó mis ansias de sobrevivir y me dio su asqueroso amor, amor que obedece, consciencia silenciosa y pasiva de rebaño.

Nietzsche dijo que sólo la mala consciencia dice yo. O que habla de culpa. No sé. El hecho es que nadie me ha tratado como un individuo. El ser me trajo al Yo del agradecido enfermo, me condujo a la mala consciencia de siervo. Esta es la moral del esclavo de la que lucran los comediantes de la plaza, los diseñadores de comportamiento y de tablas de valores. El que buscó su provecho como ladrón y se valió del rebaño fue más listo que yo, pero no pudo evitar que lo odiara. Resentido. Me volví muy sospechoso.

«¿Para qué es el Yo?»

Para eso. Para ser un resentido. El yo es un gancho y el más salvaje y mentiroso te agarra por él.

Ciertamente, el Yo del Sattva, el que se me pegó, dice que el Yo piensa, discierne, anhela y sufre. El Cojito Cartesiano, bastón en mano, «cum mica salis», se da alas a sí mismo. Evita caminar sobre el «opus gloriae» del Esse. Prometió la felicidad como «ubi abundavit vita», ¿se fija?

Si no lo asesino, me asesina a mí. Y, en esa voluntad de que un día pueda salir ante mis ojos, sin que yo lo asesine, me siguió a todas partes. No me lo pude separar. ¡Vaya terquedad!

Este ya no fue una cosa, arrimada a mis huesos, fue mi camino. Fue la maligna variedad de ciertas posibilidades determinándose dentro de mí como el moscardón y el chupasangre, llamado espíritu.

«¿Dónde vive?» ... se atrevieron a preguntar.

En la Naturaleza.

«¿Dirección?»

No tengo dirección. Sólo el ser tiene su alojo y la meta de pervivir, enchufado a mí como clavija.

«Dirección, ¿o teleología?»

¿No han visto que un suplantador me arrebató la mía?

Fui su camino, su techo, su circunstancia más segura. Se metió en mí, que soy un cachito de algo inorgánico que se hizo orgánico, y él me desalojaría, si no tuviera el proyecto de matarlo como mi único recuerdo.

Se quedaría con mis camisas y los Edwin Jeans de mi closet, con mis hermanas se iría a la cama, y le robaría a mi jefa. Sólo que, para el desalojo, él tendría que salir y mostrarse ante mí por otra vez y, entonces, yo no perdería ocasión de apuñalarlo o matarlo a golpes.

De la única manera que he sido libre fue dejando de ser su cautivo. El practicó el juego de esconderse y su yo, en mí, el juego de creerse libre cuando no lo fue. El nos halla, nosotros no. Estuvo más protegido que cualquiera de nosotros. Estuvo impune e ilícitamente encumbrado, siendo Don Nadie.

Me entretuve con el artha del Atharva Veda. Derribé la anagogía, estrictamente mística. Le eché mil kilos a la magia y llamé por su nombre a todos los manipuladores apodícticos. Me gané el odio de todos los que me besaron las mejillas.

Indice: Berkeley y yo

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