Sunday, March 15, 2009

21. La promesa




Me asomé a la habitación de Caterina, donde escuché unas voces desconocidas. Ví sobre la cama una hermosa criatura de felpa o peluche. Un ser extraño que terminó siendo una coneja. O una gama. O no sé qué.

Sí. Ella se había sentado en la cama mientras metía unas pilas eléctricas por el culo de la gama. Sí, por el culo.

«Do you ever see the like?»

«Eres de lo peor, hermanita
».

Para ella, la vida es reventón, gozo. Cargar las pilas y hacerlo a dedos ahí, me estuvo de lo más gracioso. A ella, por igual.

La vida parece comenzar en las ingles; el descanso, te lo da el sexo; la emoción, las piernas abiertas. Yo no puedo elevar lo más visible de mi ser, confiado en las palabras. A Caterina, o a mi alma, no se llega por el camino del discurso. A ella hay que sentársela en las piernas. A mi alma, se baja por un túnel. Debo bajar lo más que pueda, al pragmático y vulgar aquí-sin-allá y proveer mi voluntario descuelgue. Ella me dice mi amor muchísimas veces porque soy como ella. Cariñoso, cachondo.

Sólo a ella compartí los códigos más simples del sótano. Del sótano que yo tengo por espíritu, por comprensión.

Ahora me vería en una situación extrema. Estaba deseoso de matar y fornicar, estaba odioso en el mundo, enojado con los cielos divinos, peleado con la filosofía y el consuelo.

«¿Te gusta la coneja?», me preguntó. Callo por la divergencia. Veo una gama. No una coneja.

Comienzo un discurso de reorganización interna. Confieso que bajo el microscopio he visto la oosfera dentro de las gamias. He localizado los zigotos en marcha y he visto los gametangios, masculinos y femeninos, a ese nivel minúsculo de la oogama y los flagelos; pero nunca a partir de un muñeco de felpa o peluche.

«¿De qué me hablas, mi amor?», preguntó la zonza sin quitar su vista de mi falo endurecido que babeaba.

Cuando dice mi amor, verifico que no está enojada. Que la puedo tocar y besar, que poblaría mi mundo con sustancia, que puede ser invencible y aún morir conmigo.

«No me digas que te excita una coneja. ¡Qué líbido la tuya, cabrón!»

Anuncia que me comprará una Coneja más grande que ésa, que no tenga una voz grabada, que no sea tal chilladero, con las pilas insertadas en el pecho, si acaso, porque el asunto de atizarla no me late, me dijo. Se echó a reir la maldita. Una muñeca inflable para caballeros.

«¿Qué ves a la mona? si está resimpática…»

«Nada», dije.

«Nadan... los peces en el río», burla ella.

Me ha pasado otras veces. Otros no observan lo que yo veo. No imagina que pienso matar ese animal confuso al que llama la coneja. No. No. Lo que dentro de ella se ha metido y la hace chillar y esconderse en gamobios y metamorfosis.

«Déjamela esta noche, no te la guardes. ¡Por favor!»

«Muy bien. Te prestaré la Coneja para que no sientas triste, ¿me lo prometes? Ni te colgues más de los pies. Nunca más, ¿me lo prometes?»

«Okay».


Indice: Berkeley y yo

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