Lo aceptamos en la casa donde vivo con mi madre y mis tres hermanas. El conspiró para que no se le conociera. Ellas, en cambio, lo juzgan a él por mí. ¡No se atreven a creer que es mi sombra perseguidora! Fuente de mis excentricidades y manías obsesivas.
Me baño tres veces al día, me lavo los ojos y la boca cada hora... También me cuelgo de las piernas. Me escondo en un sótano de mi casa donde escribo todas las maldades que cometo y todas las cosas sublimes que descubro. Donde reposo, o estoy, fijo y precario, se nos visita, pero no siempre con suerte. Estamos llenos de coraje.
El se arrimó: «¿Qué haces?», preguntó.
Medito. Investigo la materia o la velocidad finita de la luz. Me mecí un rato, sin hacer caso, porque sabía que él tenía que ser mi delirio. Ví que sus ojos eran negros como mares de basalto y sus dientes, neguijosos y chimuelos. Sonreía. ¡Qué cafre y cínico! ¡Mostró sus teclados de pianola, mugres colmillos, eruptó y bostezó, y me bendiijo en nombre del Absoluto filosófico y divino!
Así fue él: mamón, impredecible, inmutable. No perdí la ocasión de decir: «Oye, está más feo que Cambujo».
«¿A quién hablas?», me preguntan.
Al que converso ni se sonrojó. Algún desbalance gravitacional lo hizo desaparecer...
Al rato volvió y dijo que él podía volar como un pájaro, igual que mi amigo El Aguila.
«No creo».
«Te enseñaré a volar».
«¡Promesas!»
No me equivoqué, chinga que chinga estuvo pidiéndome las nalgas. Quería romper el tambor de Nataraja y revisarme los interiores del rulacho porque yo estaba calato y desnudo. Cuando me cuelgo lo hago desnudo. Antes me preparo una torta de hormigas. La impregno del polvo que se llama veronal y, entonces, entro a los mundos mentales del gozo acelerador, supuestamente, donde viven los ángeles y el Padre Enaltecido. Invierto la dirección de mi sangre. Normalmente, la sangre circula en las venas contra la fuerza de gravedad. Colgado, lo que la gravedad jala hacia abajo, es lo que se jala hacia arriba... Se baja al Monte del Disturbio, al Valle de Sidim.
Me escuchan por horas, si hablo. Mis hermanas detrás de la puerta ríen. Absurdos son estos monólogos. Es lo que dicen. Quisieran entrar y ver mis actos. Mas a ellas, en particular, les está prohibido. No se hizo el templo para las sacerdotisas. Tracias lujuriosas. Moabitas de Edom que sólo anhelan un becerro de oro con su enorme falo. Estoy desnudo en mi privado desierto.
«No entren», gritan los vampiros. «No enciendan la luz», agregan.
Posiblemente, mi falo no es enorme, aunque yo sea narcisista y hermoso. Posiblemente, me hallen masturbándome y colgado de un pie, como los profetas de quienes se duda si han de salir vivos del altar santísimo, oculto tras el velo, después de cumplir con sus ritos.
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