Me tendí en la cama otra vez, mansamente a su lado.
¿Para qué me ha servido tanto el odio, maldita seas, si no te puedo matar? ¿Cuál será mi defensa ante el sinsentido y el caos con que has condenado mi vida a la esquizofrenia, al dolor, al hambre eterna de certidumbre?
... Tú has inventado una personalidad más fuerte que la mía y, en vano, me alimento del propósito de vencerte algún día. Eres adversaria de mi corazón. Me díste el odio por herencia. Mi corazón se abre antes de irse al vicio de tus violencias y, desde el círculo que me abres en la angustia, me borras el punto más luminoso. Me quitas de la memoria las palabras necesarias para encarnar el dios que yo soy, imperio adentro, molécula por molécula. ¿Con qué derecho me has herido y mortificado?
¿Por qué te opones a la osadía de mi libertad, a que yo vea mi grandeza dentro de la finitud? ... yo dialogo con dios, conspiro contra él, vivo con él, refugiado en sus mandalas, que son la tangente infinita, el Universo galaxia por galaxia, cuando mi corazón se abre... pero tú lo cierras. Eres tú quien lo cierras. Dios da reversa a toda entropía y tú me cortas en pedazos, con la muerte que prefieres... Definíste la locura para los hombres. Te escondes y ellos dicen: «No existes»; pero yo sí te veo, invasor.
Me opongo a tí. Te persigo. Te denuncio... Me aferro a lo primariamente mío y me das castigo. Quisiera no sentir el dolor, dejar de ser el solitario del bosque que formas de mis poros, pero me has debilitado y ya dios no se piensa en mí ni me reconstruye para la eternidad, porque tú estás alojado en mí y a mi corazón has cerrado... Con el corazón abierto, tengo hambre de sustancia divina y el tiempo es diferente al tuyo. Tanto que ya no existes, ya no dueles, ya no amenazas... Invento las eternidades más supremas que el tiempo, más amplias que el espacio. En ese punto de luz, tú no cabes, yo sí me cuelgo de las piernas.
Soy un profeta en la cueva que se niega a compartirse con el mundo, mientras tus falsas palabras me enmudecen. Calla tú, Don Nadie. Tú eres estopa y el viento te revuelca y te defleca, espantajo, porque hablas contra mí y no en mi nombre.
Con el corazón abierto, te venzo por momentos. Se me confirma que no puedes trascenderme ni puedes evadirte del gesto y del discurso. Vives del grosero rendir cuentas al Establecimiento, siendo-uno-con-otros. Apegado a lo más miserable de la costilla humana, otros aplauden la Felicidad, el Orden y Tus Mentiras. Me has dado un vivir sicológico, primitivo y vulgar, al que has desacreditado, para la burla de los dos, porque tú malvives conmigo. El dios, concreto y solitario, te odia igual que yo. El que es mayor que tú es mi cómplice. El ora por mí, cuando yo no puedo contra tu arrimo cochambroso, y yo rezo por él para que sea su mano la que te clave la daga y te corte la presencia que fundaste en mí.
«He llegado a amarte», dijo.
Mentira. Los simboleros del Poder Nietzscheano, los que adoran el control absoluto y la doctrina del conocimiento sin corazón, no aman Saben que yo, profeta de la cueva, sufro el dolor de la auto-afirmación. Soy el rival. Tengo la soledad por herencia y el coraje de revelar con odio tu sombra. No me deleito en la Nada pura que llamas tu Ser Puro, entelequia falsa, supremo monigote. Yo no creo en Tiranos celestes ni me quemo en la angustia que propones como el castigo a mis rebeliones. Maldito sea tu infierno.
Véndeles el Gran Pastel y el Paraíso a tus cómplices en las Tierras del Despojo. Véndeles el Infierno que fundaste en la Tierra. Dáles el placer a los teólogos del Senedrin, a los piadosos con panderetas y piruetas de moscas-muertas. Yo soy el Homicida decidido a matar tus ídolos de Asera y tus dioses de pure nothingness.
¿Para que rozas tu pata sucia de camélida sobre mis muslos? Tú no eres, Gloria Trevi. No me gustas. Sacúdete. No podrías vivir en las cuevas conmigo. Te gusta mi chaquetón de Cavaricci, mis camisas de corduroy, te gusta el acomodo, por envidia. ¡Pues invéntalo todo, pero déjame! Tú huyes del hambre y no tienes alma...
El airado que vive en las cuevas, con una piel de leopardo sobre el hombro, es de corazón dulce, de mirada curiosa y su concreta imaginación no se utiliza en las fiestas que anhelas gozar, por medio de mi cuerpo. Allí seré burlado. Mis palabras no se escucharán. Los inmundos querrán mi cuerpo. Me pedirán los adornos. Se llamarán amigos de todo lo que me sobra, nunca de lo que me falta o anhelo. El indio es pobre y su riqueza es la profecía con que te condena. Mi eternidad no tiene amigos. Yo no soy el seductor de los frívolos.
Los migajeros de Providencia son supersticiosos y aparentan ser mansos. No me engañan. Son como tú, don Nadie, muy cobardes. Airado estoy de tus rituales y las carnadas de tus símbolos y tus místicos trapos. No creo en tu espíritu. Tú no eres ángel. Tú no tienes alma. Eres la pobreza en plenitud.
Confiado de la muerte (porque ella mi casa conoce), cuyo masquil pusíste en mi boca como salmo, no anduve en grandezas, no acumulé tesoros ni cuentas de banco. Tampoco pedí las cosas demasiado sublimes. Quise lo que el hombre visible rechaza. No me has permitido ser visible. Me condenaste. Me mostraste el pan de dolores y, al dolor, admití para dañar mi luz y hacerme sombra. Colocaste tu alimaña heboide y me hicíste un niño destetado que llamó a la hormiga, hermana, y a la culebra, santa y vital para mis manos. Yo tomé la cueva por habitación y me vestí de piel de oveja y ornamenté mis soledades con silencio.
Confiado en la muerte (porque la prometíste como reposo y puerta al gozo de otros mundos), te creí y me entretuve, leyendo y leyendo, sin construir el mundo que yo anhelé o sigo anhelando. No hice la guerra por lo que estuvo guardado como sacudimiento para mi victoria; pero, con la paciencia del tullido que no tiene, por su parálisis, fortaleza en sí, te dije: «Peléame tú, adelántame, aferra tú mis manos en la rivalidad y rescata mi porción».
Me dejaste abanicado, me traicionaste. Me dejaste solo con los que me gruñen, con el rival que cela sus cohechos, con el adversario que miente, vestido de santidad, cuchillo en mano. Entonces, supe que no eres transparente y que has paseado con mi cuerpo por Egipto, que es la objetividad subyugante de los prudentes.
Maldita sea la prudencia geométrica de Maat... hasta, el más imbécil eunuco, se enteró que mi honra arrastraste, diciendo que yo dije ... yo soy dios, o agente del Orden Eterno y doy la regularidad que gobierna los espacios y las horas. El ritmo del Nilo moja mis pies y me permite el trigo, los dátiles, las cabras que brincan en las eras. El Nilo en el cielo es la lluvia milagrosa del desierto.
Dijíste cosas que no dice un profeta de las cuevas, en sus días pasionales y agónicos. Maat no significa nada. El tullido, por tus burlas, desespera y el tecolote canta para que el indio muera... Como estatua funeraria me dejaste. Me exhibíste en la deshonra de las palabras de opresores y, por eso, llegan los prudentes a cobrarse las cuentas y a soltar los escarabajos a mi cueva y describen la muerte, vulgar y desconocida, que tú platicas. Horus está pudrido hasta la peste y los cultores del ritmo inmutable, los faraones amaestrados en tus mentiras, escriben hieroglifos diciendo que yo soy el culpable.
«¿Don Nadie, por qué has mentido?»
Desmiéntelos. Detrás de la morada de roca, a la luz del sol perpetuo, al ritmo del Creciente Nilo, la rigidez no existe. El trabajo es afán. El dolor es intenso. La cara sufre arrugas y los labios se doblan en muecas. Al castillo en lo Eterno, la pirámide que es tu rascacielo, tu arrimo de Ser Puro lo empobrece. El alma no asciende y el cuerpo no se perfuma. No prediques «no temas»; no tientes a otros, igual que a mí. Al contrario, llámalos a la verdad: «Que la muerte les sorprenda; desciendan vivos al Seol».
Tú, el tentador, apelas al Yo soy con que te alojamos, confiados en tí como en la muerte y, en cambio, brindas los delirios como recompensa: «... Dí que estas piedras se conviertan en pan, porque hoy te duele la injusticia de los administradores y aún las migajas de sus hurtos y recaudaciones se cobran. Que no gobiernen para tí, sino que gobiernen para sí, sólo para sus cuerpos, con la miseria lejos de sus orillas y, en la más lejana ribera, tú con Azazel, el demonio del desierto. Dí que se arranque del suelo los más frondosos árboles. Que la gravedad no jale sus raíces al corazón de la sed... »
Porque yo, con el corazón abierto, tengo el manantial amargo por las ganas de asesinar y hacer justa venganza de los engaños que has cometido, a mis costillas; pero también tengo las aguas dulces... Te ví, espantapájaros, y ni a tecolote llegas. Eres, por causa de tus lujurias, una masa de estopa, la caña enjuta, el helecho seco, el árbol sin frutos.
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Sunday, March 15, 2009
20. Agonía filosófica
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