Saturday, March 14, 2009

12. Dios y la soledad





Cuando uno quiere hablar solo, Dios queda inventado. Dios no es otra cosa que nuestra soledad. Por spinoziano y monista que soy, vuelco mi ternura en los conejos y veo mi alma hambrienta, mi milagro de milagros. Cuando les hablo a los conejos, mi hermana me adora. Usted sabe, ella no es sólo en apariencia una hija de Moab. Su piel es negra y su hermosura opulenta; pero sus trajes no son ostentosos. Entre andrajos uno puede ver que adora lo que uno es. En la miseria y la soledad está contigo.

El alma hambrienta bien sabe lo que son sus cucutúes: multiplicidad en la unidad. Yo sé lo que es un conejo de peluche y uno que es real; pero ya no me importa si hablara a uno u al otro. Ella me dijo: «Háblame a mí. Yo soy el conejito real».

En realidad, a los dos, a cualquiera, las preocupaciones filosóficas valen cacahuate. Nos unen sentimientos de invalidez. Esta miseria común es nuestra realidad.

Como todos los imbéciles reales, yo solía convertirme en vecino asincrónico y él, cualquier engañador, aunque en vano se delegara en mí, era más feliz que yo. Ni le limitaba ni le predestiné. Fuimos dos permanentes irreconciliados. El sí se jacta de ser un objeto absoluto... Creen que tienen un dios. Pero Belphegor es un muñeco de peluche. Es un becerro de oro, alrededor del cual bailan los moabitas. Mi alma hambrienta, hermana mía, no es una estatua de Astarot. Ella no. Ella tiene un conejo real y desde el alma es que habla. Habla como yo y el son de las zambombas la ensordece.

Y yo, la sombra encarnada orgánicamente. Y los dioses falsos de esa legión que me rodea, en un mundo seco y árido, han sabido que yo viví en cuatro patas, desplazado en tierra de los mortales. Por eso quise a su chamaca cuando supe que me quiso; puede que se haya reído si lo quise matar. Ella, con su conejo real, no es para él. No es para ningún Belphegor, dios falso. Novio falso que busque una mujer a quien chingar, robándole lo que tiene.

¡Fracasé tantas veces! Por eso vine aquí, donde los hambrientos y los pobres se reúnen después de algún cataclismo, o una emergencia. Ella vino con él porque la ha rodeado, con sus orquestas de zambomba. Ella siguió a su lado hasta que me vio. Yo seguí en la esfera del silencio. Da la casualidad que él nunca me dio otra cosa que dolor y celos. Puede que él se hayan reído de mí. Ella no. Por eso ha vuelto a mí y me ha dicho, «ya no serás un vecino asincrónico».

Otros advinaron que mi corazón rechazó los falsos deleites, se empozó en el rencor y no en lo que predijeron. Se asombraron de que dijera que me alegra la captura de Belphegor. Que ahora podría reconquistarla. Quitar su novia. Obtuve un lenguaje rencoroso, mi pozo de ira y de soledad, que un día (un día que será hoy estallará como una granada).

Lo supieron. No sé si fui injusto al odiarlo, pero estoy seguro que es honesto pelearse contra la incorporeidad y pelear con los ángeles desde alguna trinchera. Por esto no tengo remordimientos. Esto me ha permitido volver a la sustancia, a la raíz, al placer. Al verla, al saber que me saluda, me he vuelto a enamorar.

Entre los moabitas, se sorprendieron al descubrir que tengo mis propios deleites, jamás definidos antes. Había sido difícil matar a Don Nadie. Lo admito, ¡pero no hubo de otra! Esperé pacientemente. Fue necesario que muriera el que sorbe el escapismo por las narices. El que prostituye a la niña de mis ojos. Tragué la amarga tolerancia antes de actuar. Malviví al ser para que él me dejara. Por esto pienso que soy prudente aún en la desesperación del presente. Había prescindido de su novia, ya no se la codicié; pero, al verla, le dije: «Ven».

Ya corté de tajo la costumbre de obsesionarme con lo que no es mío. Inventé, por primera vez, algunos placeres para mí, no para los idólatras. Estoy en medio del campamento de socorro. Y los infieles funden el oro de sus herencias. Harán con sus emociones un becerro. Con maderas, una estatua de Astaroth. Todos participan menos yo. Se me ha ocurrido inventar la soledad, perpetuarla acaso. O llamarle Dios.

Don Nadie, como todo el que adora a Belphegor, desprecia a los solitarios. Esto es lo mejor que yo soy y que fui... alguien que se aburrió de tanto dar gracias a la Misericordia de Dios, a los médicos, a los loqueros, a las criadas, a las carnalas, a las solemnes urracas, a las venenosas moscas... alguien que anheló el juguete más peligroso, o sea, la mujer... En verdad, me comporté sospechosamente, al ver lo más curioso que existe en la Naturaleza. ¡Las chamacas!

Indice: Berkeley y yo

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