Saturday, March 14, 2009

11. Meditación sobre los árboles





Veo que los carpinteros, con delantales de luces, serruchan en mis costillas y lluevo el aserrín. Ellos cantan y me dicen: Gracias, arbolito. Colgado, como cruz invertida, Cristo ha caído del Absoluto y platica cómo rehacer al habitante de la matriz integradora y primaria. Los fieles me buscan. No se cansan. No tienen miedo. Me llaman Arbol de Justicia.

Se han tomado el espacio que está libre, las tierras baldías del opus gloriae y construyen con agresiva productividad el reino, donde son príncipes y reyes, con la corona del propósito. Animo a que sigan construyendo. Necesitan del árbol. Y ellos elevan las escaleras para desatarme y toman de los cielos los frutos que la piel esconde.

Al parecer, soy un árbol muy alto y viejo. Los carpinteros me aman desde el tiempo de las orugas y las larvas. Para ellos, existo y no necesito ser ni apariencia de misericordia ni envoltura de cordura. Ellos se preocupan por otras cosas. Por ejemplo, que los querubines del Karma codicien mi árbol. Lo admito. Soy madera fina, digna de expoliar. Otra gente dice que no hay querubines, sino ladrones y que yo los vestí de sudor y locura.

Otro que me ven colgado dicen que soy una vieja cortina, sucia y llena de años. Clavan sus garfios en lo que es el corazón mío. Sin embargo, en vano, se mortifican. Sólo me conmuevo por los soles. Yo soy un árbol y de sol es que debo alimentarme.

Don Nadie es quien me odia más. El no hará sombra a la copa de mis amigos árboles con las tuercas exactas de su praxis porque mi raíz y la de mis iguales sigue honestamente sedienta de porvenir. Todas las víboras y los pájaros negros se suben a mi tallo, me muerden sin provecho. Los mixtificadores se enroscan en aras de chupar de mi fruto y me endurezco. Echo las cortezas rugosas. En mis enramadas se prodigan los espinos. Protejo mis células, me quiero.

No permito que ellos, los engañadores, muerdan un pedazo que yo llamo mío. Para lograrlo, elaboro unas metáforas que ellos no comprenden. Sobro analógicamente, me parapeto con placer y apetito. Por desgracia, me desatan. Odian que gire. Que rote. Me llevan a la tierra de los violentos y los cómplices, en una fijeza que postra, que vacía. Proyectan que como madera debo ser vendido.

Aquí es más difícil mi cósmica atadura. Soy el interno en este hospital siquiátrico. Se me prometió que yo vestiría de monje y tendría amarrado una cruz a la cintura, de modo que no se me acerquen, ni de noche ni de día, vampiros o demonio. No es a un seminario donde he ido. Lo sé. Ni es un colabozo. He sido recibido por la soledad de los hombres sospechosos. Aquí se me apendeja si me pongo excitado y se me excita, si me apago. Alguien tiene que asegurarse que estoy vivo, ¿quién mejor que el loquero?

Aún para ellos que, tan cómodos está, existe la posibilidad de que se refocilen, ya no en los altares, pero con heboides cochambrosos. Los internistas alegan que no es deseable el cisma entre el infinito y lo finito, no importa que no sepan pagar el precio de su máxima intensidad por aquello que es el objeto de sus adoraciones. Dejan que yo sueñe a gusto. Dicen que no son ellos quienes me han dañado.

Quise girar con la Geotropía y han detenido la mano con que Ella meciera mi conexión con el infinito. «No estás en tu casa. Aquí hay reglas. Si se quiere matar, hágalo en su casa». Es que no entienden. Nunca me he querido matar. Lanzarse a la eternidad es lo contrario. Vivir.

«¿Quién entre ustedes adorará, sin pataratas y sin protestas, el día que no haya premio y los días se vuelvan muy oscuros por exceso de pájaros negros, el día que el dios Amor / Geotrópico / exhiba por cara al propio báratro?», les pregunto y yo mismo contesto con mi boca verde de clorofila.

«Ustedes son etruscos de la fe, ociosos en el lujo, agentes simoníacos de místicos placeres».

¿Quién, entre ustedes, los godeos del protocolo y el ritual, los pietistas del canonicato, continuarán siendo los devotos cuando la carne a podrigoria lepra se les caiga a pedazos?

¿Cuántos, metidos hasta las trancas en desprecio, irán a la comunión del gozo santo y la franqueza primitiva del espíritu? Segurolas... que ninguno...

Quien compadece pregunta: «¿Por qué te colgaste de los pies? Has vuelto a hacerlo otra vez».

Me tendí a beber la luz. Quise estar en paz.

Indice: Berkeley y yo

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