Saturday, March 14, 2009

4. La dicha imposible





Ya no leo a San Jerónimo. Ni conservo mi Biblia en latín. Miro al cielo y busco el lucero de la tarde. Es Venus. Satán, si le parece. En las tinieblas hallé mis tentadores.

Me acusé de poseer un dualístico ser-Yo. Fue mi vergüenza cartesiana. Tuve mi diario de bitácora que anoté con citas de Berkeley, Hegel, Kant y todos, menos yo, inscribieron sus vaniloquios, sus chapuceras meditaciones.

Un día fui yo quien anoté: Vivo con una lacra de filósofos que forja sus ilusiones de credibilidad y unidad ontológica y las da por mías. Obligado a la falsa representación, repetí como papagayo. Al cabo del tiempo, hallé un hombre que, como Nietzsche en el sótano, me abofeteó el rostro con guante de seda. Uno que examinó toda mi vida desde una óptica muy diferente a mis creencias. Se llama Max Maltzman.

Para él, negar la existencia del mundo sensible es una cobardía. Este había sido el error. Los que no matan son unos cobardes. A los cobardes se les come el mandado. Se les burla permanentemente. Se les acusa de cualquier delito. Este es mi sentido de culpa. No sé cúal es mi deber. No sé cómo adquirir méritos y ante quienes mostrarlos.

Las leyes sociales castigan al que, parasitariamente, asalta las propiedades que no le pertenecen. Los méritos que yo he anhelado parece que los robo. No son míos y quiero vivir por rllos. Y el último canalla que no ha recibido castigo por sus delitos me comió los accidentes más audaces con que el movimiento se expresa como vida. Algo fue chupando que, según pasaran los años, me debilitaría. Quitaría esencia de mi vida.

Si actué sospechosamente fue por debilidad. Lo admito, pero eso es lo que yo hago años tras años. Querer ser feliz con los méritos y experiencias de otro.

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