Tú no tienes que dormir sobre las piedras
e ir como mendigo por el mundo.
Tú sólo asesinas, por deber, el anciano del ajoro
(al que si no lo mataras, lo hará él);
pero eres fatalista.
Sobre oráculos de Delfos creaste el cimiento,
la valía, el campo semántico de luz, con su opuesto,
lo oscuro, la orientación y la ignorancia.
Y no aprendíste algo: la lección
sobre dónde edificar el cimiento,
la raíz, la esperanza y el cambio.
¿A quién vas a creer, pordiosero,
si te sacas los ojos, si dejas que te expulsen
y te odien y te engañen y persigan?
¿De qué vale que hayas sido rey
en la tierra del mérito, por qué buscas
verdad entre conspiradores que anticipan
tormento, por qué echas plagas
sobre tí ante un fantasma sin control
(lo evanescente, lo obsesivo)
que sólo desfigura lo que has sido
con rumores: ¿qué?
¿Sabes o no si fuíste el triunfador humano,
el buen padre, el hijo cariñoso,
el que soporta castigo y se descuelga
de los pies hinchados, como batallador
que anhela vida, dicha, éxito?
¿No aprendíste a oír en tí el amor
que vence los destinos?
¿Pudo o no el amor desamarrarte
cuando del árbol del monte Citerón
te ataron con el abandono, no víste bendiciones
en proceso? ¿No te dijo la madre generosa:
Honra tienes en mí, aunque no te haya parido?
Nunca tendrías que haber hecho
lo que hicíste, sadomasoca, arrancarte los ojos
con la espada, dormir sobre las piedras,
mendigar alimento, casarte con el infortunio,
sin antes aprender que la vida se adapta
a nuevas cosas, que la más blasfema ceguera
se llama fatalismo, ingratitud,
autodesprecio...
Culpa.
Ahora, ¿cómo buscarás tu alimento,
con quién compartirás el cariño que te queda?
¿Por qué te maldices tú que nacíste
príncipe de antropía?
Al Ática te vas diciendo:
«No merezco»
13-09-2000 / Estéticas mostrencas y vitales
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Estéticas
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